No tenéis ni idea del valor de las drogas, lo cual no es importante en ese momento, porque volvéis a ser las cinco chicas que siempre quisisteis ser. Y esas cinco chicas se ríen de la ironía del destino que ha puesto en sus manos cinco kilos de droga. Si alguien afirmara en ese instante que jamás volveréis a sentiros así, lo mandaríais a paseo. No creéis en un mañana, porque sois el ahora. Y lo que ahora cuenta son vuestros chistes y esas frases que parecen que no se os agoten nunca. Apartáis las drogas y os ponéis a charlar, a beber zumo de naranja y a comer patatas fritas, como si el padre de Taja todavía estuviera vivo, como si seis ceros no fueran un problema y Nessi no estuviera embarazada. Podéis hacerlo porque vosotras, en ese momento, sois vosotras mismas, y eso sienta bien, os sienta endemoniadamente bien.
Sería muy bonito que esta historia pudiera terminar aquí. Como una serie, como el último capítulo de una serie, que nadie sabe cómo va a continuar. Un final. Pero el caos aguarda, se va extendiendo y os rodea con sus brazos, como si fuera un buen amigo que sólo ha salido un momento para fumar un cigarrillo y se alegra ahora de estar otra vez con vosotras.
Todo va bien durante una hora más, pero entonces Taja se viene abajo.
En primer lugar, empieza a sentir frío, y luego empieza a tener arcadas. Sus músculos están tensos y apenas puede respirar. La obligáis a beber agua y camináis con ella, dando vueltas por el jardín. Ella tiene escalofríos, y a la vez está empapada en sudor; quiere más agua, y entonces, de repente, se suelta y consigue llegar al váter. Nessi está a su lado, le dice: «Ni los vómitos ni la mierda pueden conmigo.» Nessi es su heroína. Vosotras estáis fuera, junto a la puerta del baño, y habláis de si sería prudente o no llamar a un médico. Tú te opones enérgicamente.
—Un médico se daría cuenta enseguida de lo que le ha pasado. Y cuando se dé cuenta, llamará a la pasma. Olvidadlo.
—Además, su padre sigue en ese congelador —añadió Schnappi.
—¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra? —suelta Stinke.
—Nada, pero es extraño, que venga un médico y que haya un muerto en el congelador.
—Schnappi, nadie sabe que él está ahí.
—Ya lo sé, fue sólo un comentario. Mal karma y esas cosas.
—¡¿Y eso qué tiene que ver con el karma?!
Las frenas.
—Eh, chicas, ¿qué pasa con vosotras?
—No puedo creer que Schnappi diga esas cosas —se defiende Stinke.
—Pues, créelo, porque hay más.
Tú las coges de las manos como a dos chiquillas maleducadas y las llevas al jardín. Allí os preguntáis cómo podréis hacer que se recupere Taja sin que sea preciso llamar a una ambulancia. Schnappi quiere echar un vistazo en internet, porque allí está todo, y seguro que también hay consejos sobre desintoxicación.
—Sí, ¿por qué no? —dices.
Schnappi desaparece arriba, donde está el ordenador de Taja, mientras tú sacas tu móvil y llamas a tu madre para decirle que te quedarás en casa de Taja todo el fin de semana.
Stinke también quiere llamar a su casa, así que le das tu móvil y vas a ver cómo está Taja.
La puerta del cuarto de baño está cerrada. Llamas.
—¿Va todo bien?
Nessi abre. Taja yace hecha un ovillo en el suelo, está cubierta con un albornoz.
—¿La ponemos en la cama?
Nessi niega con la cabeza. Le alegra que por fin Taja se haya quedado dormida. De modo que apagáis la luz del cuarto de baño y dejáis la puerta abierta un palmo. Os preparáis unos sándwiches en la cocina. Nessi revuelve los armarios y descubre un bote de cristal con pimientos en conserva.
Cuando salís de nuevo, Stinke se ha echado en una de las tumbonas.
Nessi se acuesta en la de al lado y se come los pimientos con los dedos. Luego bebe un largo trago de la salmuera, suspira satisfecha y, en menos de un minuto, se queda dormida. «Vaya, estupendo», piensas, y observas a tus amigas durmiendo, la mesa llena de drogas. Y aunque no eres la más experimentada —dos pastillas que tomaste, que Eric juró que eran de LSD, algunos porros y un intento catastrófico de meterte speed por la nariz en una fiesta—, sabes que tienes delante un par de sueños que aguardan a ser soñados. Te inclinas hacia delante, abres la bolsita rota y metes un dedo en el polvo blanco. Lo hueles y te limpias el dedo en los vaqueros.
«Una pequeña victoria también es una victoria.»
Es importante que mantengas la mente clara. Tienes conciencia de que sin ti, aquí, todo se vendría abajo. Es una sensación agradable la de llevar esa carga. Vosotras sois una familia, y alguien ha de mantenerla unida. «¿Si no fuera yo, quién lo haría?» Aguzas el oído a ver si oyes a Taja, y en eso se te cierran los ojos. Es un poco como si desaparecieras en una bañera llena de agua caliente.
Diez minutos. Quince.
Los gritos provenientes del baño de invitados hacen que todas os despertéis sobresaltadas.
Taja se viene abajo sin cesar. Convulsiones, mareos, frío. La lleváis arriba, hasta su cama y la cubrís. En cuanto se haya tranquilizado un poco, pensáis, todo irá a mejor; lo peor ha pasado ya, y entonces a Taja le viene otro ataque de escalofríos, y todo empieza. Vomita cada sorbo de agua que bebe, y ni pensar en que coma algo. Sus manos se crispan sobre su barriga, como si quisiera coger el dolor y arrancárselo. Unas marcas rojas le quedan en la piel.
Taja llora y se os resiste. Dice que le pica. Su codo golpea el rostro de Stinke, ésta cae de la cama. Basta. Agarráis a Taja, ella patalea y os grita cosas, os grita que la dejéis sola. Sólo se va tranquilizando poco a poco. El pelo corto se le ha pegado a la cabeza. Está agotada, y al final se queda dormida. No es un sueño como es debido, es puro desmayo. La repentina calma es alarmante.
Respiráis pesadamente. Stinke tiene un chichón bajo el ojo y pregunta si tiene mal aspecto.
—Hay que ponerle hielo —dices, y bajas con Stinke hasta la planta de abajo, para enfriar su mejilla con un poco de hielo.
Entre tanto, Schnappi ha concluido su búsqueda en internet y llega con un montón de papeles. Pregunta si se ha perdido algo. Stinke se quita la bolsa de hielo del ojo y le enseña la hinchazón.
—A Taja se le ha ido la olla.
—Me alegro de no haber estado aquí.
Tú quieres saber lo que ha encontrado Schnappi.
Ella deja las páginas impresas sobre la mesa.
—No creo que se trate de cocaína. Los síntomas de la desintoxicación no encajan. Podría ser heroína, pero la heroína, normalmente, es de color marrón. Así que he estado buscando y he encontrado que también hay heroína blanca. Así que ese material debe ser bastante puro.
—Taja dijo una vez que su padre tomaba coca, así que eso, sin duda, es cocaína.
—¿Es que me escuchas alguna vez? —pregunta Schnappi, irritada, y eso no sucede muchas veces, que Schnappi se irrite—. Acabo de decir que los síntomas no coinciden.
—Ya te he oído —responde Stinke.
Schnappi hojea las páginas.
—Como no estaba segura, lo que hice, sencillamente, fue imprimir todo lo que tuviera que ver con desintoxicaciones, lo mismo si se trataba de coca, de heroína o de speed. Pero lo que más me preocupa es la circulación sanguínea de Taja. Si no hacemos nada, puede venirse abajo. Taja se nos podría mo…
Schnappi guarda silencio, pero sospecháis lo que iba a decir. Nessi lo dice: —Taja no se nos va a morir.
—¡¿Cómo puedes siquiera pensar algo así?! —la increpas.
—Seguro que vosotras también lo habéis pensado —se defiende Nessi.
—Sí, pero no lo hemos soltado a la primera de cambio.
Schnappi encuentra la página y os la muestra. Allí está, negro sobre blanco:
La desintoxicación en frío no es aconsejable
sin ayuda médica, los síntomas que surgen
en el proceso pueden acabar en la muerte.
—Vaya mierda —dice Stinke, y pega un golpe con la mano abierta sobre la mesa—; Taja ha estado tomando esa porquería durante cinco días solamente, nadie la diña por eso.
—¿Has visto cómo se puso hace un rato?
—No, cerré los ojos, Rute. Claro que lo vi. Pero, de todas formas, uno no se muere así como así, ¿no?
Schnappi saca la página impresa.
—Aquí dicen más cosas.
Miráis las páginas, cada una de vosotras coge un montoncito de hojas y empezáis a leer.
La conclusión da miedo. Todos los medicamentos que podrían ayudar a Taja necesitan receta médica. Vosotras no tenéis más que tés de hierbas, vitaminas y minerales. En uno de los artículos se dice que una mera desintoxicación física de la heroína puede durar hasta dos semanas, y que esa droga, en comparación con otras, es la que deja el mayor potencial adictivo.
En ningún lugar se dice cómo se comporta el cuerpo después de consumir la droga durante cinco días. Apartáis las hojas. Estáis tan agotadas de toda esa cháchara especializada que ya no tenéis nada más que decir.
Los ataques de Taja duran hasta bien entrada la tarde. Llantos, arcadas, gimoteos. Taja ya no quiere seguir acostada, así que camináis con ella un rato por el jardín. Está muy bien que el jardín de la casa esté aislado por unos setos. Caminar ayuda a evitar las convulsiones y distrae a Taja. Cuando siente un hormigueo bajo la piel, la frotáis con una esponja. Habláis con ella, y no la perdéis de vista ni un minuto.
Tú lees las hojas que ha imprimido Schnappi por segunda vez y haces una lista de los medicamentos que podrían ayudarla. Habría que preguntarle a alguien que sepa del asunto. No tienes ni idea de quién puede ser.
Poco antes de que cierren las tiendas, Schnappi y Stinke salen a comprar. Nessi se queda con Taja, y mientras la deja que se tome un baño y la ayuda a entrar en la bañera, tú cambias por tercera vez ese día la ropa de cama y la metes en la lavadora. Schnappi y Stinke regresan con fruta, verdura y zumos. También han comprado palitos salados y CocaCola, porque Schnappi opina que eso siempre ayuda. Para vosotras hay pizza.
Despejáis la mesa del jardín. Acuerdas con las demás que las drogas deben desaparecer de allí, así que, con la ayuda de Stinke, las llevas de nuevo arriba. No te gustaba que Taja estuviera viéndolas allí todo el tiempo.
—¿De quién crees que es todo esto? —preguntas cuando ponéis los paquetes nuevamente en la maleta metálica.
—Eso da igual —dice Stinke—. Algún idiota vendrá a recogerla cuando la eche de menos.
Diez minutos más tarde coméis. Taja intenta mantener la sopa en el estómago, mordisquea unos palitos y se bebe dos botellas de CocaCola. Por un rato todo vuelve a ser como siempre. Es como si Taja sólo tuviera una gripe y pudiera salir a pasear en cualquier momento por el barrio y volver a ser vuestra Taja. El caos se burla de vosotras. Estáis cansadas, dormís a intervalos irregulares, en un sueño siempre inquieto, pero estáis ahí.
El día acaba, llega la noche.
Por la mañana, al día siguiente, Stinke toma una decisión, pero tú no te enteras. Taja duerme arriba, Schnappi se ha acostado en uno de los cuartos de invitados, y tú estás sentada con Nessi y Stinke en el jardín, la casa está en calma. Son las ocho de la mañana y tenéis ojeras. «No vamos a aguantar este ritmo durante dos semanas», piensas, y en eso Nessi pregunta por qué, simplemente, no llamáis a la madre de Taja.
—¿Y qué le vas a contar? —preguntas tú—. ¿Que Taja se está desintoxicando y hace poco que sabe que su madre está viva? Ah, y no olvides decirle que su padre está ahí abajo, metido en un congelador, que por eso no puede ocuparse de su hija.
—Ya sabía yo que habría algún inconveniente —dice Nessi, y bosteza.
Tú la miras. Tal vez sea la falta de sueño, o tal vez estás a punto de tener tus días, pero en cualquier caso nunca Nessi estuvo tan guapa como esa mañana. «¿O será ese maldito embarazo?», piensas, y al mismo tiempo te preguntas cuánto tiempo piensa Nessi ocultar la verdad. Todavía no habéis intercambiado una palabra sensata al respecto. No habéis hablado de si va a abortar o no. De quién es el padre. Qué vendrá después.
—Serás una madre estupenda —dices—. Da igual lo que suceda.
—Eso, si llego a ser madre.
—Sí, claro.
Nessi rodea la mesa y primero te besa a ti, y luego besa a Stinke en la mejilla. Dice que ha sido un bonito intento de tu parte, pero que la discusión queda aplazada, porque ya no puede mantener los ojos abiertos y prefiere acostarse en uno de los cuartos de invitados. Te gustaría seguirla y dejar que el día fluya, pero sabes que es preciso hallar una solución. Taja necesita ayuda con urgencia. Y si nadie reflexiona sobre esa solución tan necesaria, nada se solucionará.
—Quedamos nosotras dos —dices.
—Yo ando como una vagabunda desde hace una hora —te responde Stinke con los ojos cerrados.
Tú levantas los pies y te alegra mucho que nadie te haya dejado embarazada. Y mientras reflexionas sobre tu vida, pequeña y compacta, das una cabezada, y es ése, precisamente, el instante que Stinke había estado esperando. Primero parpadea, luego sus ojos se abren de golpe, está más que despierta. Tú no te enteras de nada. Stinke espera otro par de minutos para que tú te sumas en un sueño profundo, y entonces se levanta y empieza a hacer sus preparativos.
Stinke tiene un plan, pero no está segura de lo que vosotras pensaréis de él. Así que: «Ojos que no ven, corazón que no siente», piensa ella, y antes de que una de vosotras os despertéis, ella ya ha subido a la Vespa, la ha sacado a la calle sin darle, para que nadie oiga el ruido. En el bolsillo izquierdo de su chaqueta está la lista con los medicamentos que tú has copiado de las páginas impresas por Schnappi.
Que nadie diga luego que Stinke no estaba preparada. Tendrías que verla cómo viaja en su moto en esa tibia mañana de jueves por el barrio de Charlottenburg, para convertir a un chico normalito en un mártir de primera.