Te miran asustadas.
—¿Qué pasa? ¿Queríais verlo un rato más? —preguntas, y te alegra que esa puerta esté cerrada. Un muerto ya es tremendo, pero uno metido en un congelador, como un helado, vamos… Todo tiene un límite. Un muerto es un muerto.
—Podrías haber cerrado la puerta con más delicadeza —dice Nessi.
—¿He herido tus sentimientos?
—No los míos, pero quizá sí los suyos.
—Mira, guapa, ése ya no tiene sentimientos.
—Eso lo dices tú.
—Sí, lo digo yo.
—Ah, ¿crees que es así?
—Así es, soy una experta en el tema.
Le dedicas una sonrisa a Nessi, y ella te la devuelve. Entonces recuerdas otra vez lo que estáis haciendo allí, y miras a Taja. Su labio inferior tiembla, tiene los ojos desorbitados. Su padre está metido en ese maldito congelador y tú te dedicas a picarte con Nessi. Bravo.
—Sí, pero su padre está ahí dentro porque ella lo ha metido ahí.
—¿Por qué no cierras el pico? —dice Schnappi, y te hace un corte de mangas. Rute rodea a Taja con el brazo y le dice: —Ven, volvamos arriba.
Taja vuelve a sentir mareos y desaparece en el baño de arriba. Estáis sentadas fuera, agotadas. Te sientes como ese tipo de La naranja mecánica al que le han sujetado los párpados para obligarle a ver películas durante horas y horas. Convulsivamente despierto y bajo descargas eléctricas. En cuanto tuerces el rostro, tarda un tiempo en recuperar la movilidad de la cara.
Son las ocho de la mañana, todavía tenéis la noche metida en los huesos.
Aunque quisieras, no podrías dormir ahora. La cabeza te trabaja sin cesar, tus pensamientos no quieren aquietarse, y para colmo este tiempo…
Los rayos de sol asoman por encima del seto y arañan el jardín como un loco que no se ha cortado las uñas. Es un día deslumbrante, lo cual no tiene mucho sentido. Debería estar lloviendo a cántaros, una tormenta. Los días espléndidos hacen que uno tenga buen ánimo, pero vuestro estado de ánimo es todo menos espléndido.
—Tenemos que dormir —dice Nessi.
Schnappi bosteza con tal fuerza que le cruje la mandíbula. Se frota la mejilla y tiene lágrimas en el rabillo de los ojos.
—Chicas, yo no puedo dormir cuando es de día. No me miréis tan raro, siempre ha sido así. Sólo consigo cerrar los ojos cuando fuera está oscuro.
Estás a punto de decirles que hacía mucho tiempo que no oías una tontería tan grande, pero en eso una arcada que viene del baño te interrumpe.
Nessi se pone de pie al instante, y Rute se le une, tú también las sigues, y sólo Schnappi deja su lindo culito donde está, pues opina que demasiados cocineros estropean el potaje.
Taja está sentada en la tapa del inodoro y no se puede levantar.
—Las piernas no me responden.
La ayudáis a ponerse de pie. Ella no quiere volver a la cama, quiere quedarse con vosotras. De modo que la lleváis al jardín. Schnappi, por supuesto, se ha quedado dormida con la boca abierta, como un bebé en espera de su alimento. Nessi va a buscar agua a la cocina, mientras que tú, con la ayuda de Rute, acolchas una de las tumbonas con unas mantas. La frente de Taja está cubierta con una aceitosa capa de sudor, tiene los brazos llenos de manchas rojas, y aunque se ha lavado hace una hora, de ella emana un fuerte olor. Nessi regresa con el agua, Taja la bebe con avidez. Rute coloca la bolsa con las drogas en una punta de la mesa.
—¿Desde cuándo consumes esa mierda?
La respuesta es tan bajita que tienes que inclinarte hacia delante para entender lo que dice Taja.
—Desde hace un par de días.
—¿Y cuántas veces al día?
—De vez en cuando.
—Taja, mírame. ¿Cuántas veces?
Se miran. Taja mantiene el contacto visual por espacio de dos segundos, pero entonces se pone a mirar fijamente sus manos y confiesa que en los últimos cinco días ha vivido sólo de ese polvo. Nessi tuerce la cara y entrecierra los ojos, lo cual, cualquier otro día, hubiera sido gracioso.
Observas a Taja. «¿Cómo las cosas pudieron llegar tan lejos? ¿Y cómo es que no nos llamó?» Tú eres la que más se reconcome con eso. «Nosotras estábamos ahí.» Taja entrelaza las manos y dice:
—Después de que mi padre… murió, me dediqué a beber, al principio.
Pero luego… luego encontré eso.
Señala con un gesto del mentón la bolsa de plástico. La punta de la lengua asoma entre sus labios. Taja traga como si tuviera algo en la boca.
Nessi le sirve más agua. Ella la bebe, agradecida.
—Me sentaba bien, ¿lo entendéis? Pude tranquilizarme y dormir otra vez, y cuando estaba despierta, tomaba más. Eso me ayudó, me…
Taja alza los hombros y los deja caer de nuevo.
—… sentaba bien.
Tú acercas la bolsa y miras el polvo.
—¿Y qué es?
—Coca o algo así —responde Taja.
Rute cree haber oído mal.
—¡¿Ni siquiera sabes lo que es?!
Taja baja la cabeza. Tú quieres interponerte. Rute puede matar con las palabras. Tal vez debería ser abogada. Le pega. Y si un día todas vosotras acabáis ante un tribunal, Rute estaría allí, con un traje chaqueta, para defenderos, y al final os sentaríais en un jardín, fumando cigarrillos y burlándoos de la ley.
—¿Cuándo tomaste esa porquería por última vez? —quiere saber ella.
—Antes de enviaros el sms.
Rute mira su móvil.
—Hará unas cinco horas entonces. Quién sabe, tal vez te sientes tan mal porque te ha venido el mono.
Taja ríe, y su risa es débil.
—Vaya chorrada, no soy una yonqui.
Vosotras la miráis. Aunque apenas tenéis experiencia con drogas duras, ése era el único tema en las clases al que prestabais mucha atención. Por pura autodefensa, una nunca puede saber lo que se va a cruzar en su camino.
Schnappi despierta de repente y se sienta en la tumbona, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Os mira a todas confundida y dice: —Tías, pensé que estaba en la guerra.
—¿En qué guerra? —preguntas.
—No lo sé. Una guerra es una guerra. Todas estábamos prisioneras, en una casa destruida, una auténtica pocilga en ruinas, y no podíamos salir.
Os señala a Nessi y a ti.
—Tú y tú. Estábamos en una cocina muy vieja, y allí había un zombi o algo por el estilo. Pero no uno de esos que se come a la gente, ése quería otra cosa. Y por una pared chorreaba la sangre, y había vapor, auténtico vapor, debido al calor que había. Y tú…
Continúa, señalando a Taja.
—… tú te escondiste. ¿Por qué te escondías? Eso casi me vuelve loca en el sueño, porque no sabía dónde estabas. ¿Tenéis alguna idea de por qué sueño esa clase de porquerías?
Entonces señala el agua.
—Además, tengo sed.
Nessi le alcanza la botella. Schnappi bebe y se da cuenta de lo pálida que está Taja, y pregunta si se ha perdido algo. Rute se lo dice a las claras: —Taja tiene el mono.
—¡Joder, no soy ninguna yonqui!
—¿Qué cantidad había en la bolsa antes de que te pusieras a consumir?
—No lo sé.
Schnappi mira confundida a sus amigas.
—Su padre está muerto, así que puede ser una yonqui por un par de días.
—Gracias —dice Taja, y se lo cree.
Pero conoce a Schnappi bastante mal. Miss Vietnam asiente satisfecha y hace uno de sus elegantes quiebros a los que jamás conseguirás acostumbrarte.
—Y ahora dime una cosa sinceramente, ¿qué pasa ahora con tu madre?
Taja os mira buscando ayuda, como si alguna de vosotras pudiera frenar a Schnappi. Pero nadie puede hacer eso.
—¿Qué…? ¿A qué te refieres? ¿Qué podría pasar ahora con mi madre?
—Bueno, ella está viva, en Noruega. ¿No vas a llamarla? Seguramente querrá que te vayas a vivir con ella. Es mejor que mudarse a la cuenca del Ruhr. Noruega es genial. Allí a la gente le va estupendamente, aunque su país tiene los índices más altos de suicidio. Pero ¿y eso qué? No se puede tener todo. Quiero decir, si yo fuera tú, lo último que haría sería recoger mis cosas y marcharme a Dortmund. Porque, ¡seamos sinceras! ¿Qué se te ha perdido allí? Así que llama a tu madre, que seguro que se alegra.
—Sigue soñando —le dice Rute.
—¿Por qué?
—Piénsalo un poco. Taja no tiene ningún recuerdo de su madre, ni siquiera la reconocería si coincidiera con ella en un ascensor. Esto no es una serie de televisión, donde al final todos lloran y se abrazan. Taja no puede llamar así, sin más, y ponerse a charlar. Olvídalo. Además, ¿quién dice que su madre realmente quiera verla?
—Una madre es siempre una madre —explica Schnappi.
—¿Sí? ¿Como la tuya? —se te escapa.
Schnappi permanece tranquila.
—Nadie es tan mierda como mi madre —dice ella, y se vuelve otra vez a Taja, abriendo mucho los ojos—. A lo mejor es ella la que se decide a venir aquí.
—¡¿Por qué iba a hacer eso?! —pregunta Taja, asustada.
—¿Porque eres su hija? En fin, si tú fueras mi hija y te hubieran secuestrado durante catorce años, me subiría de inmediato al primer avión y querría verte.
La cara de Taja se derrite, ha desaparecido la alarma, su voz se torna suave.
—Gracias.
—De verdad lo creo.
—Lo sé.
Rute destruye el momento, sensible como siempre.
—Su madre también hubiese podido hacer algo en estos últimos catorce años.
—Hubiera podido, pero no lo ha hecho —dice Schnappi con tono sentencioso.
Nessi suspira.
—Joder, Schnappi, tía, preferiría que te volvieras a dormir. Te estoy escuchando desde hace cinco minutos y me das dolor de cabeza.
—Vosotras me habéis despertado, ¿no? —pregunta Schnappi, mirando a su alrededor. Espanta una mosca y se pregunta si esto es un programa de debates de la tele, y si no es hora ya de hacer algo contra esas malditas moscas.
Fin de la discusión.
Nessi dice que el mal olor es demasiado para ella. Schnappi dice que no soporta las moscas. «Dos flautas en una habitación no hacen una orquesta», piensas, y las dejas a las dos sentadas en el jardín. Sigues a Rute hasta la cocina. Taja insiste en ayudar. Pálida y temblorosa, camina detrás de vosotras y no podéis quitárosla de encima.
El hedor es agobiante. Los paquetes de carne sacados del congelador cubren toda la encimera de la cocina, algunos ya han formando pegajosos charcos de sangre, otros han caído al suelo y han reventado.
—¿Por qué no los has metido en la nevera? —preguntas.
—Quise hacerlo, pero yo…
Taja se encoge de hombros.
—… debo haberlo olvidado.
Cuentas los paquetes y lo dejas al llegar a treinta. Carne podrida, pescado podrido, la cocina está llena de moscas zumbando. Vosotras las espantáis, pero ellas se quedan enredadas en vuestro pelo, e intentan meterse por los huecos de la nariz. Te recuerda unas vacaciones en Creta, cuando tu tía quiso asar unas chuletas. Fuisteis a cenar y os olvidasteis de las chuletas.
La ventana estaba abierta, era pleno verano y hacía un calor abrasador. Por la mañana, la cocina estaba llena de moscas, y ya se retorcían en la carne los primeros gusanos.
—Las moscas deben de haber puesto sus huevos —dices—. Deberíamos sacar toda esa mierda antes de que empecemos a vomitar.
Taja trae unas bolsas de basura y unos guantes de goma. Metéis en ellas los paquetes y respiráis sólo por la boca. Las moscas enloquecen y os asedian, como si estuvierais hechas de luz.
Después de haber sacado fuera la última bolsa con la ayuda de Taja, os quedáis fuera, de pie, mientras Rute friega la encimera y el suelo.
Taja te pregunta si tienes un cigarrillo. Estáis apoyadas la una contra la otra, hombro con hombro. Le das fuego, el tabaco huele mejor al arder que todo lo que has estado oliendo en las últimas horas. ¡Qué bonito sería estar ahora en el patio del instituto, siendo abrumadas por un profesor que os dice que no tenéis permiso para fumar en el patio. Sólo eso, ningún otro problema.
Suspiras. Ya no os sentís como si tuvierais dieciséis, os sentís viejas y cansadas, estáis junto a los contenedores de basura y miráis hacia la ventana abierta de la cocina, como si fuera un cuadro y vosotras fuerais las visitantes de la exposición de arte más aburrida que se hubiera organizado nunca.
Entran moscas, salen moscas. Las manos de Taja tiemblan. Te preguntas cómo te sentirías tú si hubieras estado drogada tanto tiempo. Pero tú ya tienes resaca con dos copas de champán. Taja apoya la cabeza en tu hombro.
—Me siento como una mierda.
—Debiste llamarnos.
—Lo sé.
Guardáis silencio, fumáis, y tú preguntas:
—¿De dónde ha salido esa droga? Quiero decir, nadie tiene, así como quien no quiere la cosa, dos kilos de droga en la despensa.
—Mi padre la estaba guardando.
—¿Cómo que la estaba…?
—No lo sé, Stinke.
Ella aparta la cabeza de tu hombro. Has entrado en territorio prohibido.
Ella deja caer su cigarrillo y lo apaga con la punta del zapato sobre una baldosa. Tú cierras el pico y esperas si ella tiene algo más que decir. Y lo tiene.
—Lo oí hablando de eso una vez por teléfono. Ya sabes, siempre le gustó esa mierda de los gánsters. Y no era por el dinero, él tenía pasta para él y para cuatro más, lo que le importaba era que se confiara en él. Además, le gustaba mucho tener reservas de cosas. Ya has visto el sótano.
Por un momento ella vuelve a ser tu Taja, con ese fuego en los ojos. El mentón levantado, el peinado a lo chico, hasta el lóbulo de la oreja, enmarcando su pálido rostro. No es la primera vez que la envidias por su valor al cortarse el pelo. Podrías estamparle un beso por eso. «Mi Taja», piensas, cuando ella te pregunta si quieres ver las drogas.
El escondite se encuentra en el estudio de su padre, en un rincón situado entre los teclados y una mesa de mezclas. Es una vieja maleta de metal con muchos arañazos. Pensaste que si alguien almacena drogas, debe hacerlo en una caja fuerte, por favor. Lo de la maleta de metal es algo tonto.
Está repleta de trastos y tiene un doble fondo. Sacáis nueve bolsas de ese polvo blanco. También encontráis dos bolsitas de pastillas, seis placas de hachís y varios frasquitos de un líquido marrón.
—¡Guau! —dices, sorprendida.
Por supuesto que hace rato que te has dado cuenta de lo que está sucediendo aquí. Taja pretende descargarse de toda culpa, mostrándotelo todo. Tú eres su testigo y al final podrás decir: «Joder, Taja no tiene culpa de nada, había tanto material que nadie podía resistirse.» A ti te parece bien, lo harías con gusto por ella. Cualquier cosa es mejor que una Taja con los ojos tristes, vagando por ahí, sintiéndose culpable. La visión de las drogas la ha despertado. Tal vez espera que apartes la vista un momento para poder meterse una raya.
«Pero ya puede quedarse esperando sentada.»
Taja cierra la tapa y dice:
—Y aún no has visto el sótano.
La otra mitad del sótano es una bóveda enorme, que recuerda esas películas en las que unas tías sexys esperan a unos tipos de aspecto horroroso para acabar con ellos con un par de golpes de kárate. Por supuesto, las mujeres llevan bikini y están embadurnadas de aceite, y en medio de la habitación hay una piscina. Puedes ver el borde de la piscina a la luz de la puerta abierta. El sistema de ventilación trabaja bien, pero por muy bien que funcione, ese aroma podrías reconocerlo en cualquier parte.
Respiras hondo mientras Taja va palpando la pared, hasta que acciona un interruptor. Un color azul se alza desde la piscina, mientras desde arriba unos leds arrojan unos suaves conos de luz sobre el suelo. Taja se detiene junto al borde de la piscina, la luz azul la envuelve como si fuera niebla.
—No podía hablar con nadie de esto, se lo prometí. Yo tenía mis secretos, y él tenía los suyos. Pero ahora…
Ella guarda silencio, y tú sabes lo que quiere decir: «Ahora que él ya no está…»
Te detienes junto a ella y miras la piscina. Te quedas boquiabierta.
—¿Esto es de verdad?
—Es más que de verdad. La cultiva desde hace años.
—Pero ¡¿en una piscina?!
Te enteras de que la piscina fue el regalo para una deportista que había ganado hacía seis años alguna medalla en la categoría de braza. La relación no duró mucho, y cuando se separaron, el padre de Taja no supo qué hacer con la piscina.
—Y se convirtió en esto.
El suelo de la piscina está cubierto con tierra oscura. A la altura del borde hay unas lámparas de vapor de sodio. Ves un sistema de riego, ventiladores, y sobre todo ello cuelga un sistema de ventilación. Calculas que la piscina debe de tener unos seis metros de ancho y quince de largo. Las plantas crecen en filas perfectas.
—Él mismo plantaba las semillas. Era su pasatiempo.
Con trece años fumasteis vuestro primer porro. Taja jamás os reveló de dónde había sacado la hierba, pero cada vez que se le pedía un poco, ella traía. También ese enigma ha quedado despejado ahora.
—Os hemos buscado por todas partes.
Os dais la vuelta, Rute y Nessi están en el marco de la puerta.
—Ya os he dicho que estaban en la casa —dice Schnappi, y pasa junto a ambas, mira a su alrededor y dice: —¡Esto es puro lujo!
Tú señalas con el pulgar a tus espaldas.
—Pues echa un vistazo a eso.
Las chicas se acercan. Las observas, su reacción es como la tuya, boca abierta, ojos enormes.
—¿Es lo que creo que es? —pregunta Nessi.
—Lo es —dices.
Cuando salís del sótano, estáis un poco mareadas. Un campo de cultivo de marihuana en una piscina tiene ese efecto, es lógico. Las moscas han desaparecido de la casa. Todavía huele mal, probablemente ha impregnado la alfombra y las paredes. La corriente de aire ayuda poco.
Habéis sacado de su escondite las drogas del padre de Taja y las colocáis sobre la mesa. Curiosamente, las pastillas son las que tienen la apariencia más peligrosa. Rute sacude uno de los frascos, pero no lo abre.
—¿Qué será esto?
No tenéis ni la más remota idea.
—¿Y las pastillas?
—Probablemente aquí hay de todo un poco —dice Taja.
Levantas una de las bolsas y la sopesas en la mano.
—Si esta bolsa pesa medio kilo, entonces aquí hay cinco kilos.
—Cinco kilos —repite Nessi, haciendo eco.
—¡Cinco kilos es mucho! —explota de repente Schnappi, que se echa a reír, y luego rompen a reír también Nessi y tú, y Rute, que al principio duda un poco, porque siempre está dándole al coco por todo, al final termina riendo, al igual que Taja, que se os une, y sólo dejáis de reír cuando empieza a doleros el diafragma y os empiezan a correr las primeras lágrimas.
Digamos que son unos cinco kilos de heroína, digamos que son unas trescientas pastillas, incluidas Upper & Downer, éxtasis y speed, PCP y LSD, digamos que hay otros ochocientos gramos de hachís marroquí y seis frascos de tintura de opio de doscientos mililitros. Digamos, también, que, considerando la calidad del producto, todo eso tendría un valor en el mercado de aproximadamente tres millones de euros.
Sí, pongamos tres millones.