Claro que te habías hecho tus ideas acerca de la muerte, pero jamás contaste con la posibilidad de que te sorprendiera de ese modo. Tu ideal había sido siempre una despedida discreta, a una edad muy avanzada. Un baño caliente y la música adecuada de fondo, una botella de vino tinto, y tú te quedarías satisfecho y te irías durmiendo suavemente. En su lugar, lo que te encuentras es una hija furiosa, que te grita, como si fueras lo peor de lo peor.
Jamás debiste dejar que las cosas fueran tan lejos. ¿En qué estabas pensando?
Tu muerte tiene lugar por etapas. Por un momento, Taja está de pie frente a ti, mientras tú apagas el porro y esperas a que ella se tranquilice. Pero al momento siguiente aparece esa oscuridad, y no entiendes lo que ha sucedido. Algo falta. El tránsito. La desconexión. El apagado. Estás muerto sin comprenderlo. Sin embargo, siempre pensaste que habría la posibilidad de comprenderlo.
«¿Muerto?»
Sí, muerto.
La oscuridad se mantiene. Y en medio de esa oscuridad, tu cuerpo empieza a transformarse. De arriba abajo. Y aunque no lo notas, sabes que está sucediendo. Como si tu cuerpo estuviera despidiéndose con un suspiro.
Como si toda luz fuera a desaparecer de él, fluyendo hacia lo lejos, escapándose.
Y cuando la luz regresa, todo sucede de pronto, y te quedas mirando fijamente al techo. Los colores explotan a tu alrededor, y buscas la manera de respirar, decirle a Taja que a lo mejor ése fue el viaje más horrendo de todos.
Pero el viaje aún no ha acabado, sólo acaba de empezar. Todo acaba y comienza con la muerte. Pero en realidad jamás contaste con que te sorprendería así. Si eres sincero, hay muchas cosas en tu vida con las que no contaste nunca: con lo de tener un padre chiflado, que os educó a ti y a Ragnar como un dictador; no contaste con un hermano que te abandonaría cuando tenías doce años; pero mucho menos contaste con la vida que llevaste en Noruega ni con tener una mujer como Majgull. Y de tu hija no vamos ni a hablar.
—¿Papá?
Si pudieras llorar, ahora te echarías a llorar. Joder, tío, cuánto tiempo hace que ella no te llamaba «papá». Y lo dice en serio. No es su voz lo que te lo revela, sino sus pensamientos, sus sentimientos. Los puedes oír. Como si tuvierais una conexión mental. Es un mundo nuevo que se abre para ti, de repente. Cada pensamiento, cada emoción te resulta accesible. ¿Y qué haces con ello? Nada. Eres tan sólo un observador que no puede intervenir. ¿Qué mierda es ésta?
«Una absoluta y jodida mierda.»
Taja te alza, el techo desaparece de tu campo visual, ahora estás otra vez sentado, y ves a tu pequeña. Las yemas de sus dedos te acarician la cara como si pudieras venirte abajo con cualquier movimiento en falso, entonces ella se aparta y sale corriendo. Vergüenza, miedo.
«Pobre chica.»
Y cuando ella huye, tú comprendes por fin lo que ha ocurrido. Sus pensamientos salen revoloteando detrás de ella, te encuentran y tú no los crees. No quieres creerles.
Sientes la presencia de Taja en la habitación antes de verla. Tus ojos apenas te obedecen, del mismo modo que apenas te obedece tu cuerpo. Miras recto al frente. Taja se sitúa justo delante de ti, como si quisiera atrapar tu mirada. No quiere ni pensar en la palabra «muerte». Piensa en todo lo demás.
No quiere tocarte de nuevo. Respira la culpa y desaparece de tu campo visual.
Taja está de nuevo allí. Ha reflexionado. Ha llorado. Sus nudillos están enrojecidos. Debe de haber golpeado contra una pared. Jamás pudo controlar sus sentimientos. Está sentada ahora a tu lado. Sus manos te tocan.
Tú no sientes nada.
No sientes sus manos en tu cuello.
Nada.
Tampoco su cabeza sobre tu hombro.
Nada. Pero sabes lo que está pensando.
«Oigo sus pensamientos, y si los oigo, tal vez funcione…»
Pero no.
«Pero si los oigo y los veo, tal vez ella pueda…»
No, se ha acabado. Finito. No hay avance ni retroceso. Puedes recibir, pero no puedes emitir. Confórmate con eso.
Y de ese modo, fuera, va oscureciendo, y tu hija se apoya contra tu cuerpo inerte, sin vida. Duerme, mientras tú puedes escuchar sus pensamientos como si se tratase de una emisora secreta de radio que sólo transmite para ti. Todavía estás desconcertado. Sabes que has ido demasiado lejos, pero ¿debes acabar así por eso? Tú y tu culpa y tu vergüenza.
Escuchas los miedos de tu hija, su desconcierto, su rabia. Y otra vez surge la pregunta: «¿Podrá él perdonarme? ¿Me perdonará?»
Con tu mirada fija, abres un hueco en el espacio. Un hombre muerto que espera a lo siguiente que va a ocurrir. Y mientras esperas, las células muertas empiezan a disolverse en tu cuerpo. Los enzimas de tus tejidos están como locos. El rigor mortis te abandona. Sólo tu puño sigue aferrado, como una garra, al mando a distancia, no lo suelta. El resto de tu cuerpo cede.
Como si quisiera estar allí una última vez para tu hija, con un suave beso tranquilizador.
Amanece. Taja despierta de un sobresalto y desaparece de tu lado. Está asqueada. Pretende lavarte, y eso está bien, tú hubieras reaccionado igual. Le da asco la muerte.
Cuando regresa, la luz es distinta, el sol ha llegado a la pared de enfrente, han pasado varias horas. Taja aparta el sillón un poco más. Ves su brazo, ves su rostro al borde de tu campo visual. Tu hija no quiere que la mires. Ella echa un vistazo a su móvil, como si allí se ocultaran todas las respuestas. Sus pensamientos son: «¿Qué va a decir Stinke…?»
«¿Llamo a la policía…?»
«¿Llamo al tío Ragnar…?»
«¿O a Rute.. ?»
«¿Espero…?»
«¿A qué espero…?»
«¿Cómo ha podido…?»
«¿Qué pasa si…?»
«Tal vez podría…»
Se chupa el pulgar. Tú pensaste que se le había quitado esa costumbre, y, como si ella pudiera oír tus pensamientos, se limpia el pulgar en sus vaqueros, recoge las piernas y se abraza. Desearías poder sostenerla, porque, claro, la perdonas. Es tu hija. Y aunque nadie se merece morir así, no puedes estar furioso con tu hija. Un padre es un padre.
Pero entonces Taja desaparece de nuevo.
Ves cómo el sol se pasea por el salón. La pared de enfrente se torna oscura, se torna clara.
Oyes una música que llega desde la planta de arriba. Dos veces ha sonado tu jingle de la pasta de dientes en los teléfonos, y luego ha cesado.
Probablemente Taja haya quitado las baterías. Esa música te gusta algo más.
Es Alabama 3. Tú le regalaste el cedé, porque pensaste que una noche se sentaría a tu lado y podríais ver juntos «Los Soprano» y disfrutar de la canción de la serie. A ella la serie le parecía extrañamente tranquila. Así fue como lo dijo: «Extrañamente tranquila.» Pero la música le gustaba.
Ella aparece delante de ti. Ha bebido. Ha saqueado el bar. Coñac, Metaxa, aguardiente. Si la pudieras oler, sabrías que apesta. Ha vomitado dos veces y en cualquier momento irá hasta la nevera y sacará el vodka del congelador. Es como tú, débil, alguien en busca de salvación. Olvidar: la fórmula mágica de los cobardes. Quiere hacerte tantas preguntas, su cabeza es un libro lleno de preguntas, pero entonces se echa a reír, porque sabe que es una tontería ponerse a hablar con un muerto.
—Y ahora me beberé tu vodka —dice, y desaparece otra vez.
El salón se oscurece. Tu hija está en la cocina, bebiéndose tu vodka. El cedé se acaba, el cedé empieza desde el principio.
Woke up this morning.
De noche.
Luz en el pasillo. Taja pasa tambaleándose ante tu campo visual. No ha dormido, tiene las ideas muy confusas, está borracha y ha llorado, y arroja una bolsa de plástico sobre la mesa. Es casi una acusación.
Te sorprende que haya encontrado la heroína. Aunque con la hierba no tenías casi cuidado, la dejabas por ahí, en todas partes, siempre fuiste muy cuidadoso con las drogas duras. Una vez más se ve lo ingenuo que has sido.
Tu hija lo sabe todo sobre ti. Sabe dónde están las drogas, dónde ocultas tus sucios secretos. Es probable que hace tiempo haya descubierto tu colección de porno, y también sabe lo de las cámaras. No te asombraría, con Taja todo es posible. Y si no viene alguien pronto, puede suceder que a la pequeña se le vaya completamente la olla.
Ver a tu propia hija cómo va hundiéndose cada vez más y más, durante dos días, es un puro dolor. Pero oír cada uno de sus pensamientos, y no poder hacer nada, es quizá el verdadero infierno después de la muerte. No desaparecer de verdad, permanecer en un estado en el que uno se entera de todo lo que sucede a su alrededor, ser testigo de una caída, impotente, y sin existir. E ir a la tumba: como alguien que sabe, pero que no puede hacer nada con ese conocimiento. Tras milenios de evolución, dar por fin un paso hacia delante, y no poder conseguir nada, porque ya no se está.
El viernes por la noche, Taja empieza a perder la cabeza poco a poco.
Tal vez sea tu olor, tal vez sean sus dudas. ¿Qué debe hacer? «Hola, mi padre está aquí muerto hace dos días, yo lo maté. ¿Podrían venir a recogerlo, por favor?» Puedes notárselo. Culpa y más culpa. Bebe, apenas come, te observa, observa la heroína. Quieres advertirle, ella no sabe lo que tiene delante. Esa heroína es dinamita. Dinamita pura. Algo así es raro en el mercado. Casi nadie puede permitirse esa calidad, pero quien tiene el dinero, ya no toma otra cosa. Con eso se construyen bombas. Es una bomba mental.
«Por favor, pequeña, no.»
Pero ella lo hizo. Está allí sentada, brindando por ti. Si pudieras, apartarías la vista. Pero lo ves todo. Su euforia, su sueño, ves cómo cobra fuerza de nuevo y luego se desploma, como un globo sin aire. Y ves cómo vomita en el suelo, sin fuerzas para llegar hasta el baño, asqueada de sí misma. Y mientras tanto, explota en una actividad exagerada, caminando con su móvil de un rincón a otro del salón, sin hacer ni una sola llamada, porque quiere aclararlo todo, pero no sabe cómo, pero quiere. Terca y llena de culpa.
Su rostro sobre la mesa, la pajita, que deja un trazado perfecto sobre la madera, el «Ahhh» de satisfacción, y la manera en que se frota la nariz y te mira, para luego decidirse.
Te coge por debajo de los sobacos y te arrastra con mucho esfuerzo escaleras abajo. Llora todo el tiempo. Tu niña llora fuerte. Su plan no es lo que tú te habías imaginado como una despedida de este mundo. Pero será sólo temporal. Así lo esperas. Además, vuelve a hablar contigo. Sus pensamientos son una cosa, su voz es otra.
—No sé qué otra cosa puedo hacer… Yo… Yo no quisiera que vengan y se me lleven. Y… tampoco quiero que tú… No puedo enterrarte, papá, no puedo hacerlo…
Ella vacía el congelador y apila los paquetes de congelados. Carne y pescado. Muchas cosas las has cazado tú mismo, con Tanner a tu lado, muy temprano, por la mañana, en un bosque al norte de Berlín, con un silencio de cuento de hadas, el crujir de las ramas al romperse y, luego, el disparo.
Cuando Taja ha hecho suficiente sitio, te alza para meterte en el congelador.
Si tu cuerpo tuviera todavía el rígor mortis, eso no sería posible. Pero ahora puede alzarte sobre un paquete de pescado y tú casi quedas sentado en la misma posición que en el sofá. Cuando te inclinas, Taja coloca dos paquetes de filetes entre tu hombro y la pared del congelador. Así es mejor, aunque ahora estás un poco inclinado hacia atrás y miras hacia arriba. Taja intenta quitarte el mando a distancia de la mano. No se puede hacer nada, tú no lo sueltas. Entonces ella se inclina hacia ti dentro del congelador, te acaricia la cabeza y te promete que regresará pronto.
—Regresaré pronto.
La puerta se cierra con un chasquido.
Está oscuro.
Estás sentado en medio del frío.
«Pronto» es sólo una palabra.
Y tú estarás sentado en el frío. Sentado en el frío. Sentado y sentado en el frío.
El congelador se abre y se oye un grito. Un grito, luego tres, y al final son cuatro chicas gritando que te miran fijamente desde arriba. Sus gritos se acallan. Estás orgulloso de tu hija, te enorgullece que haya vencido por fin su terquedad y haya llamado a sus amigas en busca de ayuda. Las reconoces, aunque primero tienes que poner orden en tus pensamientos: Stinke-Rute-Nessi-Schnappi. Cada mes, Taja organizaba una fiesta pijama, y tú te marchabas voluntariamente de casa. Cualquier padre que cría solo a su hija debe respetar los deseos de ésta.
Sería bonito que pudieras tranquilizar a las chicas con unas breves palabras: «No es tan grave», les dirías, pero nada de eso sucede, por supuesto. El frío del congelador asciende en hilillos de niebla, y se posa sobre los rostros de las chicas, como si tu alma extendiera sus dedos hacia ellas. El no sentir nada también tiene sus ventajas. Tras cinco días eres un pedazo de carne congelada.
—¿Está muerto de verdad? —pregunta Schnappi.
—¿Piensas que está ahí sentado para refrescarse? —pregunta Stinke, irritada.
—Eso es perverso —dice Nessi, y por la manera en que lo dice sabes que está embarazada. También conoces el nombre del chico que no se puso el condón a propósito, porque pensaba que no pasaba nada por una vez. Y Nessi le creyó. «Pobre Nessi», piensas, y oyes el latido del corazón del no nacido, como un tamborileo susurrado. Sabes lo que será.
—¿Y por qué lo has metido ahí? —quiere saber Rute. Ella es la razonable, la que indaga el trasfondo de todo. En una ocasión quiso que le dijeras si no era infinitamente aburrido malgastar tu talento. Para ella, los jingles eran una porquería comercial. Si no se hubiese tratado de una amiga de tu hija, la hubieras echado de casa, probablemente, ya el primer día.
Te concentras en Taja. Tu pequeña está destrozada. Su cuerpo late lleno de avidez por la heroína, es un sonido sordo y cansado. El corazón se le acelera, sus pulmones trabajan con desgana, le tiembla el mentón y tiene ese sabor amargo en la boca en cuanto piensa en la droga. Y piensa en ella casi sin parar.
«La añora, ella la añora.»
Taja les habla a sus amigas de su miedo a tener que ir a vivir con sus parientes. Sabe que tu hermano jamás la acogerá. Y tiene razón. Ragnar tiene suficiente con su empresa. En cuanto se haga oficial tu muerte, tu Taja se tendrá que ocupar de Taja. Tu pequeña es menor de edad, ¿qué pensará ella?
Una nueva vida en Dortmund. Su tercera vida. Pero Taja no quiere una tercera vida.
—¿Y cuánto tiempo pretendes tenerlo escondido aquí?
—No lo sé, pensé que…
Taja alza los hombros. Desconcierto y miedo.
—En realidad yo no quería matarlo, sólo estaba furiosa y, de repente…
Silencio. Y luego la voz resfriada de Stinke:
—¿De dónde has sacado esa mierda?
—¿Qué mierda?
—¿Quién dice que lo has matado?
—Pero es verdad, está muerto.
Schnappi interviene:
—Sólo porque quieras que alguien se muera, eso no significa que vaya a morir, sólo porque tú lo quieras. Si eso fuera así, la mitad de la ciudad estaría muerta. Joder, Taja, tal vez tuvo un ataque al corazón o un estúpido derrame cerebral. No sería nada extraño, se ponía hasta las cejas de droga.
«Gracias, Schnappi», piensas.
Antes de que Taja pueda asimilar eso último, Stinke vuelve a tomar la palabra. Y aunque ella te ha sacado de quicio más de una vez, en este momento la veneras. Porque ella no encoge la cabeza, porque ella ve, en medio de esa tragedia, el lado cómico. Como ahora, cuando dice: —Tal vez sólo se esté haciendo el muerto.
Su cara aparece de pronto delante de la tuya. Pecas y una pequeña separación entre los colmillos. Ella te saluda: —¡¿Hola?!
«Hola.»
—Eso no tiene gracia —dice Rute.
Stinke desaparece de tu campo visual. Si ahora tuvieras dieciséis años de nuevo, te enamorarías de ella al instante. Porque Stinke es un enigma, y nadie sabe lo que va a hacer después.
—¿Y por eso te colocaste de esa manera? —le pregunta a Taja, pero no espera la respuesta, sino que añade—: Eres idiota. Vivimos en la misma ciudad, ¿lo has olvidado? Si tienes algún problema, puedes recurrir a nosotras y no drogarte. ¿No es eso lo lógico?
—Sí, claro —dice Taja, apocada.
—Déjala en paz, eso no sirve de nada ahora —interviene Nessi—. Es mejor que pensemos en lo que vamos a hacer a continuación.
Todas te miran. Entonces Stinke toma impulso, da un paso adelante y cierra la tapa del congelador de golpe.
«Oscuridad, vieja amiga.»