Como salida de la nada, una mano se posa sobre tu frente y te refresca.
Como salidas de la nada, oyes unas palabras, y esas palabras han sido pensadas sólo para ti.
—Taja, oye, Taja, ¿puedes oírme?
Como si te sacaran de la nada, te alzan hacia lo alto, y te depositan suavemente, como si fueses una pompa de jabón que respira y tiembla, pero que puede reventar al menor contacto erróneo. Sientes el cristal en tus labios, bebes y toses. Y ahí está de nuevo la mano tranquilizadora. Y sientes una respiración en tu oído.
—Taja, despierta.
«Estoy despierta», quisieras responder, pero sabes que es mentira. Estar despierta significa estar en la realidad. Y la realidad es un pajarito que ya no te quiere, desde que has cogido el camino torcido. «Yo ya no existo», quisieras decir, pero tu boca está en huelga, toda tu cabeza está…
—Tía, no tan fuerte.
—No es tanto.
—Si te diera un par de bofetadas, te echarías a llorar.
—Schnappi, cierra el pico.
—Sólo lo digo.
Abres los ojos, tus amigas retroceden, asustadas.
«Son auténticas —piensas—, están ahí de verdad, ellas…»
—Oye, tesoro —dice Nessi.
—¿Qué le pasa en los ojos? —pregunta Rute, como si tú no pudieras oírla. Quieres levantar la mano y frotarte los ojos. «¿Qué les pasa a tus ojos?»
No puedes moverte.
—Tranquila.
Stinke pone una mano en tu tórax, como si tuviera que tranquilizarte.
Quisieras decirle que estás tranquila, pero tus dientes castañetean, tu cuerpo es todo temblores y estremecimientos. Te das la vuelta hacia un lado, y Schnappi ya tiene el cubo listo. Vomitas y vomitas, y cuando has acabado, cuando por fin tienes la sensación de que has acabado realmente, sientes un rumor en tus intestinos y te cagas sin poder hacer nada por evitarlo.
Cuando despiertas por segunda vez, yaces de costado y la puerta del jardín está abierta. Un viento cálido refresca tu sudor y espanta el mal olor de la planta baja. Oyes unas voces y unas risas, luego hueles perfume, y sabes que Stinke está ahí.
—¿Te sientes mejor?
Te das la vuelta, Nessi está sentada en el otro extremo de la cama.
Intentas sonreírle, pero tuerces la cara, tienes los labios secos y agrietados.
Nessi te alcanza un vaso de agua. La bebes con avidez, y te pasas la lengua por los labios resecos.
—¿Cómo…?
Tu voz es un graznido, pero eso no importa, Nessi sabe lo que quieres decir. Te cuenta que, después de recibir tu sms, todas acudieron allí.
Estuvieron llamando durante un buen rato, pero al final entraron por el jardín. Asientes, llevabas días sin cerrar la puerta ventana del jardín. El hedor, sencillamente, era demasiado.
—¿Qué día es hoy? —preguntas, como si el tiempo fuese importante.
—Miércoles. Poco después de las seis de la mañana, el sol acaba de salir. Te encontramos abajo, en el sofá, y te trajimos arriba. Estamos agotadas.
Asientes, notas cómo te corren las lágrimas.
—Lo siento, yo…
—Tranquila. Estamos contigo. Lo importante es que ya te sientes mejor, del resto no tienes que preocuparte. Estuvimos a punto de llamar a un médico, pero Stinke creyó que era una pésima idea.
—Rute también se opuso.
Levantas la vista, Stinke está de pie en el ventanal del jardín, sonriéndote. Rute y Schnappi aparecen a su lado, y de repente estás rodeada de caricias, sientes su calor, su preocupación, y comprendes que jamás te habías sentido tan arropada. Pase lo que pase ahora, ya no estás sola.
Ellas te ayudan a llegar hasta el cuarto de baño. Tus piernas son de goma, en cuanto tensas un músculo, se acalambra. En el espejo ves tus ojos por un segundo. Inyectados en sangre, embotados, parecen una cuchara arañada. La bañera está llena, la espuma burbujea, te dejan a solas. Por un rato te quedas sentada en el agua, sin más, y te dejas envolver por el calor. Te avergüenzas. Ellas te han limpiado la mierda, te han cambiado la ropa de cama y han limpiado los vómitos del suelo. Ya no te sientes muy capaz de hacer nada. Sientes como si se hubiera roto tu vaina protectora y tu piel no fuera más que una delgada capa. ¿Cuánto peso crees que has perdido? ¿Cinco o seis kilos? No quieres ni pensar en ello. Hasta tu pelo parece haber perdido vida, y los huesos de tu mandíbula están como quebradizos, como si tuvieras una enfermedad incurable. Además, te arde el estómago, y cada célula de tu cuerpo pide a gritos la droga. Te pica la nariz, te vibra la lengua, pensar en ese polvo te hace la boca agua. Te atragantas con tu propia saliva. Tu salvación está en el salón, en una bolsa de plástico.
«Podría preguntarles a mis amigas si…»
Olvídalo, se te ha acabado la fiesta.
«Pero…»
Cierras los ojos y escuchas los burbujeos de la espuma.
Nessi ha dicho que es miércoles. «Miércoles», piensas, y no quieres mirar atrás a la secuencia de martes-lunesdomingo-sábado-viernes-jueves-miércoles.
«No.»
Quieres empezar de nuevo con este miércoles. Es el verano en que todas dejaréis el instituto. Es un nuevo comienzo. Piensa en eso. Por un breve minuto lo consigues, luego tu cuerpo empieza a anhelar de nuevo la droga, y tú te hundes en la bañera, como si pudieras esconderte. Contienes la respiración. Y contienes la respiración.
Nessi te está esperando cuando sales del cuarto de baño. Te ha sacado algunas prendas de ropa. Se lo agradeces, porque no puedes decidir lo que debes ponerte. Nessi te ayuda a vestirte y, al final, te aparta el pelo de la frente, te lo coloca detrás de las orejas y te confiesa que tienes muy pero que muy mal aspecto.
—Gracias.
Entonces te rodea las caderas con su brazo y te lleva hasta la puerta.
Allí vacila brevemente.
—Tengo que decirte algo, pero no te enfades.
—En este momento no me hará enfadar nada —respondes, y sabes que es mentira. En tu interior hay un animal hambriento que se ha vuelto loco, que tira de las paredes de tu estómago, que corre desde tus piernas hasta tus brazos, dejándote una miserable piel de gallina por todo el cuerpo, una piel que pica y que desea ser rascada.
«Nada puede sorprenderme.»
Por lo menos eso piensas.
—Estoy embarazada —dice Nessi.
Tus amigas te están esperando en el jardín. Os sentáis alrededor de la misma mesa en la que, dentro de dos días, habrá cuatro hombres reunidos, antes de que empiece vuestra caza. Vosotras no podéis saberlo, todo sería muy diferente si lo supierais en este momento.
Rute te cubre los hombros con una manta. Tu silla está al sol. Tiemblas de frío, aunque hace calor. El aire huele exageradamente a flores. La luz de la mañana te ciega, y quieres cerrar los ojos y dormir hasta que el verano haya terminado.
—Toma.
Schnappi te da una taza de té. Tú preferirías un café.
—Preferiría un café.
—Tiene jengibre. Te dará fuerzas. Yo misma lo machaqué. Mira, ¿lo ves? Casi se me parte una uña, y la prensa de ajos está estropeada. O te tomas mi té o me voy a casa.
Bebes el té. El sabor fuerte del jengibre te anestesia la boca y te hace sudar, vacías la taza y sólo puedes confiar en que Schnappi haya hecho una jarra entera. Tu cuerpo necesita un tratamiento de shock para quitarte la droga de dentro. Y un solo té de jengibre no lo consigue. Dejas la taza vacía.
Schnappi está satisfecha y te pasa su café.
—Buena chica, éste va por la casa.
Bebes con avidez y tienes la sensación de que vas a vomitar de nuevo.
Tranquila, respira, tranquila. Tus amigas esperan. Han visto el salón y la cocina. Quieren saber qué significa todo aquello y cómo es que su mejor amiga ha desaparecido de sus vidas durante una semana sin dejar rastro. Y también les interesa, por supuesto, por qué te has puesto hasta las cejas de droga. Tienen tantas preguntas, que no dicen nada y sólo esperan.
«Si tan sólo supierais», piensas, y miras a tu alrededor, y en ese momento comprendes lo que hacen tus ojos.
Buscan la bolsa de plástico.
Ya no está sobre la mesa del salón. No está en el sofá. «¿Dónde está?»
Tus pulmones se encogen en un espasmo. Te sientes traicionada, la mirada se te pone borrosa. Pero ahora contrólate. Ya has lloriqueado bastante estos últimos días. Ya va siendo hora, de verdad, de que aceptes otra vez la realidad.
«Realidad de mierda.»
Respiras hondo, agarras la taza de café con ambas manos y quieres contarles a tus amigas lo ocurrido, pero no te salen las palabras. Miras fijamente el café. Las lágrimas te corren por la cara. Sientes cómo tu yo se vacía. Te odias por esa debilidad y quieres desaparecer en el sofá y apretar la bolsa de plástico contra tu pecho.
«Pero ¿dónde está…?»
Stinke se inclina sobre la mesa y te pega una bofetada. Levantas la vista, asustada. Todas las demás miran a Stinke, y ella dice: —Tenía que hacerlo.
Tú asientes. Ella tiene razón. Tenía que hacerlo. Te hace bien. Duele y te hace bien.
«Más», piensas, pero no llega ninguna más.
De modo que te levantas.
De modo que caminas delante.
Y ellas te siguen.
La escalera que baja hasta el sótano. En varias ocasiones te sostienes en la barandilla, con un hombro apoyado en la pared, para no caerte.
«Débil, ¿cómo puedo sentirme tan débil?» El sótano está dividido en dos espacios. Entras al que utilizáis como despensa, que es tan grande como la cocina que está arriba. El olor de las manzanas almacenadas es un perfume en comparación con el hedor que hay en la casa. Hay estanterías repletas de botellas de vino y bebidas, latas, cajas y bolsas. Los productos están tan ordenados como en un supermercado. Para tu padre siempre fue importante ser independiente. Llamaba al sótano «su búnker». Está tan fresco que sientes frío. Cuando eras niña, dormías aquí abajo las noches de verano cuando el calor se volvía insoportable dentro de la casa. Tu padre colocó una tumbona, una pequeña mesa y una lámpara para leer. Y cuando te sentías verdaderamente aburrida, traías tus muñecas al sótano y les hacías una nueva casa entre cajas de cartón, al tiempo que te imaginabas cómo caían bombas sobre Berlín, mientras vosotros estabais allí, seguros.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunta Rute a tus espaldas.
Te sobresaltas, habías olvidado por completo a tus amigas. Concéntrate.
Te detienes delante del congelador, pones la mano sobre la tapa.
Cuando hablas, tu voz es un susurro:
—No sabía qué otra cosa podía hacer con él.
Todo acaba y empieza con la muerte. Eso no es ninguna frase sabia especial, es un hecho. Tu primera vida fue breve y acabó con la muerte de tu madre. Tenías dos años, el coche volcó y acabó en una zanja. Tu madre murió por el choque, tu padre lleva una cicatriz en la frente a causa de aquello, pero a ti no te pasó nada. Seguiste durmiendo en el asiento trasero.
«Fue un milagro», decía la gente. Desde entonces detestas los milagros.
Tu padre no quiso quedarse en Noruega después del accidente, por eso regresasteis a Alemania. Berlín fue vuestro destino, porque el hermano de tu padre vivía allí. El tío Ragnar.
De nuevo la familia estaba otra vez reunida.
Entonces comenzó tu segunda vida.
Tus recuerdos de los primeros años en Berlín son relativamente vagos.
Durante un tiempo vivisteis en Friedenau. Todavía recuerdas bien el patio interior, los altos árboles, la mucha gente en la calle. Todavía recuerdas incluso cómo se llamaba una vecinita: Tina. De ese tiempo no te ha quedado mucho más. Los recuerdos de tu madre se solapan con esos primeros años en Berlín, como si ella hubiera estado presente.
Poco después de que cumplieras los seis años, tu padre compró la casa en Frohnau, y tú empezaste la primaria. En aquel otoño empezó tu verdadera vida, y también tu padre encontró su camino. La música siempre había sido su debilidad, compuso sus primeras piezas y convirtió su pasión en un oficio.
Visto desde fuera, todo parecía ir bien, del mejor modo. Pero lo que tu padre hacía, la gente que conocía, la pérdida de su gran amor, todo ello lo rodeaba como de un aura negativa, y te la pasó a ti. La desconfianza se convirtió en tu compañero de juegos. Todo podía acabar en cualquier momento. Nada era seguro. Aprendemos de nuestros padres, y aunque tu padre asumió los dos papeles, no fue capaz de sustituir a tu madre. Y, vamos, tú también se lo ponías difícil. Sin entender en realidad el porqué, te sentías como un trozo de mierda. Como si tu madre hubiera muerto a propósito, dejándote sola. Como si ésa fuera la verdad y tú no valieras nada.
Hasta llegar a la secundaria, solías cubrir de regalos a cualquier chica que entablara amistad contigo. En la guardería, en primaria, en el vecindario.
Les dabas todo lo que tuvieras a mano: muñecas, libros, cedés, juguetes.
Pensabas que de ese modo podías asegurártelas. Pero sucedía lo contrario.
Entre tus brazos, ellas apenas podían respirar, y pronto se buscaban otras amigas. Y no te devolvían tus regalos. Y eso te dolía en el alma. Habías leído que el que daba recibe siempre el doble. Pero tu padre te hizo saber que esos dichos habían salido de la porquería de la Biblia y que no significaban nada.
Él te decía: «Si le tienes mucho cariño a algo, no debes dárselo a nadie, porque, sea lo que sea, tu corazón siempre lo echará de menos.» Sabías que hablaba de tu madre. Pero no entendías lo que quería decir en realidad, porque, a él tu madre se la habían arrebatado, él no se la había entregado a nadie.
La carrera de tu padre era imparable, y en eso desempeñó un importante papel su hermano, pues él le proporcionó los contactos con las emisoras de radio y televisión. Tu tío Ragnar fue siempre el héroe de tu padre, pero nunca fue el tuyo. En el fondo, tú no le caías bien, y él tampoco hacía ningún esfuerzo por ocultártelo.
Mucho antes de que llegaras a la secundaria, tu padre ganaba más dinero del que había imaginado ganar jamás. Lo tenían muy bien considerado como compositor en el ramo de la publicidad, y todo lo que hacía tenía éxito. Sin embargo, nunca era suficiente. El estar satisfecho no formaba parte de su filosofía de vida. «Un corazón roto es un corazón roto, y no puedes hacer nada», decía siempre, con énfasis, lo que, a fin de cuentas, era sólo una coartada para sus excesos con las drogas y sus constantes cambios de pareja, mujeres que entraban y salían, y nunca se quedaban. Y en el medio estabas siempre tú: la chica que había perdido a su madre. La chica solitaria que no hallaba su lugar en este mundo.
Tu autoestima estaba por los suelos, pasabas de un estado de melancolía a otro, escuchabas la música adecuada y escribías poemas sobre la soledad y la muerte. No cabía duda de que acabarías en algún momento tumbada en el sofá, con la cara llena de piercings y cicatrices en los brazos si al pasar a la secundaria la suerte no se hubiera puesto de tu parte haciendo que te asignaran a la clase correcta.
Allí encontraste a tus amigas.
La primera que estaba allí era Stinke, que durante las clases introductorias en el anfiteatro se inclinó hacia ti y te preguntó si por casualidad tenías un jodido támpax, que se iba a desangrar y sus pantalones eran requetenuevos. Rute y Schnappi se unieron en el patio, Nessi se cambió medio año después a vuestro instituto y ya estuvisteis completas.
Tus amigas te aceptaron desde el principio. Eras para ellas una chica interesante, adoraban tu melancolía y tu voz quebradiza cuando cantabas algo acerca del fin del mundo. Tú eras el contrapeso a sus locuras, y las hacías regresar a la tierra cuando se elevaban demasiado sobre las nubes. Y también eras su estrella, en parte porque tu padre escribiera esos tontos jingles que todos conocen. Y luego también estaba el vínculo familiar con Darian. Y aunque tu primo te cae tan bien como su padre, el parentesco tiene sus ventajas. Darian te ignora del mismo modo que lo hace su padre, tú eres la primita pequeña que en Navidades también recibe un regalo, pero nada más.
Pero así y todo, hay una ley no escrita. Los vínculos de sangre siguen estando ahí, y tú puedes entrar con tus amigas en cualquier club. Los porteros nunca ponen dificultades, porque saben quién es tu primo.
Si ahora dijeras que te has sabido entender con tu padre, sería una mentira. Cada uno de vosotros habéis vivido más o menos a vuestra bola. Él te dio todas las libertades para poder tener su vida, y eso es lo único que todavía valoras de él. Aunque a veces te ha molestado que no te pusiera límites, estuviste satisfecha con ese arreglo. Hasta que hace una semana sonaron sus teléfonos.
Vacilas, miras a tus amigas, las ves cómo te observan, cómo te escuchan. Entonces te llenas de valor, superas ese límite infranqueable e invisible y les hablas de lo ocurrido el pasado miércoles. Sin omitir detalle.
Fue por la mañana temprano, no tenías clase hasta más tarde, tu padre estaba en su estudio, en la buhardilla, y tú oías la música desde abajo. La casa es lo suficientemente grande como para que podáis evitaros sin dificultad durante todo el día. Te habías preparado unos sándwiches y te habías sentado en el salón con un mapa de Europa. A finales de agosto querías viajar por varios países, con tu guitarra, tocando en las calles y conociendo las diferentes culturas. Sentías curiosidad, y tenías la sensación de que el mundo se pondría a tus pies. Te marcaste una ruta y empezaste a buscar albergues juveniles. Sabías lo que querías ver, y tenías una tremenda confianza en que tus amigas también te acompañarían. Desde hacía un año habías estado preparándolas. Aunque ellas decían que lo del Interrail sonaba interesante, ninguna de ellas se tomaba los planes en serio. O como decía Schnappi: «Prefiero dormir en mi cama.» Tal y como estaban las cosas en ese momento, tendrías que viajar sola, pero eso también estaba bien. Te esperaba la aventura.
París era un sueño, y Madrid, naturalmente, y también tendrías que encontrar el valor para hacer una excursión de un par de días a Noruega, no sólo para ver la casa donde naciste, sino también para visitar la tumba de tu abuela. Ese mero pensamiento hacía que te sudaran las manos. Aunque en todos aquellos años ninguno de los parientes de Noruega se puso en contacto con tu padre ni contigo, pervive en ti una vaga fantasía: la de que llegas a Ulvtannen y ves el hotel en la playa, y todos van a reconocerte de inmediato, acogiéndote como a una de ellos. Todo parece posible si tú lo haces posible.
Eres libre. No tienes ningún novio formal ni tienes una profesión que te interese. Tu padre es de la opinión de que toda persona que cumple los dieciséis debería conquistar el mundo, así que tenías luz verde por su parte.
Tu curiosidad por el mundo es el único aspecto en común que compartes con el tío Ragnar. Cuando éste se enteró de tus planes, te dio un sobre con quinientos euros. Nada parecía poder detenerte. Pero entonces sonaron los teléfonos.
No eres ninguna fan de los tonos de los móviles, y mucho menos desde que la gente puede descargarse canciones. Todos quieren tener su melodía, todos quieren ser especiales y diferentes, pero esa circunstancia los hace a todos iguales. El hambre de originalidad. Tu padre no era en eso ninguna excepción, con la única diferencia de que él usaba como tonos de sus teléfonos sus propias composiciones, y ésa, precisamente, la detestabas. Era el jingle de una pasta de dientes para niños.
Estabas sentada en el sofá, viajando por Europa con el dedo, y acababas de instalarte en Portugal. Y entonces sonó la melodía.
Tu padre tenía cuatro líneas de teléfono fijo distribuidas por toda la casa, y todas las llamadas se desviaban a un mismo número. Él no quería ser uno de esos idiotas que llevan siempre un teléfono colgado del cinturón, de modo que se convirtió en un idiota que deja que sus teléfonos suenen por todas partes, sacando de quicio a todo el mundo.
Uno de los teléfonos empezó a llamarte desde la cocina. Y después que oíste aquel jingle por quinta vez, sin que el buzón de voz de tu padre hubiera saltado todavía, tomaste impulso y te pusiste de pie de un salto.
Entonces el teléfono dejó de sonar.
No obstante, fuiste hasta la cocina. El procedimiento era siempre el mismo. Sacabas la batería y la dejabas junto al aparato. Tu padre jamás se quejó. Estabas a punto de abrir la tapa de la batería, cuando el teléfono sonó de nuevo. Soltaste una palabrota, la batería se atascó, el teléfono seguía sonando, y entonces el jingle se acalló y una voz de mujer dijo: — Vi bør snakke.
Le diste la vuelta al teléfono a causa de la sorpresa. Debes de haber apretado la tecla de aceptar llamada después de que tu padre cogiera el teléfono. Por espacio de unos segundos, te quedaste mirando a la pantalla, antes de pegarte el auricular al oído.
—… med mig tysk —dijo tu padre.
—Como quieras —dijo la mujer en alemán—, pero no olvides que ella era su abuela.
—Sé quién era, pero ya no tiene nada que ver con nosotros.
—No digas «nosotros» —le dijo la mujer—, ya no tenía nada que ver contigo. —Tu padre guardó silencio, creíste oír que le rechinaban los dientes, tal vez fueran interferencias—. Es su herencia —siguió diciendo la mujer—, por lo menos podrías admitirlo.
Entonces tu padre explotó.
—¿Admitir? ¡Como si yo no hubiera admitido nada! ¿Sabes lo que puedes hacer? ¡Métete esa herencia por el culo! ¿De dónde has sacado el número?
Ahora fue la mujer la que guardó silencio. El silencio empezó a prolongarse, y entonces tu padre, en voz baja y amenazante, dijo: —Te lo advertí. Y te lo advierto otra vez: ¡no vuelvas a llamar aquí nunca más!
—Entiendo.
—¿Qué quiere decir con que «entiendes»? ¿Es que me estás escuchando? ¿Te enteras de lo que te estoy diciendo? ¿Sabes lo que quiere decir que no vuelvas a llamar nunca más?
—Lo siento, pero sabes que…
—¡Mira, que te den! —la interrumpió tu padre—. Que te den, y vete a la mierda con tus jodidas explicaciones. ¡No necesitamos esta mierda tuya! ¡¿Me entiendes?!
Con esas palabras tu padre cortó la comunicación y tú te quedaste a solas con la respiración de la mujer. En ese momento hubo una sospecha que se encendió en ti como una llama, como una cerilla encendida en la oscuridad. La mala conexión, la voz de la mujer, el nerviosismo de tu padre.
«Han estado hablando en noruego.»
Era como en un pésimo melodrama: unos parientes que te buscan para que regreses al seno de la familia. Tenías ganas de decir algo, pero entonces la mujer también colgó. Demasiado tarde. Te sentías tan perpleja que no eras capaz de apartar el teléfono del oído. Los pensamientos se sucedían unos a otros. Oíste un rumor en la línea, y al hacerlo miraste por la ventana hacia la entrada del garaje. Reaccionaste de nuevo cuando tu padre apareció en la puerta de la cocina y preguntó por qué no estabas llamando con tu propio móvil.
—¡Eh, hola! ¿Estás todavía en este planeta?
Aún estabas allí, y se lo demostraste lanzándole el teléfono. El aparato lo golpeó en el hombro y aterrizó en el suelo. Las dos baterías saltaron y rodaron hasta llegar a tus pies.
—Pero ¿¡a ti qué te pasa!? —preguntó tu padre, riendo.
Estaba borracho, y cuando estaba borracho no se tomaba nada en serio.
Tenía en la cara esa estúpida sonrisa que se suponía que hacía que se le disculpara todo.
—¿Quién era ésa? —preguntaste.
—¿Quién era quién? —preguntó él a su vez, y estiró la mano por tu lado para abrir la puerta de la nevera. Tú empujaste la puerta y volviste a cerrarla.
—¿Quién era esa mujer del teléfono?
Él retrocedió un poco, entonces te apartó a un lado, con decisión, sacó una botella de agua y cerró la nevera.
—No tengo ni idea de quién me estás hablando.
Bebió directamente de la botella al tiempo que te observaba por el rabillo del ojo.
—Lo he escuchado todo —le confesaste.
—Mala chica —dijo él.
—¿Quién era ésa?
—Una de tus tías.
—¿Qué tía?
—La tía…
Hizo un gesto con la mano en el aire. Mentía tan mal que daba pena.
—Joder, ¿cómo se llama?
—¿Me estás puteando?
—¿Cómo podría?
Él cerró la botella y se encogió de hombros.
—Ahora no me viene a la mente el nombre.
—¿¡Acabas de hablar con ella y no sabes cómo se llama!?
—Pues eso parece.
—¿Y por qué habéis discutido?
—Ya sabes cómo son los noruegos.
—¿Qué yo sé…? ¡¿Qué?! ¡Cómo voy a saber cómo son los noruegos si jamás he conocido a ninguno!
—En eso tienes razón —dijo él, y rió de nuevo.
Tú le quitaste la botella.
—¡Eh, oye, todavía tengo sed!
—Ahora vas a hablar conmigo.
—Pero si estoy hablando contigo.
—¿Quién estaba al teléfono?
Él te miró como si quisiera responderte, pero entonces empezó esas perfectas maniobras para cambiar de tema, maniobras que tú conocías tan bien. Murmuró que se sentaría un rato a ver la televisión.
Y dicho esto salió de la cocina y fue a sentarse un rato delante del televisor. Sabías que el alcohol no era su única droga. Una vez te había explicado que ninguna musa de este mundo era tan buena como un buen colocón. Fuera lo que fuese un «buen colocón», tu padre siempre necesitaba, para ello, vodka, cocaína y un montón de hierba.
Recogiste las baterías del suelo y las pusiste de nuevo en el teléfono; intentaste tranquilizarte, pero entonces lo seguiste hasta el salón, donde estaba él, sentado en el sofá, haciendo zapping. En cuanto encontraba algo de publicidad, se apoyaba hacia atrás, satisfecho, y esperaba a ver si ponían algún anuncio con sus jingles.
—Te voy a estar dando la lata todo el día con eso —lo amenazaste.
—Pues que te diviertas.
Te plantaste delante del televisor. Tu padre alzó los brazos, enfadado.
—¡Esto es injusto!
—¿Qué edad tienes en realidad?
Él te apuntó con el mando a distancia e hizo como si te cambiara de canal.
—Oskar, ¿quién estaba al teléfono?
—Joder, deja eso, ya sabes cuánto detesto que me llames Oskar.
—Dame una respuesta.
Él se rascó la nuca con el mando a distancia.
—Es algo complicado, hablamos de eso mañana, ¿de acuerdo? ¿O qué tal pasado mañana? ¿O te lo escribo? ¿Qué te parece?
Tú no te moviste del sitio. Contaste hasta veinte en tu cabeza, y entonces dijiste: —¿Qué es lo que he heredado?
—Joder, ¡es verdad que has estado escuchando!
—Claro que he estado escuchando, te lo he dicho, estuve escuchando.
¿Es que no oyes lo que te digo?
—Te oigo, te oigo. Lo oigo todo. Es el hotel, ¿de acuerdo? Lo has heredado. ¿Satisfecha?
—¡¿El hotel de la playa?!
—Y ahora no te me vuelvas loca. Es un hotel viejo, necesita reformas.
Pero si ahorras bastante y le pides un poco de dinero prestado a papá, tal vez lo puedas reformar.
—¿Qué?
Sentiste mareos. Te hundiste en uno de los sillones. Tenías el corazón a mil. Era el único hotel de playa del mundo sin una playa. «Mío.» Veías en tu mente las fotografías. La gravilla delante de la entrada de coches en pendiente. El enorme abeto del norte que arrojaba su sombra sobre la fachada. Ves a tu madre delante de él, saludando a la cámara. Ves una cortina ondeando en una ventana. Con el fiordo y las montañas en el fondo.
«¿El hotel de la playa sobre el acantilado? ¿Es mío?»
Tu boca estaba de pronto reseca. Noruega te llamaba.
—Sé que ahora esto es duro para ti —siguió diciendo tu padre—, pero ¿por qué crees que no quería contártelo?
Entonces él apagó el televisor y dejó aparte el mando a distancia.
Entonces empezó, con toda calma, a liarse un porro. Del mismo modo que tenía repartidos teléfonos por todas partes, en cada habitación había unos pequeños estuches de madera con papel y hierba. El ritual te era familiar, y tu padre esta vez no habló hasta que el porro ya estuvo ardiendo entre sus labios.
—Tal vez deberíamos hablar.
—De acuerdo.
—Tal vez ya sea hora. Eres mayor, puedes soportarlo.
—Dios mío, ¿qué vendrá ahora?
Él te ofreció el porro, pero tú negaste con la cabeza, él tomó una segunda calada y, al soltar el humo, dijo: —Deberíamos ser sinceros.
—Odio cuando dices eso.
Él te miró dubitativo.
—Tal vez todavía no estés preparada.
—Oskar, estoy preparada.
—Bien, es bueno oírlo.
Tú te inclinaste hacia delante en el sillón, apoyaste los codos en las rodillas y tus piernas te temblaban.
—¿Qué ha pasado?
—Lo del accidente de tu madre…
Tu padre echó una tercera calada al porro.
—… eso no fue así, aquello fue una mentirilla.
—¡¿Qué?!
Él se pasó la mano por la frente.
—Esta cicatriz me la hice nadando. Un idiota de la otra clase me tiró desde el trampolín de tres metros. Se llamaba Roland o algo así. Pero luego él…
—¡¿qué has dicho?!
Tú no querías gritar, pero tu voz salió de ti con un ímpetu incontrolado.
Tu padre guardó silencio y miró hacia el jardín, como si hubiera alguien allí que pudiera salvar la situación. Pero no había nadie, por supuesto. Cuando él volvió a hablar, su voz estaba llena de tristeza.
—Ella por entonces tenía a otro, ¿entiendes? Quería separarse y quedarse contigo. En fin, que yo te cogí y me largué. A eso no se le puede llamar abandono. Tampoco fue un secuestro, porque tú eras mi pequeña. Tu madre pensaba que ella podría acusarme de algo, pero ella no conocía a los abogados de Ragnar. Además, nosotros todavía estamos casados oficialmente, así que tendría que aclarar todas esas cosas, lo del derecho de custodia, etcétera.
Tu voz era ahora un suspiro:
—¿Mamá está viva?
—Te lo estoy diciendo.
—¡¿Mamá está viva?!
—¿Es que hay eco en esta habitación?
En ese momento supiste qué era quedarse paralizada. Las piernas, los brazos, la cabeza. Sólo los pensamientos se movían, borrando esas tres palabras. «Mamá está viva.» Y a veces sonaba como una pregunta, y otras veces como una respuesta. Y entonces explotaste: —¡¿cómo pudiste mentirme?!
—Fue por necesidad.
—¡¿necesidad?!
—Taja, ella tenía a otro, ¿qué podía hacer yo? ¿Dejarte con ella y ver cómo era feliz con el otro? Vivíamos en el campo, jamás hubiera funcionado.
¿Debía ver cómo lo llamabas «papá» y te apartabas de mi camino en la calle?
Para mí todo eso era inaceptable.
—Pero… hubieras podido…
—Claro que hubiera podido contártelo antes, pero entonces te habrías marchado con seis años, para ir a visitar a tu madre. No, deja eso. Ahora ya has acabado el instituto y puedes hacer lo que quieras. Eres una adulta, puedes asimilarlo. He hecho las cosas lo mejor que he podido.
—¡¿Que has hecho qué?!
Él miró su porro y lo apagó. No pensaba repetirse, así que cogió el mando a distancia y encendió de nuevo el televisor, como si vuestra conversación hubiera terminado. Y entonces te levantaste, te inclinaste por encima de la mesilla de centro y, con rabia contenida, le preguntaste una vez más a tu padre quién era la persona que había estado al teléfono. Y tú tuviste que oírlo.
Él no apartó la mirada de ti.
—Era tu madre, que vive en Ulvtannen, y quería…
—¡eres un miserable pedazo de mierda!
—Oye, escúchame, lo hice por tu bien…
—¡te odio! ¡quisiera verte muerto!
—Joder, Taja, cualquiera puede…
Él se quedó sin habla, veía las lágrimas en tus ojos, veía tu rabia, y a través de su colocón y de su ignorancia, debió de comprender que estabas hablando muy en serio. Te vinieron ganas de agarrar el estuche de madera y golpearlo con él. Jamás has sido violenta, sólo una vez te pegaste con una chica de la clase de al lado, porque ella la había tomado con Rute. La violencia no es una solución, eso lo sabe cualquiera. Pero ese día comprendiste por primera vez lo que conduce a la violencia: la decepción, el desamparo, la debilidad.
Tu padre lo vio todo en tus ojos, y un cambio se produjo en él: en su rostro, en su mirada. Se encontraba en estado de shock. Se hundió en el sofá y suspiró. Una vez. Oíste un crujido. La mano derecha le empezó a temblar, su mano izquierda era como una garra que sostenía el mando a distancia, apretándolo tan fuerte que el plástico se había roto.
—¿Papá?
Él sólo te miraba. No parpadeaba. Era como si hubiera visto algo en ti que no había visto nadie hasta entonces. Oscuridad. Su boca se abrió y se cerró de nuevo. Estaba allí sentado, inmóvil, y su mirada siguió siendo por unos segundos su mirada, hasta que algo desapareció.
Ese día no tuviste ni idea de lo que había desaparecido, y ahora, que se lo estás contando a tus amigas, te oyes susurrar que tal vez pudo haber sido su alma: por un momento, el miedo centelleó en los ojos de tu padre, pero al momento siguiente faltaba algo, tenía la mirada vacía, perdida, pero aún clavada en ti.
Y así fue como mataste a tu padre.