¿Cómo un chico normal se transforma en un mártir en dos días? Todo empieza con el joven completamente desorientado y desconcertado en medio de la noche, en medio de Berlín, en una calle, y con un casco de moto en la cabeza. No está realmente furioso, aunque una desconocida acaba de largarse con la Vespa de su tío. Hay un aleteo nervioso en su pecho, como si un pájaro moviera sus alas por primera vez. Hay allí un anhelo, aunque ni siquiera conoce el nombre de la chica, y aunque ahora alguien le dijera que la chica se llama Stinke, al chico ese nombre hasta le parecería romántico. Está feliz. Ella ha hablado con él, ella lo ha mirado, ha estado junto a él. Puedes llamarlo cursilería o ceguera. Puedes llamarlo «tonto» o, simplemente, «amor». Lo llames como lo llames, esa chica te ha cazado. Pero eso no te convierte en un mártir, ¿o sí?
A la mañana siguiente, el tío Runa está sentado en vuestro piso, a la mesa del desayuno, leyendo el periódico deportivo esloveno Ekipa. Lo compra en un kiosco de Kaiserdamm. Lo traen unos conductores de autobús que viajan de Zagreb a Berlín y paran en Eslovenia. A menudo el periódico tiene una semana de retraso, pero eso no le molesta al tío Runa. Dice que necesita ese contacto con la patria. A ti te parece que si necesita ese contacto lo mejor sería que se largase a Eslovenia. Ver a tu tío por la mañana temprano en la mesa, con el periódico en la mano, es una visión deprimente, porque tu padre hacía exactamente lo mismo antes de desaparecer. Una mañana y otra.
—¿Cómo fue todo ayer? —pregunta el tío Runa sin levantar la mirada.
—Como siempre —respondes tú, y piensas en la Vespa. Si tu tío se entera de que ha desaparecido, harás como que no sabes nada, y así saldrás del apuro. El tío Runa, a fin de cuentas, también sale de apuros durmiendo en vuestra casa cada dos noches. Tu madre afirma que, de lo contrario, no tendría a nadie con quien desayunar. Las personas más solitarias del mundo son también las más miserables mentirosas.
Coges una taza. El café sabe a quemado. Le añades un poco de leche, una tostada salta de la tostadora, la pones encima de tu plato y le pones un poco de embutido ahumado. El tío Runa alza la nariz, carraspea y sigue leyendo. Tú miras por la ventana y reprimes un bostezo. Ésta es tu vida, y nada indica que pronto serás un mártir.
Vaya día más aburrido. En el instituto, buscas a la chica, pero ella no aparece. Por la tarde te reúnes con la pandilla. Darian no dice una palabra sobre el fiasco de la noche anterior. Tiene un poco mejor el labio inferior, y la herida sobre el ojo ha hecho costra. A los otros les dice que una de las pesas se soltó y casi le arranca la cabeza. Los tíos se lo creen todo, lo cual no te ayuda demasiado, porque Darian te margina. Lo que hiciste ayer fue una cagada, y ahora él te lo hace pagar, y sólo te pregunta por qué no le has devuelto la llamada esa mañana, y entonces recuerdas que tu móvil ha desaparecido.
—Pues consíguete uno nuevo —dice Darian—. Los únicos que no tienen móvil son los vagabundos.
Quiere ir a los billares, así que vais. El día va llegando a su fin, y Darian desaparece a eso de las nueve con Marco y Gerd, pues quieren recorrer los clubes. Aunque el miércoles es un día soso, es mejor que quedarse dando vueltas por ahí sin hacer nada. La vida de ellos se separa en esas horas de la tuya, como una carretera rural de una autovía. Tú emprendes el camino hacia el trabajo, excitado y nervioso, y es la primera vez que sientes curiosidad por la noche que vive al otro lado del mostrador.
—Vaya, por una vez eres puntual. —Así te recibe el tío Runa.
Te quitas la chaqueta y te pones el mismo delantal con el cocinero sonriente. El tío Runa está apoyado contra una pila de cajas de cerveza, y espanta los mosquitos con su respiración. Desde que ha empezado el verano, fuma puros, y el mal olor te hace pensar en pañales llenos de mierda que han estado mucho tiempo al sol. Tu tío no tiene ni pajolera idea de que su Vespa, la que está a sus espaldas, ya no es una Vespa. La bicicleta estaba junto a la estación, tan oxidada que el candado se abrió cuando le diste la patada.
Nadie va a echarla de menos. Luego la cubriste con la lona. Se parece a la Vespa, sólo que es un poco más delgada.
Al cabo de una hora, el tío Runa, por fin, te deja solo. Empieza la espera. Ella vendrá, lo sabes, vendrá y te devolverá la Vespa, y entonces por fin podrás saber su nombre.
Hasta las tres de la madrugada lo crees.
A la mañana siguiente, el tío Runa está sentado de nuevo en vuestro piso, ante la mesa del desayuno, leyendo la misma edición de Ekipa.
—¿Algún problema?
—Ninguno.
Coges una taza. El café sabe a quemado. Le añades un poco de leche y pones un poco de embutido ahumado en tu tostada. Son las nueve y media, sólo tienes clase a tercera hora, y no tienes prisa. El tío Runa te muestra su taza, tú le sirves más, entonces él arruga la nariz y continúa hojeando el periódico. Todos los días son iguales cuando la chica de tus sueños no se deja ver. Miras por la ventana y desearías conocer su nombre.
Diez minutos después escupes la espuma en el lavabo y te preguntas por qué la pasta de dientes tiene que hacer tanta espuma, pero en eso tu madre golpea la pared.
—¡¿Y ahora qué pasa?! —gritas.
Ella está sentada en el salón, con un cigarrillo en la mano, con los pies sobre la mesilla de centro. Entre los dedos de los pies tiene una bolitas de algodón de color azul claro, y la pintura de uñas recién extendida brilla, húmeda. El olor te da mareos, esa mezcla de química y humo de cigarrillo por las mañanas es demasiado para ti. En el cenicero ya hay seis colillas, pero lo mejor es que cierres el pico y no digas nada. Tu madre te entrega el teléfono como si fuera un calzoncillo sucio; lo ha encontrado debajo de tu cama. Detesta que tus amigos te llamen al fijo. Debes usar tu móvil, la línea del fijo debe permanecer libre. Desde que tu padre se largó con otra mujer, tu madre espera cada día que él la llame. No es que quiera saber cómo le va ni lo que está haciendo. Sólo quiere insultarle.
O como te dijo una vez: «Quiero decirle a ese cerdo lo que pienso, sólo entonces podré morirme en paz.»
—¿Sí? —dices en el auricular.
—¿Cómo es que no saltaste y te sentaste detrás?
Sabes enseguida que es ella. Te alejas de tu madre y vas a tu habitación.
Tu corazón funciona a toda velocidad, y te preguntas cómo ha conseguido tu número. Tu madre te grita que vas a llegar tarde a clase. «A la mierda», piensas, y cierras la puerta a tus espaldas, el auricular pegado a la oreja.
—¿Es que ya no puedes hablar o qué?
—Yo… Yo sí que puedo hablar. Pero la Vespa que te llevaste no es mía, es de mi tío.
—Oh, pobre tío.
—Pero…
—Bueno, no vayas a cagarte ahora en los pantalones, te devolveré ese cacharro, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Si me ayudas.
—¿Qué?
—Tenemos un problema. Mis amigas y yo. Necesitamos medicamentos, y, ya sabes, me resulta difícil ir a una farmacia sin una receta y pedirlos ¿sabes? Y tú, bueno, tú sabes de eso.
Sus palabras siguen resonando.
«Tú sabes de eso.»
Debe saber que eres amigo de Darian.
Una mierda más.
—¿De dónde has sacado mi número?
—Adivínalo.
Ella te confunde, te pone nervioso, quisieras echar a reír, quisieras decirle que anoche estuviste esperándola cada minuto y que se lo perdonas todo. Pero mejor te callas la boca.
—Tienes un número guardado como «Mamá». Y puesto que pareces alguien que vive con su madre…
Ella no sigue hablando, puedes completar el resto de la frase en tu mente. Ahora ella no sólo tiene la Vespa de tu tío, también te ha robado tu móvil. Y te ha ofendido.
«Bueno, ¿y qué?»
—Y otra cosa, no te he robado la Vespa —añade ella—, la he tomado prestada. También te devolveré tu móvil.
—¿Cuándo? —te apresuras a preguntar.
Oyes el sonido de un claxon y miras por la ventana. Vuelven a tocar el claxon. Miras hacia la calle. Está sentada en la Vespa, sonriente, con el pelo largo recogido en una trenza, con una de esas gafas de sol de cristales extra grandes sobre la nariz, de modo que su cara casi desaparece tras ellas.
Te recuerda a la mujer de algún mafioso de alguna película de los años setenta. Ella te mira desde abajo, con tu móvil en la mano.
—¿Sorprendido? —la oyes decirte al oído, y entonces le da al motor y tú rompes a reír, y no puedes parar de reírte. Tal vez sea histeria. O tal vez sea que te sientes demasiado feliz. Quisieras gritarle que está como una cabra, que está como una auténtica cabra, pero entonces se oye un bramido.
—oye, zorra, ¿¡qué haces en mi vespa!?
Miras a la derecha. El tío Runa está asomado a la ventana de vuestra cocina. Tiene la cara roja, levanta un puño y lo sacude.
—¡baja de ahí ahora mismo o te voy a matar!
La chica hace lo que haría cualquiera, sea la mujer de un mafioso o no.
Pisa el acelerador y se marcha de allí tan campante, entre el ruido de la moto.
Su trenza roja es como una bandera ondeando tras ella.
Por hoy puedes olvidarte de las clases. También deberías ignorar el cabreo de tu tío.
—¡¿La has visto?! ¡¿Ésa era mi Vespa, no?!
—Tonterías.
—Mirko, ¿qué quieres decir con «tonterías»? Yo reconozco mi Dragica en cualquier parte. ¿Cómo es que esa zorra tiene mi Vespa?
—Tío Runa, ésa no era tu Vespa —le dices, para tranquilizarlo, y murmuras que ahora tienes que irte al instituto. Coges tu mochila y sales corriendo del piso, antes de que él pueda hacerte más preguntas. Esperas ver a la chica en la calle. Pero la calle está vacía. Dos chavales avanzan de frente hacia ti, vienen pateando un vaso de cartón, se lo pasan.
—¿Habéis visto a una chica en una Vespa?
—Tío, yo todavía estoy dormido —dice uno, mientras que el otro te rodea como si fueses una farola.
Das la vuelta a la manzana corriendo. Ella necesita tu ayuda, te ha telefoneado, no pretende desaparecer así sin más.
«Por favor, otra vez no.»
Escupes. Desde que ella ha insinuado lo de Darian, tienes un mal sabor en la boca. Es algo tan amargo como la envidia, tan salado como el rencor. Tu colega no tiene muy buena opinión de ti. ¿Por qué esto te pasa precisamente ahora? ¿Por qué ocurrió hace dos días? Hace un par de días erais todavía uña y carne, y no había cobardes que se hubieran escondido debajo de un coche.
Dos esquinas más allá, ella está sentada en la Vespa, junto al bordillo.
—Sabía que vendrías —dice ella, y te entrega el móvil.
—¿Y la Vespa?
—¿Me vas a ayudar?
—Te ayudaré, pero necesito que me devuelvas la Vespa.
Ella se baja, monta la moto sobre el estribo y te entrega la llave y un papelito.
—Ésa es la lista.
Abres el papel.
«Oxazepam. Tilidina. Naloxon. Nemexin. Clometiazol.»
—Vaya. ¿¡Piensas abrir una farmacia!?
Ella no sonríe. Se coloca las gafas de sol sobre la nariz, tiene la piel hinchada bajo el ojo izquierdo.
—¿Quién te hizo eso?
—Ése no es el asunto.
—¿Alguien te ha golpeado?
—No te precipites, fue un accidente.
Entonces da unos golpecitos en el papel que tienes en la mano.
—¿Puedes conseguirme algo de eso?
Miras de nuevo la lista. No sabes qué medicamentos son ni de dónde puedes sacarlos, pero te lo callas. Si te preguntara si puedes conseguirle uranio, se lo conseguirías.
—Algo conseguiré, no te preocupes —le aseguras, y casi la miras con ojos suplicantes—: ¿es todo?
Ella de repente sonríe, es una sonrisa triste. Dice que eso será todo, y te suena como si lo sintiera, como si sintiera no querer nada más de ti.
«Ilusiones, Mirko, puras ilusiones.»
—¿Cuándo puedo recoger el material?
—¿Esta noche?
—¿Eso es una pregunta?
—Una propuesta.
—Esta noche entonces.
—¿A las siete?
—A las siete estaría bien. Puedes invitarme a un helado.
—¿Un helado?
Ella señala tu móvil.
—Tienes mi número ahí, llámame cuando sepas dónde hay buenos helados.
Dicho esto, se pone de nuevo las gafas, se acomoda la mochila en la espalda y se va, pasándote por el lado. «Esta noche a las siete», piensas, y te quedas mirándola hasta que ha desaparecido por una esquina, y sólo entonces recuerdas lo último que te ha dicho. Nerviosamente, examinas la lista de contactos de tu móvil. El nombre te llama la atención de inmediato: «Stinke.»
«¿Qué? Por favor, ¿quién puede llamarse Stinke?»
Ella te coge la llamada al segundo timbre.
—¿Has olvidado algo?
Ella no pregunta quién llama. Sabe que sólo puedes ser tú.
—La heladería de la Krumme Strasse —le dices.
—Bien, allí estaré.
—¿De verdad te llamas Stinke?
—¿Y de verdad tú te llamas Mirko?
—Pero ¿por qué Stinke?
—Porque huelo bien.
No sabes cómo huele. Deseas entonces que estuviera ahora delante de ti, para poder hundir tu nariz en su nuca.
—¿Algo más?
—¿Para quién son los medicamentos?
Ella guarda silencio, oyes su respiración, el silencio se prolonga.
—Para mi amiga, no está muy bien y tenemos miedo de que muera — dice ella finalmente, y corta la comunicación.
Estás de pie al borde de la calle y te sientes increíblemente satisfecho contigo mismo. «Stinke.» Besas tu móvil, sí, lo besas. Esa chica te tiene comiendo de su mano, te va a anular. No tienes nada en contra de desaparecer por ella. Por ella lo harías todo, incluso convertirte en nada. Ha nacido un mártir.