RAGNAR

La casa huele fatal, a carne podrida, y os preguntáis de dónde puede salir ese hedor. La cocina, sorprendentemente, está limpia, y hasta han fregado el suelo, mientras que el salón, por el contrario, es un basurero. Han movido el sofá, los sillones están volcados, hay cristales rotos por todas partes y vómitos sobre la alfombra. La mesa está cubierta de pajitas de colores, latas de refrescos y platos con restos secos de comida. Se ve el rastro de un polvo blanco entre las ranuras de la madera, y supones que se trata de tu heroína. Todo parece indicar que ha tenido lugar una fiesta.

—Parece como si hubiesen celebrado una fiesta —dice Leo.

—Lo mismo acabo de pensar yo —dices.

Leo señala hacia fuera.

—Pensé que nos sentaríamos al aire libre.

La mesa del jardín está a rebosar. Leo ha traído dulces, café y panecillos de la panadería. Junto a los platos hay unas servilletas.

Leo sabe lo que te gusta. Aunque la situación no lo exige, deseas mantenerte en tu línea de acción. Tus hombres no deben pensar que algo es diferente sólo porque tu hermano esté muerto en el sótano y la mercancía haya desaparecido.

Tanner y David ya están sentados. David ha abierto el notebook. Leo sirve café. Si ahora tu hermano saliera y preguntase si alguien quiere zumo de naranja recién exprimido, todo sería como siempre.

—¿Hay conexión?

David vuelve hacia ti la pantalla. Tanner rodea la mesa junto con Leo.

La imagen es en color. Tu hermano siempre adoró estos juguetes electrónicos.

Las cámaras están bien ocultas y distribuidas por las habitaciones, la resolución de las imágenes es muy nítida. Sabes que aquí se han filmado con esto algunas pelis porno privadas. Tu hermano no tenía vergüenza. Unos sensores de movimiento activan las cámaras en cuanto alguien entra en el encuadre. Un disco duro de dos terabytes guarda las grabaciones. David dice que él todavía no sabe lo lleno que puede estar el disco, ni hasta qué día se remontan las imágenes, pero va a ocuparse de eso de inmediato.

—Enséñanos el sótano —dice Tanner.

David conecta las cámaras de las distintas habitaciones: la cocina, el salón, y por un momento os veis sentados en el jardín, el baño de abajo, el baño de arriba, los dormitorios, la buhardilla, el garaje, y, finalmente, el sótano. Puedes ver la piscina y al chico, que la mira fijamente, como si la piscina fuera un oráculo. No se ha movido de su silla. «Esto no va a tardar mucho», piensas, y ya te dispones a pedirle a David que aparte el portátil, para que podáis desayunar en paz, pero Tanner se te adelanta.

—Vete una imagen atrás.

David hace clic. Veis el garaje. Tanner resopla.

—Creo que tenemos otro problema.

Ves lo que quiere decir.

—¿Dónde están sus coches? —preguntas.

—El Mercedes está en el taller —dice David—, Oskar lo dejó allí la semana pasada, pensaba que el sistema electrónico estaba funcionando mal.

—¿Y el Range Rover?

Nadie responde. Miráis el garaje abandonado.

—¡Eh! ¡¿Dónde está el Range Rover?!

—No lo sé —dice David.

—Llama al taller y averígualo.

David pretende levantarse, con gesto exageradamente solícito.

—¿Qué haces? —le pregunta Tanner.

—Pensé que…

—Siéntate y desayunemos en paz. El chico es ahora lo más importante.

David vuelve a tomar asiento, empuja el portátil hacia el final de la mesa para mantenerlo a la vista. Leo pregunta si alguien quiere el cruasán.

Tanner lo comparte con él. Intentas concentrarte en la comida. Tus pensamientos hacen lo que quieren. No se te va de la mente la cara de tu hermano. Su mirada inerte. Conoces esa mirada. La reconocerías en cualquier parte.

«Parecía tan sorprendido.»

—¿Alguna idea de por qué Oskar está en ese sótano, congelado, con un mando a distancia en la mano?

Por supuesto que nadie sabe lo que sucedió aquí. Eso te inquieta. Si el chico no estuviera en ese sótano, tú mismo verificarías de inmediato las grabaciones de las cámaras durante los últimos días. Es tu deber saberlo todo, tenerlo todo bajo control. ¿Qué pasaste por alto? Partiste de la idea de que la chica iba a escucharte. Tendrías que haber contado con que algo se torcería. El chico en el sótano es ahora tu única esperanza para arrojar algo de claridad en este enigma.

Miras el reloj.

Al chico le quedan todavía diecinueve minutos.

El tiempo siempre fue para ti algo importante. El tiempo fue durante años una cerca de alambre de espinos erigida por tu padre, cuando os encerraba durante cinco días a la semana, aislándoos del mundo exterior. Los fines de semana la verja se abría, y la vida normal retornaba. En esa vida normal ocurrió, finalmente, que un buen día, después de ocho años sin tener ni idea, te encontraste con tu padre realmente.

¿Recuerdas cómo era recorrer las calles con quince años? ¿Recuerdas cómo todo parecía perecedero, y vivías con el temor de que después de aquello no hubiera nada?

Vivías para llegar a los fines de semana, porque esos dos días significaban libertad. Nadie hablaba sobre ello, nadie comentaba dónde estaría tu padre durante ese tiempo. En una sola ocasión, Oskar se atrevió a preguntar y tu madre se llevó rápidamente el índice a los labios, como si con ello pudiera responder a todas las preguntas. Viste la tristeza en sus ojos y comprendiste que ella no se diferenciaba en nada de vosotros: también vuestra madre lo soportaba todo y no sabía lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Tu compasión se fue transformando con los años en mera rabia.

Una madre no tenía derecho a no tener ni idea de lo que pasaba. Debía proteger a sus hijos. Debía saber lo que estaba ocurriendo.

Los fines de semana hacías exactamente lo mismo que tu padre, y desaparecías de casa sin dar explicaciones. A los quince años ya no creías que estuviese realizando misiones secretas ni que trabajara para el Ejército; a los quince intentabas pensar lo menos posible en él. Habías pasado la noche en la casa de unos amigos de Brema y habías vivido otra realidad. Habías bebido, fumado porros, habías visto un montón de vídeos guarros, y sólo esperabas cumplir los dieciocho para poder huir de tu vida.

Y entonces él se cruzó en tu camino.

Menuda sorpresa te llevaste cuando, después de una noche de juerga, un domingo por la mañana, en la cola de la panadería, viste pasar a tu padre por delante del escaparate. Tu reacción fue espontánea. Saliste corriendo de la panadería y lo seguiste con la mirada. No tenía nada de especial que tu padre pasara por allí. Ni siquiera en Brema. Pero lo curioso era aquel niño pequeño que llevaba de su mano derecha, y la mujer que llevaba a su izquierda. Tu padre llevaba al niño de la mano, la mujer iba cogida de su brazo.

No era tu madre, no era tu hermano.

Sólo cuando doblaron la esquina, saliste corriendo, y cuatro calles más abajo los seguiste hasta un edificio de pisos de alquiler. Los viste ir al patio trasero a través del pasaje interior. El chico caminaba delante, la mujer seguía a tu padre. Tú te detuviste en el patio y observaste sus siluetas, los viste subir por la escalera hasta la tercera planta.

La semana siguiente fue como todas las semanas. La pesadilla de vuestras vidas no varió, aunque había sido eso lo que habías esperado.

Estabas seguro de que tu padre te calaría y lo averiguaría todo.

No sucedió nada.

Durante cinco días te mordiste la lengua.

El viernes por la noche desapareciste de casa, y el sábado por la mañana estabas a la espera, vigilando las ventanas del edificio de alquiler.

Al chico, a la mujer, a tu padre.

Sólo querías echarles un vistazo a los tres. En eso, te engañaste todo lo que pudiste, pero estuvo bien, porque la situación era extraña para ti. Lo que es extraño, ha de ser observado, te había enseñado tu padre. No sabías lo que querías, sólo sabías que al final te causaría dolor.

Cuando salieron del edificio, tú estabas al otro lado de la calle. Tu padre se mostraba muy diferente. Lo veías reír, veías cómo le acariciaba la cabeza al chico, y luego lo viste besar a la mujer. Con amor.

Tu padre no era tu padre.

Tuviste que apartar la vista.

Delante del cine y frente al Burger King, delante de una librería, de una floristería, delante del supermercado y de la carnicería. Los seguiste a todas partes y, finalmente, los seguiste de vuelta al edificio. Estabas muerto de hambre y de sed, pero no comiste ni bebiste nada. Sabías que eso te distraería.

Te distraería de tu rabia y tu desamparo, que pugnaban en tu interior como dos fuerzas enfrentadas, provocando un oleaje oscuro dentro de ti.

Hora tras hora.

Sólo cuando se estaba acercando la medianoche y todas las luces se apagaron en aquella tercera planta, te diste la vuelta y fuiste a ver a un amigo. Dormiste inquieto esa noche, y el domingo por la mañana, a las siete, ya habías ocupado otra vez tu puesto.

El edificio despertaba.

Sabías que ahora estarían desayunando, charlando, con la radio puesta y la tostadora escupiendo tostadas. Un domingo más en tu vida. Te sentías tan solo que se te escaparon las lágrimas.

A las doce y media la mujer salió con el niño del edificio.

Saliste a la calle. No querías que te vieran en el patio. Pasaron a tu lado y el niño dijo:

—¿Y qué tal si vamos a tomar un helado?

La mujer rió y continuó caminando con el chico.

El pasillo del edificio olía a pintura reciente y a sisal. En cada descansillo había un árbol de plástico, las ventanas estaban limpias, nada parecía gastado. Subiste las tres plantas y viste que tenías dos puertas donde elegir.

A la izquierda vivía F. Hommer. A la derecha había un cartelito de latón, con letra cursiva, que decía: «Desche.» Pasaste el dedo sobre tu apellido y pensaste: «Así que vivo aquí.»

Necesitaste diez minutos para poder llamar al timbre.

Él llevaba una camisa blanca y unos pantalones de lino de color azul.

Estaba descalzo y parecía alguien que acaba de llegar de la playa. Jamás habías visto descalzo a tu padre. Llevaba en una mano un periódico y en la otra un bolígrafo. No pudiste mirarlo a los ojos. Lo estudiaste como si fuera una criatura sin cabeza. Viste cómo los dedos de los pies se le encogieron por un momento. El periódico en su mano empezó a temblar. Te llamó la atención el anillo de casado, y te lo imaginaste quitándose el viejo anillo cada vez que os dejaba en la otra casa y poniéndose ése. Te preguntaste si era tan fácil para él cambiar de una familia a la otra. Y te preguntaste por qué. Ésa era la pregunta que no te dejaba en paz ni un instante.

«¿Por qué?»

—¿Ragnar?

Hasta su voz sonaba distinta. Más pequeña, más insignificante. Una voz sin amenaza ni peligro. Simplemente una voz. Y aun así, no pudiste mirarlo a los ojos.

—Joder, chaval —dijo, y dio un paso atrás.

Tal vez fuera una invitación, o tal vez no, el caso es que pasaste por su lado y entraste al piso. Con los hombros tensos y encogidos, las manos cerradas en dos puños. La puerta se cerró. El ruido de los pies descalzos en el parqué. Él te tocó en el hombro.

Sus palabras fueron inseguras.

—Esto tiene que haber sido una sorpresa para ti.

«Está nervioso», pensaste, y quisiste formularle muchas preguntas, quisiste reprocharle muchas cosas, pero al final no llegaste a hacerlo, tus instintos asumieron el control. Puso una mano en tu hombro. «Peligro.» Ni siquiera te diste la vuelta. Tu codo se le clavó en un costado. Cuando tu padre se dobló, lo cogiste por los pelos y lo lanzaste a través del pasillo. Se golpeó con uno de los armarios. Las dos puertas se abrieron, unos juegos saltaron al exterior, una pelota de tenis amarilla rodó por el suelo. La boca de tu padre exhaló un jadeo. Y antes de que pudiera levantarse, le habías torcido el brazo derecho detrás de la espalda. Eras el hijo de tu padre, él te había entrenado, y tú sabías lo que había que hacer. Un poco de presión bastó, y de pronto él estaba de puntillas, con los pies chirriando sobre el parqué, cuando lo empujaste hacia el salón. Un sofá grande con los sillones a juego, un televisor encendido, pero sin el volumen, un balcón. Tuviste ganas de arrojarlo por el balcón. Pensaste en reventarle el televisor en la cabeza. Pero tenías muchas preguntas.

Lo soltaste.

Él se desplomó y cayó al suelo, se sostuvo el brazo y no dijo ni una palabra, mientras tú estabas de pie, sobre él, sin poder mirarle todavía. Tu respiración no estaba más acelerada, ni siquiera estabas nervioso, sólo un pensamiento descabellado te inquietaba.

«¿Qué pasa si su verdadera vida es ésta y yo no existo realmente?»

Sus ojos buscaban los tuyos, mientras que tú tenías la mirada puesta en su pecho, que se elevaba y hundía con su jadeante respiración. Y entonces tuviste ganas de arrancarle ese corazón miserable, y preguntarle cómo había podido haceros todo aquello. Él supo lo que estabas pensando y te dijo:

—Tú no lo entenderías.

—Yo no quiero entenderlo —fue lo que te salió de la boca, y por la manera en que lo dijiste, supiste que era verdad. A veces toda explicación es innecesaria, lo aprendiste ese día. Ese pensamiento no te ha abandonado desde entonces.

«Hay acciones que no se pueden justificar ni perdonar.»

Y entonces tu padre te agarró.

Puedes permitirte algunos momentos de ingenuidad cuando tienes diecisiete, cuando te mima una chica de veinte años. Ahí puedes mostrarte ingenuo y estar al descubierto. Ahí puedes cerrar los ojos y creer en la bondad del hombre. Ahí sí. Pero no delante de tu padre. Ahí no.

Se puso de pie tan rápidamente que tú no tuviste tiempo para darte cuenta de que su debilidad sólo era fingida y que esperaba a que tú bajaras la guardia. Una mano te agarró por el cuello, el otro brazo fue contra tu pecho, y te incrustó contra la pared, golpeándote una, dos veces, de modo que uno de los cuadros cayó y se hizo añicos en el suelo. Los ojos de tu padre eran dos ranuras. Conocías y temías esa mirada. Tu yo se encogió, tus piernas se ablandaron y se negaron a seguir sosteniéndote.

¿Qué te habías pensado? ¿Querías jugar a ser juez? Tu padre estaba llevando otra vida, sí, engañaba a tu madre y vivía en un piso diez veces mejor acondicionado que el vuestro. ¿Y qué? ¿Habías olvidado quién era? Es el padre, el maestro y el torturador. Él puede hacer y dejar de hacer lo que le dé la gana. Él es Dios, es el mundo, es el aire, y si quiere, puede quitarte el aliento y borrarte del mapa.

Entonces él se te rió en la cara, y tu miedo se convirtió en una llamarada, y todos los años bajo su puño se encendieron dentro de ti. No debió sonreír de aquel modo. Tu rodilla se alzó y se le clavó en el estómago.

Apartaste su mano de un golpe, y tu puño le acertó en la garganta. Dio unos traspiés hacia atrás, no podía respirar, te arrastró consigo al suelo. «Porque si él se hunde, me arrastrará.» Le barriste las piernas, su presa se aflojó, resbaló a lo largo de la pared y aterrizó de espaldas sobre el parqué. El golpe retumbó en todo el piso. El rostro de tu padre se tiñó de rojo oscuro. Y durante todo ese tiempo estuvo mirándote, con esa mirada de sorpresa. Te miraba como luego, años más tarde, te miraría Oskar cuando ya estaba muerto, después de que le levantaras el párpado. Esa pregunta, por qué.

Había algo en los ojos de tu padre, una profundidad que tú no habías notado antes. Una respiración pesada y ruidosa se escapaba de su pecho, y de pronto se quedó allí tumbado, sin moverse. Tú mantuviste la distancia y lo observaste. Todo era posible: que fuera otro engaño, o que estuviera muerto.

«¿Sabe él lo que yo pienso?»

Hasta eso sabe.

Con cuidado, te inclinaste sobre él, y de nuevo oíste esa respiración ruidosa. Luego silencio. La boca de tu padre se abrió y se quedó abierta.

Entonces te agachaste junto a él y esperaste a que saliera otra vez esa respiración.

Pero nada.

Acercaste tu cara a la suya, algo te observaba desde la oscuridad de sus ojos, algo se movía hacia ti. Le sostuviste la mirada, no tenías miedo: ni a la oscuridad, ni a tu padre.

Y luego ese algo desapareció también, la mirada de tu padre se quebró y se volvió opaca. Su último aliento te golpeó en la cara.

Café, polvo, algo corrupto, algo ácido.

«¿Huele así la muerte? ¿Es que estoy oliendo su jodida alma?»

Te levantaste, tomaste aire profundamente y te marchaste.

Aunque tal vez «marcharse» no sea la palabra adecuada. Del mismo modo instintivo que reaccionaste con violencia ante la cercanía de tu padre, también instintivamente emprendiste la fuga. Ya no había vuelta atrás. En tu cartera había once marcos y unas monedas, no tenías más. Caminaste sin rumbo por Brema. No querías hablar con nadie, no querías ver a nadie, y te reencontraste a ti mismo en la salida de una autovía. No te interesaba adónde condujera aquella autovía, lo único importante es que habías comenzado algo.

Seis horas después te bajaste de un coche en Berlín. Tu primo mayor vivía allí, pero no conocías su dirección, ni siquiera estabas seguro de si tenías ganas de visitarlo. Seguro que se habría alegrado de alojar en su casa al asesino de su tío.

Berlín era un buen comienzo, y 1981 fue un buen año para mudarse a la gran ciudad, porque todos hablaban de Berlín, el último refugio de quienes se negaban a hacer el servicio militar, la metrópoli salvaje. Tú también tenías tus propias ideas románticas. Berlín era para ti la ciudad de la libertad, aunque estuviera rodeada de muros. «Una ciudad como mi vida.» Aquella idea te gustaba.

La primera noche dormiste en el parque del Tiergarten. Por la mañana caminaste por Berlín y la ciudad se esforzó en vano para gustarte. Todo en ti estaba embotado y como amortiguado. La rabia había quedado relegada a un segundo plano, y había dejado sitio al desamparo. No obstante, ni pensaste por un segundo en regresar a casa.

En la Wittenbergplatz comiste unas patatas fritas en un kiosco y te pusiste a contemplar a la gente que salía del metro, que desaparecía por sus bocas, hora tras hora. No había entre vosotros ninguna relación. Tú no eras uno de ellos, y ellos te ignoraban.

Cada vez que habías hablado con tus amigos acerca de Berlín, salía el tema del barrio de Kreuzberg, el de la vida alternativa, el sueño de ser un anarquista. Le preguntaste al dueño del kiosco cómo podías llegar a Kreuzberg.

La línea uno del metro te llevó hasta la Kottbusser Tor. Saliste de la estación y, al ver la calle, los edificios y la gente, supiste que habías llegado al sitio correcto. Por fin la ciudad reconocía tu presencia. No pasaron ni diez minutos. Una chica te abordó y te preguntó si tenías fuego. Fue tu primer ángel de la guarda. En los años siguientes iban a ser tantos ángeles que por un rato el cielo tuvo que cerrar sus puertas. Algunos de esos ángeles desaparecieron para siempre de tu vida. Uno de ellos, por lo que sabes, está haciendo la calle, dos son madres, y hay otro que anda chutándose por España.

El ángel número uno se llamaba Natasha y fue una experiencia completamente nueva para ti. No era como las chicas de Brema. Más energía, más placer. Te bebiste sus gestos y sus palabras con avidez, pero ni siquiera puedes decir si era guapa o no. A ti no te importaba la belleza, te importaba esa forma particular de energía. Le diste fuego y ella se puso a tontear contigo, te escuchó y se mostró tan urbanita que te sentiste como un tonto de pueblo con los zapatos llenos de estiércol.

Caminasteis por Kreuzberg, ella te enseñó todo lo que había que ver.

Tuviste la sensación de que ella estaba allí solamente por ti, y cuando quiso saber si buscabas dónde dormir, tú la miraste y pensaste: «¿Es que soy tan fácil de calar?» No quisiste hablarle del pueblucho del que acababas de escapar. Te preocupaba que tus problemas sonaran lastimeros e infantiles.

Así que te encogiste de hombros y tu ángel te tomó de la mano, literalmente, y ese mismo día aterrizaste en un viejo edificio con vistas al parque Görlitz, y allí viviste los siguientes ocho años.

—¿Ragnar?

Levantas la vista. David señala la pantalla del portátil. Han transcurrido catorce minutos desde que dejasteis al chico solo. Él ya no está sentado en la silla, camina a lo largo de la piscina, de un lado a otro. Te recuerda a los animales del zoológico, que se vuelven locos poco a poco en su cautiverio. Hay un nombre para ese comportamiento; pero antes de que lo recuerdes, Tanner dice:

—Es una lástima. Le das un par de minutos a ese memo, y se pone a hacer lo que hacen todos los memos.

Le habéis dejado su móvil, el truco más viejo. Cuando un recluso ve una ventana abierta, trepa para escapar por ella. En eso no sirve de nada tener un coeficiente de inteligencia de más de cien, y dado que, desde el primer momento, el chico no te pareció demasiado inteligente, aquello no fue una sorpresa. David sube el volumen. El chico está hablando por teléfono. Tu hermano siempre apostó por la calidad, se entiende perfectamente cada palabra. Sería mejor si no tuvierais sonido. Sientes tu rabia. David se ruboriza. Nadie dice nada, porque no hay nada que decir. El niño pone fin a su llamada. David cierra el portátil. Todos lo habéis escuchado. Tanner se levanta de la mesa.

—¿Os dejamos solos?

Tú niegas con la cabeza. Aunque nadie puede verlo, se ha abierto delante de ti una pendiente. Tus piernas te llevan, tu corazón bombea aceleradamente y la razón ya no tiene nada que decir. No puedes pensar en detenerte. Entrégate a ese ritmo y confía en no tropezar y caerte. Detestas no tener elección.

—David, averigua hasta dónde se remontan las grabaciones de las cámaras y adónde ha ido a parar ese Range Rover. Y contacta con el patólogo forense de la Clínica Humboldt. ¿Cómo se llama?

—Fischer.

—Eso. Necesitamos un certificado de defunción para Oskar y el certificado del registro civil. Quiero tener esos papeles hoy encima de la mesa.

David asiente y guarda el portátil. Es hora de mandarlo a paseo. No tiene por qué verlo todo. Esperáis a que se haya ido, sólo entonces emprendéis el camino del sótano. Te entregas al ritmo. El final de la pendiente te espera. Todavía respiras tranquilo.

El joven está sentado de nuevo en la silla y mira fijamente a la piscina.

No sabe marcarse faroles, sus hombros le delatan. Se da la vuelta cuando vosotros entráis por la puerta.

—Conozco a esa chica sólo desde el martes por la noche —dice él, rápidamente, con agitación, como si hubiera estado practicando una y otra vez la frase y ahora se sintiera aliviado de haberla soltado por fin.

—Eso es un comienzo. Entonces, la conoces desde hace tres días. Muy bien. ¿Dónde puedo encontrarla?

—Eso no lo sé.

—Te lo preguntaré otra vez. ¿Dónde puedo encontrarla?

—He dicho que no lo sé.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—De verdad, la conozco sólo desde el martes por la noche.

—Yo no te conozco ni hace media hora y ya sé tanto sobre ti que tengo hasta dolores de cabeza.

El chico mira fijamente el suelo. Tú miras a la piscina y piensas que ya es suficiente, y le dices a Tanner:

—Dame tu arma.

Tanner saca la automática de su sobaquera y te la entrega. Oyes el inquieto roce de los pies de Leo. Ha cogido esa costumbre en las últimas semanas, y tendrá que quitársela pronto, porque ese nerviosismo suyo te pone de los nervios. Quitas el seguro y le pones el cañón del arma al chico en la cabeza.

—Levántate.

Él se pone de pie, le tiemblan las rodillas.

—Por última vez, ¿dónde está esa chica?

El chico no se atreve a volver la cabeza hacia ti.

—Mírame.

Él tuerce la vista para tenerte en su campo visual. Y entonces lo reconoces. Es algo insignificante, casi invisible. Pero tú lo reconoces. Él sonríe.

En medio de todo el miedo y del pánico, se oculta una pequeña sonrisa. Y aunque te parece inconcebible, lo cierto es que tienes a un pequeño mártir delante de ti.