EL VIAJERO

Y entonces desapareciste.

Sin dejar rastro.

Y el caos quedó detrás de ti.

La brigada especial seguía buscándote incansablemente. Comentaron que querías que te pillaran, después de encontrar tu sangre en los muertos.

Dijeron que ya no eras tan cauto. Tu ADN les resultaba ahora ya tan familiar como tus huellas dactilares.

¿Eso te intranquilizó? ¿Te diste siquiera por enterado?

Sí que te diste por enterado, del mismo modo que uno se entera de las cosas porque la gente habla sobre ello. Se decía que el Viajero se estaba volviendo descuidado y que pronto caería en la trampa de la brigada especial. A nadie se le ocurrió la idea de que tal vez al Viajero no le interesara lo que había dejado detrás de él. Te movías hacia delante. El pasado quedaba atrás, como el vago recuerdo de un sueño. Para nada te levantaste empapado en sudor, preguntándote qué había sucedido. Eso es algo tonto, eso sólo lo hacen los psicópatas. El pasado había quedado atrás, y no te perseguía.

Eres como un tiburón que tiene que mantenerse todo el tiempo en movimiento, porque de lo contrario se hunde. Hay que seguir moviéndose, fluyendo hacia delante. No hay vuelta atrás. Y del mismo modo que el tiburón carece de vejiga natatoria, tú careces de moral. Si vacilases, te hundirías hasta el fondo en esta sociedad nuestra, en muy poco tiempo, y desaparecerías.

Mantenerse quieto es la ruina, así que sigues moviéndote a un ritmo tranquilo.

Por espacio de seis años no se supo nada de ti. En internet, la gente se preguntaba si el Viajero no habría llegado ya a su destino. Tenías en tu cuenta más de sesenta muertos. Ninguna de las investigaciones condujo a nada, nadie había visto nada, y todos empezaron a cuestionarse el trabajo de la brigada especial. No había ningún patrón ni ninguna conexión entre las víctimas, no había un motivo visible. Y aunque los agentes de la brigada especial jamás lo hubieran admitido, estaban esperando a que tú dieras el siguiente paso. Que cometieras más errores. Estudiaban los perfiles de personalidad de los asesinos en serie, analizaban el comportamiento de todos los locos furiosos e intentaban encajarte en alguna de esas categorías. No sabían con quién estaban tratando.

En 1998, recibiste una mejor oferta de trabajo y te mudaste a una gran ciudad. Tu hijo había cumplido siete años y te había escrito su primera carta, en la que te preguntaba si no podías llevártelo contigo durante el verano. Le respondiste diciéndole que era una idea estupenda, que le preguntara a su mamá. La mamá dijo que no. La vida seguía su curso.

Tu novia de entonces te dejó, porque le resultaba demasiado incómoda la relación a distancia. Fuiste a teatros y conciertos. Empezaste a leer más libros, y viste un montón de documentales. En ese tiempo descubriste la cultura, y conociste a una mujer que compartía tu pasión por la arquitectura.

Por lo demás, apenas cambió nada en tu vida. No te volviste más tranquilo, ni bebiste más de la cuenta, ni cuestionaste tu existencia. Tampoco tus amigos notaron ningún cambio. Estabas equilibrado. En esos años viajaste mucho. A veces lo hiciste con alguien más, o en un grupo, o incluso solo. En ninguna parte dejaste un rastro de muertos detrás de ti.

Cuando empezó el nuevo milenio, tu nombre ya era una leyenda.

Alguien estaba escribiendo un libro sobre ti, alguien había creado una página en internet que no sólo ofrecía un foro de debate, sino que publicaba listas de todas tus víctimas y, con la autorización de los responsables, era controlada regularmente por la brigada especial. Y claro, también hubo alguien que intentó imitarte, y fue dominado por su primera víctima. El día en que aquellos dos aviones de pasajeros se estrellaron contra las torres del World Trade Center, la gente empezó a olvidarte. El mundo iba camino de otro nuevo caos. Guardaste luto por los estadounidenses, pasaste la tarde delante del televisor y, luego, continuaste tu vida, como todos nosotros.

Un año tras otro y tras otro.

Había llegado de nuevo el invierno, mientras viajabas por el país, bajo una tormenta de nieve. Los periódicos escribieron: «El Ángel Vengador ataca de nuevo.»

Venganza por qué, ésa es la cuestión.

Tú guardas silencio.

Es noviembre.

Es el año 2003.

Es de noche.

Fennried es un pequeñísimo pueblo en la región del Havel, situado entre Ketzin y Brandemburgo, tan insignificante, que no hay allí ni una cabina telefónica ni un buzón de correos. Tiene una calle principal y una secundaria, treinta y seis casas, ocho fincas abandonadas y dos máquinas de tabaco. La parada del autobús está situada delante de la entrada del pueblo, y dos veces por semana una furgoneta se detiene delante de la panadería y una vez por semana pasa un vehículo de congelados por sus calles y hace sonar el claxon. El pueblo está dormido, el edificio más alto es una iglesia ruinosa que tiene un pequeño cementerio, en el que las lápidas o están tumbadas o apoyadas unas sobre otras, como cansadas. En vísperas de las elecciones, los partidos políticos no se han tomado la molestia de pegar carteles a lo largo de las dos calles del pueblo. Es un lugar situado en medio de todo. No crece, tampoco se hace más pequeño, está atascado en su insignificancia.

Uno de tus fans escribió una vez que el reto había sido tan grande que tú no pudiste resistirte. También escribió que, después de haberlo planificado mucho, habías tomado la decisión de hacer una visita a Fennried.

Confeccionó un croquis de tu viaje a través del lugar, como si lo hubiera consultado contigo, y publicó el croquis en su blog. Por ello estuvo cuatro días en prisión preventiva. Sabía demasiado. Los de la brigada especial le dejaron marchar cuando averiguaron que tenía todos los detalles gracias a un policía que había participado en las investigaciones en Fennried.

Es jueves. Después del trabajo te metes en el coche y viajas en dirección a Berlín. Esta vez no tenías ni idea. Fue como un arañazo en la garganta.

Después de despertarte, bebiste café y sentiste el cambio. Es como si el viento hubiera cambiado de dirección. Has pasado el día al ritmo habitual, después del trabajo estuviste incluso una hora haciendo jogging, y sólo después te montaste en el coche.

Poco antes de llegar a Berlín abandonas la autovía y te detienes en una gasolinera. Te comes de pie un sándwich de salmón y hablas con la cajera. Te enteras de que su marido ya no quiere ver a sus hijos y que, al cabo de catorce años de la caída del Muro, aquí apenas nada ha mejorado, al contrario, muchas cosas han ido a peor. Pero la mujer de la caja sonríe cuando lo dice.

Te gusta su optimismo. Te regala una franqueza que espera alguna respuesta por tu parte. Tú le devuelves la sonrisa y continúas viaje.

Una vez que has cruzado Fennried, cobras conciencia de lo pequeño que es. Te diriges hacia un sendero del bosque y das la vuelta.

Un minuto y veintiséis segundos de un extremo al otro. La mitad de las farolas de la calle no funcionan. Son las nueve de la noche, y casi todas las ventanas están a oscuras. En alguna que otra casa parpadea la luz de un televisor.

Recorres por tercera vez el pueblo. El viento intenta empujar el vehículo fuera de la calle. Bajas la ventanilla del conductor y disfrutas del frío. Delante de un edificio abandonado te detienes y esperas. Un coche desconocido en un pueblo tan pequeño un desolado día de invierno. La nieve empieza a rodearte. Las luces en las ventanas se apagan. Es un poco parecido a aquella noche en medio del atasco. Calma, soledad. Te recuerda un poco el silencio del motel. En ambas ocasiones te sorprendiste a ti mismo. Intuías tu potencial pero, sé sincero, no sabías de lo que realmente eras capaz. Ese nuevo conocimiento te da una sensación de seguridad. Como un coche de carreras que conoce su fuerza.

Poco después de la una, bajas del coche y te diriges a la primera casa.

¿Qué buscas? ¿Qué te hace matar? ¿Algún trastorno físico? ¿Un tumor, tal vez, que te oprime la corteza cerebral? ¿Una enfermedad que te obliga a derramar sangre? ¿Aprendiste de alguien? ¿Alguien te tomó de la mano y te mostró lo liberador que es matar? ¿Es liberador? ¿Por eso te pones en camino? ¿Buscas salvación, purificación, absolución? ¿Es un instinto? ¿Es placer?

Aunque las persianas de casi todas las ventanas están bajadas, la mayoría de las puertas están sin pestillo. Vas de casa en casa. Tocas el timbre si es necesario. A veces te ladra un perro, a veces alguien ha pasado la cadena. Te muestras amable y simpático. Te dejan entrar, y tú los matas rápidamente, con eficiencia. En realidad, no pudiste escoger un sitio mejor.

En su gran mayoría, los que viven aquí son jubilados. Sólo te encuentras con dos mujeres por debajo de los cincuenta. Una es enfermera, la otra es médica jubilada. La plaquita de la doctora está rodeada de flores secas y su puerta es la única que se abre después de haber llamado una sola vez.

Un pueblo entero, treinta y ocho casas, cincuenta y nueve habitantes.

No dejas ni un alma con vida.