Claro que en toda historia hay siempre un idiota. Alguien que lo hace todo mal, que jamás está en el sitio correcto y al que siempre lo pilla el tren.
Alguien como tú, que desaparece con una Vespa robada tan campante, como si hubiera ganado a una tragaperras. Tú eres la idiota, una perfecta subnormal. Al mismo tiempo, también eres la única que está tumbada en su cama, satisfecha. Te pesa la cabeza por las dos copas, tal vez el camarero te echó algo en el vaso. Detestas que los camareros te echen los trastos y empleen siempre la peor táctica, poniéndose babosos. Si les hubieras dicho que sí a todos los camareros, habrías muerto alcohólica hace mucho tiempo.
Por fin te entra sueño y sueñas con Neil, que en la disco se te puso de rodillas y te dijo que no le importaba tu braguita de florecitas. Sueñas con Nessi, que se puso a flotar en el agua como un nenúfar, y empezó a desaparecer a lo lejos, aunque tú no parabas de gritar su nombre. Suerte que tienes un hermano, de lo contrario, probablemente, hubieras estropeado el resto de esta historia.
—¡Levántate!
La luz se enciende y apaga, se enciende y apaga.
—¿Estás sorda o qué? ¡Levántate!
Desearías estar sorda, o qué. Te giras hacia el otro lado. Pero tu hermano insiste.
—Una de las chifladas de tus amigas está haciendo un ruido infernal desde hace una hora, ¿cómo es que no lo oyes?
Es suficiente. Apartas la manta, protestas como una verdulera y sacas las piernas fuera de la cama. Unas estrellitas explotan delante de tus ojos, sientes mareos y te inclinas hacia delante, te miras los dedos de los pies, hasta que las explosiones cesan. No has oído el timbre. Y alégrate de que ese día tu tía tenga el turno de noche.
—Joder, Paule, no he oído el timbre —murmuras.
—No me digas…
Tu hermano cierra de un portazo la puerta a sus espaldas, y tú te echas hacia atrás. Tal vez todo no sea más que un sueño. «Tal vez, sencillamente, no pueda volverme a dormir…»
La puerta de tu habitación se abre otra vez de golpe.
Levantas la cabeza.
Rute está allí, y dice:
—Odio que no cargues la batería.
Y, por como lo dice, sabes que ha pasado algo.
«Algo malo.»
El reloj que está a tu lado marca las tres y diez.
«Da igual lo que sea, sin duda es algo malo.»
Esa conclusión llega a tu cerebro como una onda expansiva, te suenan los oídos, tienes que frotarte la nariz, porque de pronto te pica.
—Dios mío —dices, como una abuela a la que se le rompe, camino de casa, la bolsa de la compra. Logras ponerte de pie dando tumbos, y te vistes, mientras Rute te cuenta lo del mensaje que ha recibido.
Cinco minutos después estáis sentadas en la Vespa robada, vuestros cabellos ondean al viento. Berlín yace en coma, las calles están vacías, han sido barridas, y los semáforos tienen un pulso débil, cansado, que recuerda en cierto modo a la iluminación navideña. ¡Cuánto detestas la Navidad! ¡Y cuánto adoras esta ciudad de noche!