NESSI

La noche pende sobre ti, y debajo está la oscuridad. Mientras, tú flotas en un espacio intermedio, y oyes a tus amigas llamándote. Te imaginas que todo se quedará así para siempre. Sencillamente, te quedarás flotando, sin preocuparte por nada, olvidando que hay una criatura que crece dentro de ti.

«Podría darme por vencida y hundirme», piensas, y comprendes que es un disparate. Jamás has tenido muy buena opinión de la gente que se suicida porque no soportaba la vida. En los libros, en el cine, en la vida misma. Pero ¿quién sabe lo que pensarás dentro de diez años? ¿Quién sabe lo que pensarías si estuvieses enferma, sufriendo en una cama, o si se te rompiera el corazón, y el mundo de repente pareciera tan oscuro como el lago que está ahora debajo de ti, o como la noche que está encima? ¿Quién lo sabe?

Giras en el agua y ahora sientes todo el peso de tu ropa mojada, que tira de ti hacia lo profundo. Sin prisa mueves los brazos y nadas de regreso a la orilla.

A los chicos les parece sexy y dicen que deberías hacerlo más a menudo. Sonríes, tienes sentido del humor, tus dientes castañetean. El mundo está lleno de idiotas, y tú eres una de ellos. Tus ropas están extendidas sobre la hierba para secarse, Rute te ha prestado su chaqueta.

Estás sentada junto al fuego, con las rodillas a la altura del pecho, los ojos cerrados. Schnappi dice que a ella casi se le para el corazón, pero dado que a ella casi siempre se le para el corazón por cualquier cosa, incluso cuando un guaperas le pasa por al lado, eso no significa nada. Mucho más llamativo es que Schnappi evite tu mirada. No tienes necesidad de preguntar. Tus amigas saben que estás embarazada. Schnappi nunca fue buena guardando secretos.

—¿Tienes frío? —pregunta Stinke.

Tú niegas con la cabeza, como si volvieras a tener seis años y estuvieras otra vez sentada junto al fuego con tus padres, después de una larga caminata, terriblemente cansada y terriblemente excitada, por poder estar con los adultos a una hora tan avanzada. Stinke te rodea con el brazo, escucháis la cháchara de los chicos y miráis las llamas. Sois pacientes, como suelen serlo las chicas cuando quieren deshacerse de los chicos. Apenas habláis. Ellos se van despidiendo uno tras otro. Eric dice que a lo mejor se ven más tarde en el bar, y al decirlo mira a Rute. Indi, por supuesto, es el último. Intenta convencer a Stinke de algo, pero Stinke lo ignora, hasta que por fin os quedáis solas.

—¿Por qué has hecho eso? —pregunta Rute, como si acabaras de salir del agua.

—No lo sé, me apetecía.

—¿Y si hubiéramos estado en la estación de trenes, te hubieras lanzado a la vía?

—Qué tontería.

—Entonces, ¿por qué?

—Yo no tenía intenciones de matarme, Rute.

Todas asienten, tenían la esperanza de que lo dijeras, y ahora ya lo has dicho.

—Y ahora todas cerraremos el pico —dice Stinke, antes de que Rute te siga agobiando—. Si Nessi no quiere, no hablaremos de ello, ¿de acuerdo? ¿O no?

Todas se miran, te toca el turno a ti, te han lanzado la pelota, así que dices:

—Estoy embarazada, y no quiero hablar de ello ahora.

Otra vez asienten todas, ha sido aceptado. Te sientes tan aliviada que enseguida te entran deseos de hablar de ello, pero al mismo tiempo estás tan agotada por todas las cosas que han pasado ese día que lo único que quieres es dormir. Schnappi te lee el pensamiento y dice que basta por hoy. Te ofrece llevarte a casa.

Rute te abraza y te dice que puedes quedarte con la chaqueta. Stinke te pasa la mano por la espalda y te da un beso en la boca. Jamás te había sido tan difícil separarte de tus amigas. Te enfundas los vaqueros mojados.

Schnappi te coge de la mano y vais hasta donde está la bicicleta. Cuando habéis recorrido dos calles, ella frena, se vuelve hacia ti y te jura que ella no ha dicho ni una pa labra.

—Ellas se dieron cuenta, Nessi, te aseguro que, de verdad, se dieron cuenta.

—¿Lo juras?

—Lo juro.

—Gracias.

Schnappi continúa pedaleando, tú pegas la cabeza contra su espalda y cierras los ojos.

Es poco más de medianoche cuando te deslizas dentro del piso.

Tus padres duermen, y cualquier ruido te descubriría, así que te quitas las zapatillas y caminas en calcetines por el pasillo en dirección al cuarto de baño. Cierras la puerta con una ligera presión, y te apoyas de espaldas en ella. Sólo al cabo de un minuto te atreves a encender la luz. Tienes la cara pálida, tu ropa está todavía mojada y pesa. Ese numerito jamás hubieras podido hacerlo en invierno.

«Me he metido en las aguas del Lietzensee», piensas, y te haces un corte de mangas en el espejo.

Bajo la ducha, el agua está tan caliente que por un momento retrocedes, asustada, pero no cambias la temperatura, sino que aguantas el calor y esperas hasta que éste llegue a lo más profundo de ti, después de haber atravesado todas las capas, poniéndote al rojo vivo.

Hacía tiempo que no pasabas tanto frío.

Cuando sales de la ducha, el baño es un paisaje de niebla.

Limpias el espejo y te contemplas.

Puedes acercarte más.

Intentas descubrir algún cambio. Nada. Te miras el vientre. Todo está como debe estar. Los pechos, la barriga, las piernas. «Todo como siempre.»

Cierras el puño y lo oprimes contra el ombligo. Estás furiosa. Estás tan furiosa contigo misma que quisieras golpearte el estómago.

«¿Y luego?»

No sabes qué pasará luego.

Pero puedes ver muy bien cómo van a ir las cosas.

Por la mañana se lo contarás a tus padres. Ves a tu padre, lo ves haciendo un gesto negativo con la cabeza, lo oyes decirte: «Mi pequeña.» Tu madre romperá a llorar y sacará una botella de vino blanco de la nevera. Ella no te entenderá. Querrá saber cómo te imaginas que será todo. Ni hablar de abortar, eso tenlo en cuenta, el aborto es tabú, ya que tu madre tuvo que abortar a los diecinueve y hasta hoy no ha podido perdonárselo. Tus padres aún sufren por esa decisión. De modo que ni una palabra sobre abortar, porque si lo haces ya puedes ir cogiendo un sacacorchos y sacarles los ojos.

Ves a tu madre con sus lágrimas y sus hombros temblorosos, y tu padre inclinado hacia delante, con las manos abiertas, como si quisiera atraparte en la caída. Después de la primera copa de vino, tu padre dirá que todo saldrá bien, que tenéis sitio en el piso, que hasta ahora era demasiado pequeño, pero eso tampoco lo vas a notar. Tu madre se te acurrucará y te prometerá que ella se va a ocupar de todo, porque para algo es tu madre, y eso no debes olvidarlo nunca. También dirá que se alegra de que hayas esperado a acabar el instituto, como si tú hubieses planificado lo de quedarte embarazada.

Luego mirará a tu padre y dirá, conmovida: «¡Voy a ser abuela!»

Tus padres no preguntarán de quién es la criatura, porque tienen miedo a la respuesta.

Así es y así será siempre.

«Miedo.»

Y todo el tiempo tu mano izquierda ha estado cerrada, en un puño.

En las semanas siguientes empezarás a engordar. No es que ahora estés flaca, pero sabes que tu madre, durante su embarazo, parecía una ballena, por eso en tu caso será igual, ella te lo ha profetizado. Pasarán los meses, y el curso de formación que la tía Helga te prometió se lo llevará una chica que está en tu mismo año. Apenas verás a tus amigas, porque sus vidas son sus vidas, y la tuya es la tuya, y no se puede ir en dos direcciones a la vez. De vez en cuando te llamará Stinke, y a ti se te saltarán las lágrimas, y también Stinke llorará desconsolada, y al cabo de dos horas tendréis las orejas tan calientes de tanto charlar al teléfono que colgaréis aburridas. Leerás todo lo que haya sobre bebés, sopesarás las ventajas y desventajas de dar a luz en casa y te decidirás por el hospital. Poco a poco te irás acomodando a la situación. Tu diecisiete cumpleaños parecerá un té de señoras. Stinke pasará con Schnappi y se quedarán un cuarto de hora. Rute te mandará saludos a través del móvil.

¿Y Taja? De Taja no volverás a oír hablar, porque todavía nadie sabe dónde se ha metido. Ese día no habrá regalos para ti, sólo habrá regalos para el bebé.

Calcetines, chaquetillas, juguetes. En el supermercado, la gente te mirará de reojo y te evitará. Todos sabrán qué clase de persona eres. Una madre, una mamá, una ballena. Y a veces preguntarán quién es el padre. Y a veces tú los mirarás y sonreirás, como si esa sonrisa fuera una respuesta. Sabes que eres muy joven para ser madre. Eres incluso demasiado joven para ser nada. Pero lo de avanzar hacia atrás sólo funciona en las películas.

Durante el parto serás sólo dolor, y esos dolores te dejarán hueca y te llenarán de fuego. «Después de eso ya no puede pasarme nada malo», pensarás. Y luego vendrá el niño. Rojo, gritón, y todo irá bien.

«Y todo será hermoso.»

Es lo último que deseas. Quieres vivir sin ataduras, sin obligaciones, sin padres. Quieres ser alguien que dirija su propia vida, una vida en la que nadie se meta. No quieres ser una de esas muchas chicas a las que ponen nombre de estrella del pop. Ninguna de las muchas chicas que andan por ahí como si fueran emocionales adolescentes faltas de personalidad, que se quedan embarazadas y lo aceptan, porque son demasiado estúpidas para tomar otro camino.

«No una de ésas, no.»

Pero ¿quién sabe si así no te iría mejor? Mira a Stinke. Su madre desapareció cuando ella era todavía un bebé, y después de que el padre decidiera que dos hijos eran demasiado trabajo, dejó a Stinke y a su hermano con la tía Sissi y despareció, largándose a Argentina. Stinke tenía entonces nueve años y creyó hasta los doce que su padre volvería para Navidad. El hermano de Stinke, en cambio, lo comprendió enseguida. Y en cuanto le tocáis el tema a Stinke, ella hace un gesto de rechazo y dice que eso ya no le pica por dentro. Pero vosotras sabéis que no es así. Es un picor invisible contra el que no sirve de nada rascarse. Una mezcla de odio y resignación.

Tú, en cambio, quieres a tus padres, pero te gustaría estar sin ellos, pues no se les escapa nada.

Pegas un salto cuando el móvil empieza a sonar en el bolsillo de tu chaqueta. Te has quedado dormida sentada en el váter, tienes el pelo seco y la tapa del inodoro ha quedado con la impresión de tus muslos. Rápidamente cubrirás el móvil con una toalla. Suena dos veces, luego se calla. Apartas la toalla. El sms es tan breve que por un momento piensas que tu móvil se ha vuelto loco:

«Venid.»

Entonces miras quién ha enviado el mensaje, y ya no tienes que reflexionar más, tus problemas son banales, todos, porque esto es más importante. Sales corriendo del baño hacia tu cuarto y te vistes. Te pones unas zapatillas deportivas desgastadas, te das la vuelta y ves a tu madre en el marco de la puerta.

—¿Vanessa? ¿Vanessa, qué ocurre?

Pasas por su lado y sales corriendo del piso, como alguien que se ha olvidado a sí mismo en algún sitio ahí fuera y espera reencontrarse lo más pronto posible, antes de que sea demasiado tarde.