TAJA

Tú ya no estás. Cuando te mueves, el aire a tu alrededor se detiene. Ni un vaho. Hablas, y el silencio responde. Estás ahí pero no estás. Y aunque en ese momento no puedes creerlo, es una alegría poder encontrarte por fin a ti misma. En los pensamientos de tus amigas siempre estarás presente, pero de todos modos hasta ahora hemos sabido tan poco de ti que es como si no existieras en realidad.

Estate tranquila, no tienes por qué hablar, no tienes que pensar ni tienes que ser por un rato, nosotros lo averiguaremos todo sobre ti. Averiguaremos por qué te has convertido en una sombra, por qué ya no quieres existir. Por qué eres invisible. Abriremos una ventana en tu vida y dejaremos entrar la luz, y luego iremos un paso más lejos y te sacudiremos hasta que grites enfurecida. Pero habrá tiempo para eso. Eso viene después.

La mesa situada delante de ti está en posición vertical, pero nada se cae al suelo. Ni las copas, ni las revistas, ni la bolsa despanzurrada con el polvo blanco saliéndose de ella. Ni siquiera la base para la cafetera, tejida a mano, se mueve. Cada vez que lo miras, te preguntas adónde habrá ido a parar la cafetera y cuán pequeño se ha de ser para vivir en un calentador. En un estado entre el sueño y la vigilia ves vibrar tu móvil, que temblequea moviéndose de izquierda a derecha, antes de quedarse inerte de nuevo. Las paredes están en posición horizontal, la luz se enciende, la luz se apaga.

Tu nariz pierde líquido constantemente, a veces es sangre, pero la mayoría de las veces son sólo mocos. Hueles el orín y el olor ácido del vómito. Pero eso todavía no es nada comparado con el hedor que llega desde la cocina. Has cerrado la puerta porque pensaste que eso serviría. Pero a las moscas no las detienen las puertas cerradas. Entran por las rendijas, llegan desde todas partes y van directamente a la cocina. Están por todos sitios. Tú no quieres pensar en ello. Bebes un sorbo de agua, y al cabo de pocos segundos es como si no hubieras bebido nada. Quisieras que lloviera. Tienes la boca tan reseca que quisieras que cayera ahora mismo un aguacero en medio de la habitación. Te falta la fuerza para levantarte, ni siquiera puedes estirar el brazo para agarrarte del borde de la mesa. Lo intentas, y crees oír el chirrido de los tendones de tu brazo. Las puntas de los dedos tocan el borde.

Agotada, desistes, retiras el brazo y vuelves a quedarte dormida.

Crees en el tiempo. Le rezas al tiempo y esperas que te escuche. «Sólo un poco, sólo un poco atrás», piensas, y sabes lo estúpido que es ese pensamiento.

«No obstante…»

A veces miras al reloj que está encima de la chimenea. A izquierda y derecha hay unas placas con los premios ganados por tu padre. Platino, oro, oro, platino. Y entre ellos está el reloj, como si fuese un premio muy especial por…

«¿Nada?»

Te concentras. A veces consigues que el minutero se detenga un poco.

Se detiene. Pero no consigues nada más, el minutero jamás se mueve a la inversa, hacia atrás. Es como echar un pulso contra el campeón del mundo en esa especialidad. En algún momento ya no te queda savia, no hay nada detrás de tu voluntad, y el minutero se libera de su rigidez y avanza un buen trecho.

Y luego otro.

Y otro.

Y el tiempo vuelve a ser el tiempo, riéndose de ti con sus minutos y segundos sobre tu cabeza. Y lo detestas por eso. Al mismo tiempo lo deseas.

Sin él no puedes ser, pero quisieras que desapareciera para siempre.

El tiempo es tu nueva religión.

Dormir es viajar en la mente. No hay que hacer maletas, no hay que esperar, sólo hay que estar ahí. Y ése es el aspecto de tu «allí»: una casa sobre una roca, por encima del agua, en lo alto del cielo. Estás sentada en un fiordo.

Y aunque no guardas ningún recuerdo de ese lugar, lo sabes: «Aquí he nacido.» Es un día gris, nieva y la nieve transforma las paredes del valle en unos dibujos japoneses a plumilla. Un viento helado rasca la superficie del agua. Y allí estás tú, allí quieres estar. En un jardín, envuelta en muchas mantas; a tu derecha hay una mesa con una tetera y una taza de té, y de fondo, el silencio de la casa. Coges la taza en la mano, sientes el calor del té a través de la cerámica, las palmas de tus manos se calientan.

No hay nada más, no tiene por qué haber más.

Despiertas con el rostro sepultado entre los cojines del sofá y estornudas dos veces. La sangre flota como una niebla muy fina sobre el cojín, te viene un mareo y recuestas nuevamente la cabeza, la sangre fluye hacia tu garganta como una suave corriente de lava que se te acerca y te calienta. Te duele todo el cuerpo, todo te late, tus pensamientos están heridos.

Tu mano se aferra al respaldo del sofá, centímetro a centímetro te vas incorporando. La mesa adopta una posición horizontal, las paredes recobran su verticalidad y tus piernas tiemblan, aunque no estás de pie. Colocas los pies en el suelo e intentas controlar ese temblor. Así permaneces un tiempo.

Con el rostro entre las manos, con el temblor en las piernas. Miras el polvo a través de los dedos y sientes esa quemazón en la nariz, lo añoras. Sabes lo que puede aliviarte el dolor y lo que puede hacerte dormir de nuevo. Es tan sencillo. Es como si esa idea hubiera llegado a tus piernas, y de repente éstas dejasen de temblar. Te inclinas hacia delante, agarras la cucharilla del té y la metes en la bolsa de plástico. Esparces el polvo sobre el tablero de la mesa y coges una de las pajitas de colores. Todo va muy rápido, sientes dolor, y tus sentidos dan la bienvenida al sabor amargo de la droga, y luego sientes una breve sensación de asfixia, la aguantas y te tumbas hacia atrás, te llevas la rodilla al pecho y te conviertes en una pelota caliente y pulsante.

«… por fin…».

Duerme.

Esta vez es otro allí. Ya no estás en el fiordo, estás con tus amigas, el tiempo se ha vuelto más clemente y te ha llevado consigo. Avanzas hacia atrás. Es justo después del instituto, todavía recuerdas el día y el año, y resulta tranquilizador, porque también sabes lo que va a suceder. Es algo seguro. Y en ese momento entregarías tu alma por tener un poco de seguridad.

Te encuentras dentro de una imagen fija. Tus amigas han quedado congeladas en ese momento que ya fue y que no volverá a ser nunca más.

Estáis sentadas en la habitación de Rute. Sabes que en cualquier momento podrá oírse por los altavoces el primer cedé de Coldplay. Rute tiene todos los álbumes, pero sólo puede poner ése, porque habéis acordado que Parachutes es algo auténtico, y que todo lo que vino después es pop prefabricado para los adolescentes. Seáis lo que seáis, jamás habéis sido adolescentes. O como lo explicó Nessi en una ocasión: «Somos demasiado viejas para ser jóvenes.»

Yaces tumbada en el suelo, y tienes la cabeza sobre el regazo de Schnappi. Encima de ti está el techo de color verde moho, que pintasteis juntas y del que cae a veces algún desconchón, porque tuvisteis que usar la pintura muy espesa. Schnappi te mira desde lo alto, como una fotografía que acaba de despertar, tú se lo permites.

«Pronto.»

Es otoño, hace ya nueve meses de eso. Entonces tenías el pelo largo, pero luego fuiste a la peluquería, antes de Navidad, y durante los meses siguientes tus amigas te estuvieron llamando «Francesita». Entre tanto, el pelo te ha crecido de nuevo, pero te lo has dejado corto, pues siempre te pareció tonto que todas tuvierais el mismo peinado. Largo, largo, largo.

Schnappi y su pelo, que recuerda la seda negra; Rute y su melena de poni rubia, con la cual intenta siempre, en vano, ocultar los granos de la frente; Stinke, que se tiñe su melena de rojo oscuro desde que la conocéis, y Nessi, que parece un ángel, y siempre te hace suspirar cuando se recoge su cabellera dorada en un moño alto, dejando ver su cuello. Fue un acierto cambiarte el peinado.

«Ahora.»

Rute está sentada en la cama con las piernas cruzadas, y tiene una revista sobre el regazo; la está hojeando, y su lengua asoma entre los labios.

Stinke está sentada frente a ella y tiene un cigarrillo en la mano, aunque en casa de Rute no está permitido fumar; pero Stinke, sencillamente, no puede hacer otra cosa. Recuerdas que incluso se le escapó una lagrimilla cuando Rute se lo prohibió. Sin embargo, Stinke podría dejar de fumar sin problemas, pero le molesta que le prohíban algo.

Sabes qué es lo siguiente que va a decir. Os preguntará qué hay de gracioso en que no quiera saber nada más de ese tipo. También conoces vuestra reacción. Pero todavía no se mueve nada en la habitación. Tus pensamientos y tus palabras aún están petrificados. El humo del cigarrillo flota en el aire como una raya hecha al carboncillo.

Tú exhalas.

«Ahora.»

—¿… os parece gracioso? —pregunta Stinke en tono desafiante—. Axel es un idiota, ¿acaso parezco alguien que quiera estar con un idiota?

—Durante tres meses lo pareciste —dice Rute.

—¡Nunca llegaron a ser tres meses!

—Bueno, un cuarto de año.

Reís, Stinke mira al techo y pregunta qué tiene de gracioso eso. A vosotras os parece increíblemente gracioso, y si Stinke no estuviera tan enfadada, también se reiría, pero eso ahora no toca, eso haría que fuera menos gracioso.

Una brisa sopla por la ventana y reparte el humo por toda la habitación.

Inhalas el olor hasta lo más profundo y desearías tener el valor para fumarte uno también.

—Ni lo pienses —te dice Rute desde la cama.

—Pienso lo que quiero —respondes.

Rute levanta la revista. Miráis brevemente hacia allí y hacéis un gesto negativo con la cabeza. Dais calificaciones a las actrices, y sois crueles. Salvo algunas excepciones, todas son unas inútiles que ganan demasiado dinero.

Nessi es la única que se conoce todos los nombres.

—Cate Blanchett —dice.

—Déjame ver —dice Stinke.

Rute coloca la revista hacia donde está ella.

—Ésa no es Cate Blanchett.

—Ésa es Kate Winslet —dice Schnappi.

Rute mira hacia la revista y lee:

—Es Cate Blanchett.

—Mierda —dice Stinke.

Nessi asiente, satisfecha. Está sentada en uno de esos sillones idiotas que parecen rellenos de alubias, de esos que con cada movimiento es como si un corredor borracho estuviese haciendo footing sobre gravilla.

—Si te tiras un pedo en ese sillón —dice Schnappi—, vas a atufar toda la casa.

Bebéis Fanta. Esperáis a que Rute os muestre la siguiente fotografía, pero en eso se abre la puerta de golpe. Aunque ya sabías que la madre de Rute iba a entrar, te asustas, del mismo modo que te asustaste aquella vez. El recuerdo está tan fresco en tu mente, que quisieras gritarles a tus amigas: «¡He estado aquí ya en otra ocasión, y quiero quedarme para siempre!» Pero guardas silencio, porque sabes que eso no puede ser. También el tiempo tiene sus reglas.

—Pensé que había olido humo.

La madre de Rute mira a su alrededor. Ya os echó de la casa una vez porque la música estaba demasiado alta. Stinke abre mucho los ojos, lo cual la pone en evidencia, casi al punto de que mejor sería que levantara un cartel, confesándolo.

Su cigarrillo ha desaparecido pero, por supuesto, Stinke dio una última calada, y ahora tiene todo el humo en los pulmones.

—Yo no os entiendo, sois chicas, y mira qué aspecto tiene todo aquí.

Es típico de la madre de Rute. Mira bien cómo está todo y luego lo comenta en tono de asombro. Vosotras miráis a vuestro alrededor, como si de repente ahora todas tuvierais ojos. No tiene buen aspecto. Las ropas tiradas por ahí, los zapatos, los cedés alrededor del equipo de música, algunos abiertos, muchos sin funda, y la mayor parte de ellos bajados del ordenador, con los nombres escritos con rotuladores. Y delante las revistas, los cómics, las páginas del trabajo que pretendíais discutir, pero que era tan aburrido que Schnappi dejó caer las hojas. Y allí está la bandeja con las tarrinas de helados, apuradas a fondo, y una mancha pegajosa en la alfombra, en el sitio donde se cayó la cuchara. Y luego, por supuesto, los nachos. El gato de Rute quería meter el hocico en la bolsa. Durante un rato anduvo caminando por allí con la bolsa metida en la cabeza, pero luego se la quitó con una sacudida y los nachos volaron sobre la alfombra.

—Eso lo hizo Freddie —dice Schnappi.

—Tal vez deberíamos matar a Freddie —dice la madre de Rute.

—Joder, mamá —suspira Rute, sin levantar los ojos de la revista.

—No me digas «Jodermamá», de lo contrario os largáis todas ahora mismo de aquí. De inmediato.

Rute hace como si no hubiera oído nada, y levanta la revista.

Vosotras negáis con la cabeza, no, ésa no. Sois unas fans de las series y habéis visto todas las temporadas de «Perdidos» por lo menos dos veces, para vosotras las mujeres deben parecerse a Kate, de lo contrario no son nada.

—Milla Jovovich —dice Nessi.

—Julie Delpy —dice la madre de Rute.

—Minnie Driver —dice Schnappi.

Tú rompes a reír.

—¿De qué te ríes? —te pregunta Schnappi.

—Tú no reconocerías a Minnie Driver ni aunque la tuvieras sentada en las piernas.

—Claro que la reconocería.

Rute mira la revista. Nessi, por supuesto, tiene razón. La madre de Rute suelta un taco, ella habría jurado que se trataba de Julie Delpy.

Stinke tose el humo.

—¿Qué pasa contigo? —pregunta la madre de Rute.

—Cáncer —dice Stinke, y se golpea el pecho.

—Sobre eso no se bromea.

—Eso díselo a mi médico.

Vosotras soltáis una risita, la madre de Rute frunce el ceño. Peligro.

—Isabell, no quiero que fumes en nuestra casa. ¿Cuántas veces…?

—Joder, mamá —la interrumpe Rute, dejando caer la revista—. Por favor, cierra la puerta cuando salgas. Mira… —dice, señalando a su alrededor, como si su madre aún no se hubiera dado cuenta de lo que ha interrumpido— esto es una reunión de chicas.

Por un momento creéis que Rute ha ido demasiado lejos. Eres la única que sonríe, porque sabes cómo va a reaccionar la madre de Rute. «Ésa es mi hija», dirá, y sonreirá.

—Ésa es mi hija —dice, y sonríe.

—Y ésa es mi madre —responde Rute, devolviéndole la sonrisa y desapareciendo de nuevo tras la revista, como si su madre se hubiese marchado ya.

Schnappi te acaricia la cabeza, tú te estiras y ronroneas como si fueras Freddie. Nessi mueve su trasero sobre el sillón de alubias y dice que será un chile muy sabroso. Soltáis una nueva carcajada, y cuando os habéis calmado de nuevo, notáis que la madre de Rute sigue de pie en el marco de la puerta.

—Vaya unas guarras que sois —dice la madre.

Stinke no la contradice.

—Cierto, somos unas guarras —dice—, pero también somos un encanto.

Schnappi levanta el pulgar, Rute también lo hace, tú levantas tu pierna izquierda y Nessi sólo se encoge de hombros y dice: —Cuando Stinke tiene razón, la tiene.

La madre de Rute se inclina hacia delante, su boca se mueve, pero no sale ninguna palabra, pero ya estáis acostumbradas a leerle los labios. A descifrar si os dice «Largaos de aquí» o «Haced menos ruido». Conocéis los matices.

Lo que dice tampoco es nuevo para vosotras. «Os detesto.» En realidad, lo dice con cariño. Nadie os detesta, la gente os quiere. La puerta se cierra y, en ese preciso instante, acaba Parachutes, la última canción se termina y sabéis lo que eso significa: le seguirá una breve pausa y luego vendrá la canción que Rute ha pillado en internet. Una rareza que no puede encontrarse en ningún álbum de Coldplay. En cualquier momento empezará a sonar una guitarra y vosotras cantaréis como hacéis siempre.

Saboreas las primeras líneas en tu boca y comprendes por qué el tiempo te ha arrastrado hasta aquí: esa canción forma parte de Taja, que nueve meses más tarde yacerá totalmente colocada en el sofá del salón de su padre, habiendo perdido todo vínculo con la realidad.

Pero tú todavía llevas el pelo largo; todavía tus amigas están a tu lado y no eres la persona más sola del mundo. Esa canción lo vincula todo. Esperas, la pausa acaba, la guitarra suena y tú coges aire, mientras Stinke dice: —No pienses que eso es tan fácil.

Tú la miras sorprendida. Son las palabras equivocadas. Ahora estáis cantando, eso es lo que tiene que suceder, pero la música se acalla y nadie canta.

«Equivocadas —piensas—, son las palabras equivocadas.»

—Vamos a cantar después —dice Rute, y deja caer el mando a distancia.

—¿Creíste de verdad que podías evitarnos? —pregunta Schnappi por encima de ti.

Tú te incorporas y te apartas de ella arrastrando el culo por el suelo, un par de nachos quedan aplastados bajo tu mano, tus amigas te miran.

—Estamos esperando —dice Stinke.

—¿Qué estáis… esperando?

Tú te quedas muda, te estás marcando un farol, porque sabes muy bien lo que están esperando. Nessi mete la mano en sus vaqueros y te lanza su móvil.

—Treinta y seis veces intenté localizarte. Míralo si no te lo crees.

—Yo también lo intenté la misma cantidad de veces —dice Schnappi.

—Y detesto tu buzón de voz más que a esos estúpidos de los Simpsons —dice Rute.

Stinke se baja del antepecho de la ventana y se agacha delante de ti.

—Y ahora dínoslo, ¿qué pasa contigo?

Puedes oler su respiración. Cigarrillos y helado de limón. Stinke toma tus manos entre las suyas. Y por la manera en que te mira, por la manera en que te miran todas tus amigas, les dices la verdad.

—En realidad no estoy aquí. Vengo del futuro.

Rute se agacha junto a Stinke.

—Oye, Taja, tía, eso ya lo sabemos.

—¿Crees que no lo sabemos desde hace tiempo? —pregunta Schnappi detrás de ti, y tú sientes que sus brazos te rodean con firmeza.

—No obstante, eso no explica nada —dice Nessi—. ¿O es que, en tu opinión, eso explica algo?

Sabes que eso no explica nada, y maldices el tiempo y sus jueguecitos, y entrecierras los ojos, como si estuvieras en un sueño, y cuando los abres otra vez, yaces de nuevo sola en el salón, sobre el sofá, y tu boca está muy reseca, y tus mejillas mojadas a causa de las lágrimas. «¿Dónde estáis?», piensas llena de añoranza, y agarras el borde de la mesa y la arrastras por encima de la alfombra, hasta que queda justo delante de ti. Tu mano busca, tu mano encuentra. Aprietas el móvil con firmeza contra tu pecho, y respiras aliviada.

«Ahora todo va a ir bien.»

Apoyas la cabeza nuevamente sobre el cojín del sofá, hasta que te falta el aire y desapareces en medio de una clemente oscuridad.