MIRKO

Una cucaracha que se esconde bajo una piedra. Exactamente. Tú eres la cucaracha, y la piedra es un coche bajo el que te has metido, como si en cualquier momento el cielo fuera a desplomarse sobre tu cabeza. Si alguien te profetizara ahora que el padre de Darian estará a tu lado dentro de tres días, dándote media hora para que salves tu vida, probablemente jamás habrías salido de debajo de ese coche. Hasta ahora jamás te habías tropezado con Ragnar Desche. Él es una leyenda, es un fantasma y es el padre de tu mejor amigo. De Ragnar Desche no se habla. Nunca. Pensar en él es tabú. O como dijo una vez Darian: «Si mi padre lo quisiera, estaría muerto en un momento.»

En tu boca hay un sabor desagradable, algo dulzón y metálico, como si hubieras pegado un mordisco a una tableta de chocolate sin retirar el papel de aluminio. Escupes y ves una mancha roja sobre el asfalto, así que te tragas tu propia sangre.

Has echado a correr. Punto. Se acabó.

«Lo sé.»

¿Cómo pudiste echar a correr? Sólo el último de los mierdas echaría a correr. Y tú eres el último de los mierdas. ¿Y qué haces ahora? No puedes quedarte ahí, sencillamente, debajo del coche, ocultándote. Eso no puedes hacerlo. Siempre se sale, de algún modo, siempre se sale.

La cucaracha rueda hacia un lado, se alza agarrándose de la manilla de la puerta y se queda agachada detrás del coche, con la espalda pegada a la puerta del conductor, la cabeza hacia atrás para que la sangre no le gotee de la nariz. Ya sabes, si la alarma del coche empieza a sonar ahora, la cucaracha se meará en sus vaqueros a causa del miedo.

Todo permanece en silencio.

Respiras hondo y observas el otro lado de la calle.

Todo permanece en silencio.

El solar y las ruinas te recuerdan a un perro rabioso que está esperando a que hagas el primer movimiento en falso. Está al acecho, rígido. Cinco farolas iluminan entre parpadeos la fachada. Es una de esas ruinas que a vosotros tanto os gustaban cuando erais niños. Con grafitis en los muros, sin una persona a la vista, y tesoros escondidos por todas partes. Pero tú ya no eres un niño, las ruinas ya no te parecen interesantes. Son las once de la noche, y la ciudad es una mano codiciosa que flota por encima de ti, queriendo arrojarte al solar, para que te devore.

Alzas la nariz y te preguntas cómo es que nadie te ha seguido. La cosa no puede ser más triste. Nadie tiene interés en ti.

Querían a Darian. Y tienen a Darian.

«Mierda.»

—¿Qué estoy haciendo…?

Tu voz es como un graznido. Los soliloquios no son tu fuerte. En las películas de terror, las víctimas empiezan en algún momento a hablar solas, para que el espectador también comprenda que la situación se va volviendo cada vez más crítica, pero tú estás a varios universos de distancia de una situación crítica.

«¿Cómo pude echar a correr?»

Tu lengua palpa a tientas si se te ha aflojado un diente. Te sientes aliviado, todo está completo, la sangre fluye de tu nariz y baja por el paladar, lenta y espesa como un jarabe. Tu nariz, sin embargo, ni siquiera está rota. Te la golpeaste cuando te metiste debajo de este maldito coche. Una cucaracha.

Niegas con la cabeza para poner en marcha tu aparato de pensar. Tienes que hacer algo, lo que sea, tienes que hacer algo, o de lo contrario ya no podrás ni mirarte al espejo lo que queda de año.

Piensa.

Al lado de la iglesia hay aparcadas un par de bicicletas, empiezas a trastear una, tiras de la cadena, golpeas el pedal. La cadena se rompe con un chasquido, y tus manos están magulladas, pero has conseguido soltar la cadena, joder.

—De acuerdo, de acuerdo…

Enrollas un extremo alrededor del puño y dejas que la cadena se balancee sobre tu muslo, luego cruzas la calle.

Pase lo que pase, hay una cosa segura, nadie va a contar contigo.

Darian está sentado en las ruinas, sobre un contenedor de plástico volcado, y mira fijamente hacia delante con los codos sobre las rodillas, las manos le cuelgan flácidas. Te recuerda la ilustración de un libro. Hércules sentado sobre una roca después de una gran batalla, tomando un descanso.

Darian no levanta la vista cuando tú te acercas, y por un momento estás seguro de que está llorando.

—¿Todo bien?

Darian levanta la cabeza. Sobre su ojo izquierdo tiene un corte ensangrentado, y tiene el labio inferior como si se hubiera inyectado Botox.

Tiene un moratón en el brazo, sus músculos sobresalen, la camiseta le queda demasiado ajustada. Es un enigma para ti cómo alguien puede atreverse con Darian.

—¿A qué viene esa cadena de bici? —pregunta él, y sus palabras suenan como si tuviera un cojín metido en la boca.

—Lo siento —dices, y dejas caer la cadena.

Y entonces te ves ahí, con la cadena a tus pies, y allí está Darian, que te mira y afirma: —Te largaste.

Bajas la cabeza, te ruborizas.

—Esos mamones —dice—. Mira bien cómo me ha quedado la cara. ¿Lo ves?

Te inclinas hacia delante y miras su cara. Sí, lo ves.

—Me los voy a cargar por eso —dice—. Y ahora…

Darian te extiende su mano. Sin que tenga que decirlo, te quitas los vaqueros. Es lo menos que puedes hacer por él. Por suerte no te da una hostia. Tú la habrías aceptado. También podría haberte pegado una paliza con la cadena; tampoco sería un problema, las cucarachas aguantan esas cosas.

Tus vaqueros son demasiado cortos y se pegan a las piernas de Darian como una segunda piel, no consigue cerrar el último botón, tiene unos abdominales de titán, y sus muslos son de acero. Desde que ha instalado en el sótano esas pesas y esa máquina has estado varias veces con los demás ahí abajo, pero todo eso era demasiado rápido, demasiado para ti. Tu cuerpo es tu cuerpo, y así debe quedar. Aunque no dirás que no a un kilo más de musculatura. «El entrenamiento lo es todo», es el lema de Darian. No es de sorprender que se lleve a todas las chicas.

—Primero me machacan, sí, y luego me roban los pantalones. ¿Crees que eso me da miedo?

No, no lo crees. No crees que haya nada que pueda darle miedo a Darian.

Además de su entrenamiento particular, Darian acude dos veces por semana a un gimnasio de la Adenauerplatz, toma unos preparados de proteínas y, a los diecisiete años, parece tener veinticinco.

—Eso no me da miedo, porque sé muy bien quién lo ha hecho.

Darian piensa que eran turcos, tú murmuras algo sobre eso, y luego afirmas que fueron turcos. Pero ambos sabéis que los turcos no tienen nada que ver con el asunto. Ni los turcos, ni los yugoslavos, ni tampoco esa pandilla de Spandau, ni los idiotas que tomaron el Westend y de los que nadie sabe si son polacos o rumanos. No, ni siquiera ésos.

Darian continúa hablando:

—Debiste haberlos oído. Se rieron a carcajadas. Te juro que no volverán a reírse de esa manera. Espera y verás. Los voy a rajar, ya verás.

—Tal vez deberías…

—No digas nada —te interrumpe él.

—Yo sólo quería decir…

—¡Mirko, que cierres el pico!

Tú cierras el pico. Cuando se trata de su viejo, Darian se muestra muy sensible. Él es el único chaval en todo Berlín que, por culpa de su padre, se convierte a menudo en blanco de algún ataque. Como esa noche.

Un blanco no para los turcos, ni para los yugoslavos, sino para seis chavales del vecindario. Darian es un desafío. A ver lo lejos que se puede llegar antes de enfurecer a los dioses.

—¿Qué le vas a contar si te pregunta?

—Mi padre ni siquiera se dará cuenta.

—Pero, bueno, ¿qué le dirás si se da cuenta?

—Que he tenido una pelea con un par de idiotas, nada más.

Tú asientes, una palabra al padre de Darian y esos tíos desaparecerían de la ciudad, jamás se los volvería a ver. Por lo menos eso se dice.

Darian escupe.

—Tengo orgullo, ¿lo pillas? Tengo mi propio orgullo. No necesito a mi padre para que me limpie el culo. Así que, si quieren, pueden darme unas hostias tranquilamente, que vengan cuando quieran. Así se aprende, es una inversión, ¿lo pillas? ¿Quieren encontrar un perro furioso? Pues yo les daré un perro furioso. Me convertiré en uno. Me he quedado con sus caras. Un día estaré listo, y me las pagarán. Mirko, te lo digo, ésos me las pagarán.

Hoy fue tu presentación. Darian ha ido contigo hasta el barrio de Columbiadamm, para que conozcas a Bebe y a su gente. Bebe tiene repartidas por Berlín veinticuatro salas de juego que son como cavernas. Las heredó de su familia. Darian le tiene una envidia a Bebe que se muere. Durante dos horas has tenido que oír cómo ambos trataban de impresionar al otro contándose sus éxitos, sus batallitas. Al final, Bebe dijo que la semana siguiente mandaría a dos chicas a hacer la calle, mientras durase el verano, eso traería un poco de distracción al barrio. Darian no tenía nada que pudiera competir con eso, así que murmuró algo para decir que teníais que iros. Eran poco más de las diez, y no habías aprendido nada en todo ese tiempo. A ti te gusta aprender cosas nuevas.

Al salir del metro, ellos estaban esperándoos. Caminaron hacia vosotros, dos por el medio, dos por la izquierda y dos por la derecha. Darian no vaciló ni un instante y echó a correr, apartó a los dos tipos del medio con los hombros, y tú corriste de inmediato detrás de él. Corristeis por las calles, por los patios traseros, en dirección a las ruinas, porque conocéis bien el sitio.

¿Cómo ibas a saber que esos seis tíos las conocían?

Esperáis brevemente junto al semáforo y cruzáis en rojo. Te alegra que sea tarde. No te gustaría que alguien te viera con esos jodidos calzoncillos.

Zapatillas deportivas, calcetines blancos y calzoncillos azules, con unos relojes blancos encima. Un regalo de Navidad de tu madre.

Darian te pregunta por cuarta vez por qué siempre tienes que llevar vaqueros. Los chándales son mucho más cómodos. Tú no sabes qué responder a eso.

Es una típica noche de martes, y en la calle no hay nada, sólo los dos o tres vagabundos habituales que están delante del kiosco y os silban cuando pasáis. El kiosco permanece abierto hasta las dos, y hasta las dos los vagabundos no se moverán de allí. Da igual cómo esté el tiempo, los vagabundos siempre están allí. Delante de la puerta de tu edificio, Darian te pega un coscorrón.

—Oye, tío, ¿estás todavía aquí?

—Sí, sí…

—Mañana te devuelvo los pantalones. Y prométeme que cerrarás el pico.

—De acuerdo.

—Lo digo en serio.

—Lo sé.

No parece tener intenciones de irse, todavía quiere algo más de ti.

Sientes cómo se te tensan los músculos, como si tuvieras que esquivar un segundo golpe.

—¿Va todo bien entre nosotros?

—Claro.

—Estamos aquí el uno para el otro, Mirko.

—Lo sé.

Él cierra el puño, tú cierras el puño, y cuando los dos puños se encuentran, os miráis y Darian dice: —Está bien que lo hayamos aclarado.

—Todo está claro.

—Y piénsate lo de los chándales.

—Cuando me pongo un chándal, me parezco a un pavo con aspiraciones de jugar al fútbol.

—Ahí le has dado.

—Gracias.

—Saluda a tu madre de mi parte.

—Lo haré.

—Hasta mañana entonces.

—Hasta mañana.

Después de entrar a hurtadillas en el piso, sigues hasta el cuarto de baño y te lavas la cara. Dejas correr el agua de la ducha mientras permaneces sentado, inmóvil, en el borde de la bañera, como si alguien te hubiera quitado las pilas. De vez en cuando metes la mano bajo el chorro, tienes la mente completamente vacía, te duele la nariz, y el dolor es un latido sordo. Pero todo está bien. El ruido de la ducha te tranquiliza. Es como una película que puedes ver tantas veces como lo desees. Y cuando metes la mano, ésta se moja y tú pasas a formar parte de la película.

Te metes bajo la ducha. Te frotas el cuerpo para sacarte el pánico y disfrutas con el agua cayéndote por la espalda. Los golpes en la pared del baño te sacan bruscamente de tus pensamientos. Cierras el grifo, te secas y te pones la toalla alrededor de la cintura.

—¿Por qué tienes que ducharte tan tarde?

Tu madre está tumbada en el sofá del salón, con una novelita de amor en el regazo y un cigarrillo en la mano izquierda, mientras que su mano derecha reposa en el sitio donde tendría que estar el corazón. Su pregunta es de esas que no buscan una respuesta. Le das los saludos que le envía Darian y entras en tu habitación. Cierras la puerta a tus espaldas, dejas caer la toalla y te vistes, como si el día acabara de comenzar. La cabeza te vuelve a funcionar, te sientes decepcionado de ti mismo. Fue un error echar a correr. Darian no lo olvidará nunca. Por suerte no había allí nadie más de la pandilla. Por dondequiera que lo mires, sabes que tendrás que arreglarlo de algún modo.

«De algún modo.»

A través de la ventana entra el olor de los kebabs y del humo de los cigarrillos, las voces de los vagabundos pueden diferenciarse claramente la una de la otra, suenan más roncas. En algunas ocasiones tu madre ha bajado para quejarse. Vivís en la segunda planta, y sois los únicos que os quejáis. Los vagabundos habituales se burlan de vosotros.

Te abotonas la camisa, tienes las manos sucias todavía de la grasa de la cadena, y no se te quitará en varios días. Parece como si la policía te hubiera tomado las huellas dactilares. El tío Runa te matará. Miras el reloj. Si no apareces en el kiosco de las pizzas antes de la medianoche, ya puedes quedarte en casa. Tu tío te espera desde hace una hora y dieciséis minutos. Te gustaría ser Darian. Alguien que no se deja mangonear. «Salvo esta noche, esta noche se ha dejado mangonear y zarandear», piensas, y de inmediato te avergüenzas de haberlo pensado.

No podía ser de otro modo. En cuanto el puesto se llena de clientes, el buen humor del tío Runa se incrementa. Ahora no se ve a nadie. Ni siquiera a un exhausto taxista que hace una pausa para dar un respiro a sus hemorroides. Un zumbido de insectos colma la noche. Al otro lado de la calle hay alguna gente sentada delante de los cafés. De vez en cuando una risotada, el ruido de una silla al moverse, cuando alguien se pone de pie. La cabina telefónica que está al lado parece un ojo amarillo que centellea de forma irregular y te transmite con un guiño noticias absurdas.

El tío Runa está apoyado en la abollada nevera y mira fijamente a los cafés de enfrente, como si fueran sus enemigos personales. No entiende cómo se pueden abrir cuatro cafés en la esquina de una calle. Son muchas las cosas que tu tío no entiende. Va con un delantal blanco y una camiseta roja con un Cadillac plateado impreso en el pecho. Lleva la camiseta metida dentro de los pantalones, y la barriga le cuelga por encima del cinturón. No tienes ni idea de por qué no es capaz de vestirse de un modo normal. Ya no tiene veinte años, tiene cuarenta y tantos, y hace como si supiera lo que está de moda.

Debería preguntarte a ti. Tú sí que sabes lo que está de moda, porque tú eres lo contrario, tú sí que eres guay.

—¿Qué vienes a buscar aquí? —pregunta tu tío, y escupe a través de los colmillos. Cuando tenías seis años, quiso enseñarte a escupir de ese modo.

Esa manera desenfadada de escupir. Jamás lo aprendiste, así que él te estampó el cartelito de «tonto». Al tío Runa le gusta decir que se siente culpable por tu padre, y por eso te deja trabajar para él. Él hace algo bueno por ti. Lo cual no le impide pagarte únicamente seis euros la hora. Desde las diez de la noche hasta las cuatro de la madrugada te encargas del kiosco de las pizzas, y luego caes en la cama, rendido, o estás tan eufórico que pasas la noche en vela y te duermes en clase. Así van las cosas desde hace tres meses.

Tú preferirías pasearte por los clubes al lado de Darian, vendiendo hierba y pastillas. Pero nadie te respeta todavía. Todavía eres un cero a la izquierda.

—Dime, ¿qué vienes a buscar?

El tío Runa siempre te hace el mismo numerito cuando llegas tarde. No hay ninguna variación, siempre la misma cara desencajada, como si estuviera entre un montón de perros que llevan tu nombre. Un tren de cercanías pasa por el puente. Cuando vuelve el silencio, tú murmuras: —Lo siento.

—¿Y por qué tienes las manos así?

Escondes los dedos manchados a la espalda.

—Tu madre es una buena mujer, lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé.

De repente el tío Runa estalla, como si tú hubieras dicho lo contrario.

—Jamás te atrevas a decir nada en contra de tu madre, ¡¿me entiendes?!

¡Tu madre es un ángel! ¡Ni te atrevas a decir nada en contra de tu madre! ¡Tu padre es un hijo de puta! Contra él puedes decir lo que te dé la gana.

—Él es tu hermano. .

—¡Por eso sé muy bien que es un hijo de la gran puta!

El tío Runa se tranquiliza de nuevo.

—¿Qué te piensas? ¿Cómo crees que lo sé, eh?

Por encima del hombro, mira hacia el reloj. Sabes que tiene algo con tu madre. Por la manera en que la toca y la besa al saludarla, por la forma en que se sienta a veces en la cocina por las mañanas, como si hubiera pasado la noche allí. Sabes muy bien que tu madre jamás golpea la pared cuando el tío Runa se pasa mucho tiempo en la ducha. Su albornoz está colgado detrás de la puerta.

«Probablemente él se alegre de que mi padre haya desaparecido.»

Tu tío respira hondo, como si tuviera que tomar una importante decisión. El Cadillac que lleva en el pecho se estira. Alguien arranca una motocicleta, una mujer ríe.

—¿Qué voy a hacer contigo, chaval?

Tú guardas silencio. El tío Runa se rasca la cabeza y suspira. Entonces sabes que todo va a ir bien.

—Vamos, ponte a trabajar. Ponte a trabajar de una vez, y no hablemos más de esto.

Quince minutos más tarde tu tío te da un coscorrón, como si allí, en tu cabeza, viviera alguien, y se marcha, dejándote solo. Te lo imaginas caminando por aquellas calles, saludando a los dos vagabundos con un gesto de la cabeza, como si fueran sus dos perros guardianes preferidos, te lo imaginas subiendo las escaleras hasta la segunda planta y te imaginas a tu madre abriéndole la puerta; te los imaginas riendo, más o menos como la mujer de hace un rato, con arrogancia y aires de superioridad, porque saben que en las próximas horas estarás ocupado, mientras que ellos tienen todo el tiempo del mundo para follar hasta perder el sentido. En algún momento tendrán que pagar por eso. Y más de seis euros la hora. De eso estás seguro.

La justicia de este mundo algún día tendrá que ponerse de tu lado. No tienes ni idea de cómo será esa justicia, qué aspecto tendrá, en realidad tampoco piensas en serio sobre eso, porque en ese momento te alegras de poder estar por fin solo detrás del mostrador.

«Solo.»

Hoy es el día del espectador, y dentro de media hora acabarán las funciones de la noche y esto se va a llenar. Te preparas y pones delante, sobre la nevera, las bebidas que ya están frías, hasta que forman una hilera perfecta; cortas verduras y mezclas las ensaladas. En la radio suena una música, subes el volumen y nadie te dice que lo bajes. Nadie quiere nada de ti. Salvo la clientela, pero eso está bien, ellos sí que deben querer algo de ti.

Mientras que tu tío, casi siempre, desenvuelve las bases de las pizzas con antelación, para que todo sea más rápido, tú prefieres hacerlo en el momento de servirlas, para que estén frescas. Así el cliente verá que estás haciendo algo por él. Salsa de tomate, un poco de queso y los ingredientes, y luego un poco más de queso. Te encanta el sonido de las bandejas de latón entrando en el horno. La mirada al cliente, la pregunta de si es eso lo que quería. Siempre una sonrisa, siempre satisfecho. Tú.

«Sí, yo…»

—¿Yo?

—Sí, tú. ¿Qué estás mirando?

Son las dos de la madrugada, la oleada de los que han ido al cine ha mermado desde la medianoche, y tú puedes contar los clientes con los dedos de una mano. Hace rato que desististe de contar a los borrachos, ya que ellos no son auténticos clientes, son alcohólicos que se ponen hasta las cejas y necesitan siempre un último trago antes de ir a acurrucarse en el banco de un parque para arrancar un día más del calendario de sus vidas.

—Yo… Yo no miro nada —mientes, y no tienes ni idea de cuánto tiempo llevas mirándola fijamente. Sus ojos verdes brillan como dos fogatas lejanas, y su pelo es de un rojo tan oscuro que es casi negro. Sobre su boca no se te ocurre nada de momento, y esa boca se mueve, y dice: —¿Dónde está el tipo que hace las pizzas?

—Yo soy el tipo que hace las pizzas.

—Tú, como mucho, tendrás doce años.

Tú no reaccionas, en primavera cumplirás los dieciséis, pero te lo guardas para ti, porque temes que ella es mayor. Tiene que ser mayor, es arrogante y descarada, o se lo hace. No puedes saber que está jugando contigo. Sabe quién eres y que andas con Darian. Te ve todos los días en el instituto y sabe que tú también te has fijado en ella. Si hubieras sabido todo eso en ese momento, ahora todo sería mucho más fácil para ti. Así que, sencillamente, sólo estás un poco asustado y miras nervioso hacia otra parte, apartando la vista de ella. Está sola, y es la primera vez que la ves sola.

Normalmente está siempre con un grupo de chicas que revolotean a su alrededor como si ella fuera un foco de luz. Te gusta particularmente la pequeña cicatriz que tiene en la barbilla, como si en realidad fuera una chica frágil.

Entonces ella chasquea los dedos delante de tu cara.

—Bueno, ¿qué?

No sabes lo que quiere decir.

—¿Qué edad tienes ahora?

—Quince.

—Ni hablar.

Te encoges de hombros y deseas que el momento perdure. Que dure horas, días. No es necesario ni que habléis. Le hornearías una pizza tras otra, le despacharías las bebidas que quisiera y te quedarías mirándola todo el tiempo. Nada más. Sería muy bonito que, mientras tanto, ella riera y dijera que siente haber pensado que tenías doce años, que no pareces en absoluto un chico de doce años. Eso sería muy amable de su parte. Pero ahora te das cuenta de que tiene los ojos vidriosos. O está colocada o borracha.

—Tú te llamas Mirko y vives en la Seelingstrasse, ¿no?

—Encima del kiosco —respondes, como si ella te hubiera hecho un cumplido. «Pero ¿cómo sabe ella todo eso?», te preguntas, y entonces ella misma te contesta: —Te he visto un par de veces saliendo del edificio.

—Ah.

—Sí, ah.

Os miráis, y puesto que no se te ocurre nada mejor, le muestras tu mano.

—Hoy tuve una pelea. Me defendí con una cadena de bicicleta.

Ella te mira la mano herida, te mira a ti, no parece impresionada. Pero en fin, sigue hablando contigo. Te dice que necesita urgentemente un móvil.

Su dedo índice se alza en el aire.

—Es para una sola llamada, te lo juro.

Tú no señalas a la cabina telefónica que hay detrás de vosotros, tampoco preguntas qué le ha pasado a su teléfono. Las chicas siempre tienen un móvil. Ahora no preguntes nada. Ve hasta la parte trasera, mete la mano en tu mochila y regresa con tu móvil.

—Sí, claro.

Vas hasta la parte trasera, metes la mano en tu mochila y regresas con tu móvil. Ella ni te da las gracias, se da la vuelta y empieza a marcar. Bajas el volumen de la radio, para escucharla.

—… no, nada de eso, estoy aquí atascada… No, nada… Pero yo… Te pagaré diez, te lo prometo. ¿Qué? Por favor, Paule, ven a recogerme… ¿Qué?

¿Sabes la hora que es? ¡Por aquí no pasan autobuses! Además, los detesto, eso lo sabes tú muy bien. ¡¿Qué?! ¡A tomar por culo la tía Sissi…!

De repente se da la vuelta, con tu móvil pegado todavía al oído, te mira, te ha pillado, tú te encoges un poco, pero le sostienes la mirada.

—¡Una mierda también! —exclama ella, y de pronto no sabes si está hablando contigo.

Ella apaga el móvil. Le preguntas si tiene algún problema.

—¿Qué sabes tú de problemas?

—Yo… Yo podría llevarte hasta tu casa.

—¿Cómo vas a llevarme hasta mi casa?

—Puedo hacerlo si quiero.

—Pero a ti no te voy a dar diez euros.

—De acuerdo, no pasa nada.

Te ríes y no sabes lo que estás haciendo. El tío Runa te va a estrangular si cierras el kiosco aunque sea un minuto. Pero haces algo aun peor. Después de que el tío Runa te haya estrangulado, va a cortarte en pedacitos, en cuanto averigüe que le has cogido su destartalada Vespa.

—¿Con ese cacharro?

Ella ha rodeado el kiosco de las pizzas, y tú le has quitado la lona a la motocicleta como alguien que hace un truco de magia. Ella está allí de pie, como si quisiera comprar la Vespa, luego le da un golpe con el pie a la rueda trasera, la moto casi se cae de lado. Te estremeces, pero no dices nada. El tío Runa da una vuelta con ella a la manzana una vez por semana, para que la batería no se descargue. Pilló esa Vespa de un vertedero de chatarra, y la reparó él mismo. La llama Dragica.

—Pero no me pongo casco, que quede claro.

Ella señala a sus cabellos recogidos en un moño alto. Tú asientes, si no quiere ponerse el casco, que no se lo ponga. Desanudas el lazo del delantal y hueles por un momento su respiración. «Definitivamente, está borracha.» La llave de la Vespa está colgada en un gancho encima de la radio. La coges como si fuese algo que haces todos los días. Tal vez después vayas con ella hasta la calle donde vives, la Seelingstrasse, y toques el claxon. Tal vez el tío Runa reconozca el traqueteo de Dragica y eche a correr detrás de ti.

Después de cerrar el kiosco, te pones el casco de tu tío. Te queda grande, pero eso no tiene importancia. Ella está allí, y te extiende la mano.

—¿Qué pasa?

—¿Pensaste que te iba a dejar conducir a ti?

—Pero…

—O todo o nada.

Le entregas la llave y te imaginas lo que se sentirá al ir sentado detrás de ella. Su calor, su proximidad. En las curvas os apretaréis, y seréis como una sola persona. No ella, no tú, sino vosotros. Y mientras piensas eso, sientes una gran excitación y se te empina, y enseguida piensas en tu madre, la imaginas sacándole las vísceras a un pollo, pero entonces la Vespa despierta a la vida con un ronquido, baja el bordillo traqueteando y se mueve a través de la calle. Un taxi toca el claxon y entonces las luces de la Vespa se encienden y la moto desaparece por la esquina más próxima.

Sin ti.