RAGNAR

Oskar no es el primer muerto que ves. Si no prestas atención, a alguien podría ocurrírsele la idea de que se trata de una tradición familiar. Y aunque en ese momento aquello no te parece gracioso, horas después harás un chiste sobre eso y, una vez más, serás el único en reírte de él.

Tu primer muerto fue un loco que por el día se comportaba de un modo normal y al que, por la noche, cuando llegaba a casa, se le iba la olla. Has leído mucho sobre enfermedades mentales, esquizofrenia. Te has informado intensamente sobre los efectos mentales de las guerras, pues siempre quisiste entender a tu padre. Pero ¿cómo ha de entenderse la paranoia de un hombre que jamás ha estado en una guerra?

Has averiguado que un tío tuyo sufre esas mismas alucinaciones. Tal vez se trataba de un defecto genético. Todo es posible, pero nada se puede disculpar. Cada uno es responsable de su propia vida, y las disculpas son para cobardes. Tu padre era, definitivamente, uno de ellos.

Trabajaba en una empresa de construcción como albañil, y conoció a tu madre a principios de los años sesenta en Oslo. Le propuso matrimonio y se la trajo a Alemania. Los primeros años de su matrimonio transcurrieron sin fricciones, y sólo cuando Oskar y tú nacisteis cambió todo. Vuestro padre empezó con vuestra educación cuando tú tenías seis años y Oskar, tres. Fuera de vuestro piso era el hombre más normal que uno pueda imaginarse. Pero cuando abría aquella puerta después del trabajo, se hacía el silencio. El televisor crepitaba muy bajito, las conversaciones se quedaban colgadas en el aire, como un eco en las habitaciones, y a veces incluso llegasteis a contener el aliento. Tan pronto como vuestro padre entraba en el piso, empezaba una vida distinta para vosotros.

Dos décadas después le preguntaste a tu madre cómo había podido dejarse hacer todo aquello, y si jamás había tenido dudas sobre el estado mental de su marido. Ella no te entendió. Quiso saber por qué tenías que mancillar la memoria de tu padre.

Después de que entraba en el piso, se quitaba los zapatos y desaparecía en el cuarto de baño. Durante ese tiempo, tu madre pasaba la cadena y aseguraba la puerta del apartamento con varios candados. Traía con tu ayuda la plancha de metal que estaba detrás del guardarropa y la colocaba contra la puerta. Se colocaban dos fijaciones y la puerta del piso quedaba asegurada.

Para ti era al revés. Estabais atrapados.

En una ocasión cometiste el error de abrir la puerta del cuarto de baño, aunque tu padre os lo había prohibido. Sentías curiosidad y por entonces la locura de tu padre parecía ser tan sólo una tenue llovizna pasajera. Tenías siete años y tenías que averiguar, sencillamente, lo que ocurría en aquel baño cada día después del trabajo. Esperaste a que tu madre se fuera con Oskar a la cocina para preparar la cena y entonces empujaste la manilla de la puerta.

Tu padre estaba desnudo delante del lavabo y se estaba lavando con una esponja. No se veía nada más. Te sentiste tan aliviado que casi te echas a reír. En realidad no querías saber nada más. Pero tu alivio no duró ni diez segundos. Tu padre te dijo entonces que entraras y cerraras la puerta tras de ti. No te miró al decirlo, no era necesario que te mirara. Tú lo escuchaste y obedeciste. Tu padre dejó la esponja a un lado y dijo que debías apagar la luz.

Obedeciste. Tu padre corrió la cortina que estaba delante de la ventanita del baño. Todo se volvió oscuro, muy oscuro. Tu padre te preguntó si sabías lo que era el miedo. Asentiste. Tu padre quería oír una respuesta. De modo que le dijiste que sí: «Sí, sé lo que es el miedo.» Silencio. Sentiste que tu padre estaba justo delante de ti. El olor de su cuerpo desnudo. Debió de haberse inclinado hacia delante, porque su respiración pasó por tu cara como una llamarada. «Tú no tienes ni idea de lo que es el miedo», te dijo. Entonces oíste el agua correr, y en el instante siguiente una toalla húmeda te envolvió la cabeza. Aquella toalla fue como un shock. Era asfixiante y estaba fría. Aunque no podías ver nada, él cogió aquella toalla. Tu padre volvió a preguntarte si sabías lo que era el miedo. Y también dijo: «Yo te voy a enseñar lo que es el miedo. Voy a inculcarte todo sobre el miedo, para que aprendas a respetarlo y a prestarle atención. Porque sin miedo no puedes vivir. El miedo es aire, es agua, el miedo es todo.» Tú reaccionaste instintivamente, lo de la toalla era demasiado para ti, no podías respirar y empezaste a lanzar golpes a tu alrededor.

Pero no recuerdas nada más.

Más tarde, tu madre te recogió del suelo y te llevó en brazos a la cama.

A las seis, ella volvió a despertarte para que limpiaras la guarrería del baño.

Te quedaste sin aliento cuando viste lo que habías hecho. Había vómito en las baldosas, orín y dos huellas de manos ensangrentadas en la pared pintada de blanco, manchas que tuviste que frotar con un trapo y con jabón hasta que quedaron relucientes. Jamás volviste a cometer el error de sorprender a tu padre en el cuarto de baño. Aprendiste a respetar el miedo.

En cuanto vuestro padre salía del baño, empezaban los preparativos. Él examinaba todas las ventanas, revisaba con lupa la puerta de la calle y había que asegurar la puerta del jardín antes de que vuestra madre bajara las persianas. Te acuerdas de que ella siempre os aseguraba en secreto que todo eso se arreglaría pronto, que vuestro padre estaba pasando por una mala etapa. Se equivocaba. Aquella llovizna se convertiría en una tormenta.

Tu padre tenía sus planes.

Sacaba en préstamo, de la biblioteca, libros sobre la guerra, y os enseñaba a sobrevivir en parajes hostiles. Una vez llegó a casa y os exigió que le sacarais una bala del brazo. Se quitó la camisa. Allí estaban sus brazos fibrosos, sus músculos nudosos, pero ninguna herida. Oskar ya sabía lo que vendría a continuación, y a la vista del brazo desnudo rompió a llorar.

Vuestro padre señaló la caja.

La caja era una maleta de metal abollada que había pertenecido a vuestro abuelo. El que no obedecía o rompía a llorar, iba a parar dentro de esa maleta. Recuerdas el olor. Betún y aceite de linaza. Vuestra madre encerró a Oskar. Jamás una palabra de protesta salió de sus labios. El lloriqueo de Oskar salía de la maleta como si fuese un insecto atrapado.

—Aquí —dijo tu padre dándote unos golpecitos en el hombro—, aquí está la maldita bala. Sácala, Ragnar, sácala.

Lo hiciste todo bien. Calentaste el cuchillo con un quemador. Le alcanzaste a tu padre una botella de aguardiente y le hiciste beber. Tu madre tenía preparadas las vendas. No vacilaste ni un segundo, y le cortaste la piel a tu padre, como si fuera un trozo de tocino en un plato. Todavía tienes la imagen clara y nítida ante tus ojos, ves cómo la hoja del cuchillo penetra y divide la piel, cómo la sangre empieza a brotar, primero de un modo vacilante, para luego empezar a correr por el brazo, y tu padre te sonríe y te dice: —Está bien así, me has salvado la vida.

En esos años siempre teníais ojeras, porque vuestro padre no os dejaba ir a la cama antes de medianoche. Teníais tanto que hacer, tanto que aprender. Él os hacía ver documentales de la guerra y os enseñó cómo se cuida un arma. Con nueve años podías desmontar una Luger y armarla de nuevo. Podías diferenciar munición de distinto calibre y decir cuál era la más apropiada para determinada situación. Estudiaste los puntos más vulnerables del cuerpo humano.

Y aunque vuestro padre jamás había matado a un ser humano, tú aprendiste de él. Te convertiste en su herramienta, mientras que a Oskar le costaba, no comprendía lo que significaba todo aquello. Sencillamente, era demasiado pequeño. Tenía miedo, y tú lo tomaste bajo tu protección. Y funcionó. Vuestro padre fue concentrando su atención cada vez más en ti, Oskar quedó exonerado.

Y esa protección se la brindaste a tu hermano hasta el día de hoy.

Desde el lunes por la noche hasta el viernes por la madrugada llevabais una vida distinta. También cuando vuestro padre se iba al trabajo durante el día, y la vida normal os acogía con clemencia durante ese tiempo. Sólo podíais respirar durante los fines de semana. Los sábados y los domingos vuestro padre desaparecía sin dejar rastro y nadie hablaba de ello. Durante dos días, él dejaba de existir para vosotros. Vosotros dos habéis conjeturado que estaría cumpliendo alguna misión secreta, o que tal vez trabajase para el Ejército. Tuvieron que transcurrir ocho años para que pudieras averiguar su secreto. Y hasta hoy no sabes si tu madre estaba enterada del todo. ¿Cómo era posible que no lo supiera? No era una mujer débil ni estúpida. Pero había sucumbido a vuestro padre, eso puede transformar a cualquier mujer fuerte en una criatura lamentable.

Lo peor eran los días en que os inculcaba disciplina. Vuestro padre quería comprobar si podríais mantener la boca cerrada. Quería saber hasta dónde seríais capaces de llegar para defenderos el uno al otro. Y para ello se inventaba juegos. «Revélale a tu hermano un secreto», te decía. Y tú te inclinabas hacia Oskar y le susurrabas algo al oído. «¿Qué te ha revelado tu hermano mayor?», le preguntaba entonces vuestro padre a Oskar, al que los ojos, de inmediato, se le salían de las órbitas, contenía el aliento y negaba con la cabeza. A veces tu padre le ordenaba que se tumbara en el suelo, y a continuación, con la mano, oprimía la pequeña cara de Oskar contra la alfombra. O lo alzaba por los pelos, hasta que las puntas de los dedos de los pies de tu hermano flotaban sobre el suelo. «¿Qué te ha dicho tu hermano?»

Siempre la misma pregunta, una y otra vez. Las lágrimas corrían por las mejillas de Oskar, él no quería defraudar a vuestro padre, quería ser grande y fuerte, y demostrar lo que había aprendido. Entonces vuestro padre lo cogía por el cuello.

—Puedo percibir ese secreto —decía—, está oculto aquí dentro, puedo sentirlo, puedo sentirlo con claridad.

Y eso era demasiado para Oskar, que se desplomaba, inconsciente.

Entonces tu padre se dirigía a ti.

—Tu hermano se ha mostrado como un valiente, ha guardado silencio.

Ahora sólo quedas tú. ¿Cuál es tu secreto? ¿Qué es lo que yo no debo saber?

Y a continuación te amenazaba con un montón de cosas, y tú te mostrabas como un valiente soldado, en posición de firmes, sin mirarlo, porque estaba prohibido el contacto visual. Y hasta le pegaba a tu madre para hacerte hablar. Nada. Te preguntaba si querías que la violara delante de tus ojos. Tú negabas con la cabeza y mantenías la boca cerrada. Pero no debiste mover la cabeza. Eso fue un error.

—¿Me dices a mí que no?

Y entonces te llevó al cuarto de baño, y allí, en la oscuridad, con una toalla mojada sobre la cabeza, te resquebrajaste. Era demasiado, era el recuerdo y la locura de aquel hombre que era tu padre, y siempre encontraba un camino para colarse en tu mente. El secreto salía de tus labios entre balbuceos. Todo había acabado. Tu padre te sacó del baño sin decir palabra.

Esperó a que tu hermano recuperara el sentido, y entonces te escupió en la cara y te dijo que eras un traidor y que habías puesto en juego la vida de toda la familia. También tu hermano tuvo que escupirte y tu madre no estuvo autorizada a mirarte el resto de la noche.

Todo era una cuestión de disciplina.

Desde ese día, hace más de treinta años, sabes muy bien lo que vale mantenerse callado. Tu padre podría hacerte hoy lo que quisiera, que no tendría ninguna oportunidad. Has aprendido.

Tanner y David necesitan cuarenta minutos para encontrar al chico. Lo llevan abajo, a la piscina. David tiene intenciones de contarte por dónde han estado buscando. Pero tú haces un gesto de rechazo, no quieres oírlo. Te dejan solo.

Parece como si tuviera doce años, pero estás seguro de que es mayor, de lo contrario no estaría en la pandilla de tu hijo ni serían amigos. Esperas a que su mirada coincida con la tuya para decirle: —¿Sabes quién soy?

Él niega con la cabeza. No conoce tu cara, pero sí tu nombre.

—Mi nombre es Ragnar Desche.

Entonces se encoge, se arruga del todo. Bien. Su mirada parpadea de izquierda a derecha, poco a poco se va dando cuenta del lío en el que se ha metido.

—Tu novia nos la ha jugado, por eso estás aquí, ¿lo entiendes?

Él asiente, aunque estás convencido de que no sabe de qué estás hablando. Lo dejas pasar, quieres resolver esto cuanto antes.

—También debes haberte dado cuenta de que tengo un pequeño problema aquí. ¿Ves a ese hombre del sillón?

El joven se vuelve.

—Se llama Oskar. Era mi hermano. ¿Sabes ahora por qué he hecho que te busquen?

El chico te mira brevemente, pero luego aparta la mirada. Puedes ver una sombra oscura sobre su labio superior, ves cómo tiembla. Deberías hacerle más preguntas, eso le dará la sensación de que tiene algo que decir.

—¿De dónde eres?

—De aquí.

—¿Y tus padres?

—De Eslovenia.

—¿Se entienden los eslovenos con los serbios?

La mirada del chico vaga nerviosamente otra vez por todo el sótano. «Si se pone a llorar ahora —piensas—, perderé los estribos.»

—Te he hecho una pregunta.

—Yo… Yo no sé…

—¿Eres esloveno y no sabes si los eslovenos se entienden bien con los serbios?

—Yo soy de Berlín.

Das dos pasos y estás junto a él, es un palmo más bajito que tú, tu rostro está sobre el suyo, puedes oler el miedo y el olor a chicle que tiene en la boca.

—Escupe ese chicle.

Lo escupe en el suelo. Se agacha. Tu voz es un siseo.

—Escúchame bien, gilipollas sabihondo, puedo darte por el culo tanto rato que tus padres no sabrán si eres un ser humano o el agujero de un desagüe. También puedo darles por el culo a tus padres, si lo prefieres. Lo que necesito de ti son respuestas claras, no quiero oír nada más. ¿Lo hemos entendido?

Él te ha entendido. Esperas unos segundos y entonces te alejas, coges una de las sillas y la colocas delante de la piscina.

—Ven, siéntate —le dices.

El chico vacila, se sienta y mira a la piscina.

—Es triste la vida, ¿verdad?

El chico no sabe si debe o no responder. Tú te quedas de pie detrás de él y le pones las manos sobre los hombros. De tal padre, tal hijo. Lamentas que tu hijo no esté ahí. Podría aprender algo.

—¿Qué sabes de esa chica?

El joven se estremece, como si le hubieras puesto un cuchillo al cuello.

Pero tus manos siguen donde estaban. Sus clavículas parecen al tacto como si estuvieran hechas con huesos de gallina.

—Cuéntamelo todo. Cómo se llama, dónde puedo encontrarla. En fin, todo.

El cuerpo del chico está tieso como un palo, le quitas las manos de los hombros. Bastaría un golpe para romperle la nuca.

—Tú sabes lo que ella ha hecho.

El chico dice que él no sabe nada. Tiene que decirlo dos veces, su voz es demasiado débil. De repente adoptas un tono amable.

—Mi hijo me ha hablado mucho de ti. Dice que eres bueno, que un día llegarás muy lejos. También me contó que entre tú y esa chica hay algo más.

Me ha dicho que estáis juntos.

Silencio, la cara del chico se pone roja, él mira fijamente a la piscina, y eso también es una respuesta. Probablemente sea uno de esos tipos cortos de entendederas que se hacen pajas seis veces al día y asedian a las chicas con frases tontas.

—¿Conoces a Taja?

El joven niega con la cabeza.

—¿Conoces al padre de Taja?

El chico niega otra vez con la cabeza. Le dices que ése de ahí es el padre de Taja. Él sigue tu brazo con la mirada, mira otra vez a tu hermano muerto y comprende poco a poco la relación. Los ojos se le salen de las órbitas. Ya es hora de que lo entienda del todo.

—Una hija mata a su padre, un hombre pierde a su hermano, cinco kilos de heroína desaparecen y un chico está sentado en una silla y no responde. Así están las cosas.

Miras tu reloj.

—Dentro de media hora abandonaré la casa. Si hasta entonces no he recibido ninguna respuesta tuya, te quedarás aquí. Y ahora mírame.

El chico levanta la vista, tiene lágrimas en los ojos. Huele a hormonas y a sudor, y también un poco a mierda.

—¿Cómo te llamas?

—Mir… Mir… Mirko.

—Hola, Mirko, te queda media hora para salvar tu vida.