El país no volvió a hablar de ti durante casi dos años. Pero tú no habías desaparecido ni te habías ocultado. No eres de esas personas que poseen una doble identidad. Lo del doctor Jekyll y mister Hyde es para ti un absurdo. Tú regresaste a tu vida. Sin hacer ruido. Faltaste ocho horas, ocho horas, en las que nadie te echó de menos.
Tu vida siguió su curso.
Te levantabas por las mañanas y tomabas tu desayuno. Eras valorado en tu trabajo. Almorzabas con tus colegas y charlabas. Ni una sola sombra cruzaba tus pensamientos. Tú eras tú. Los fines de semana cumplías con tus deberes familiares y visitabas a tu hijo de dieciséis años durante un par de horas. Tu mujer os había preparado algo de almorzar, y luego, discretamente, te ponía delante las facturas. Os separasteis de mutuo acuerdo, ninguno habló de divorcio, pues ninguno de los dos quería dar el último paso. Así que cada fin de semana guardabas aquellas facturas, le dabas un beso al chico en la cabeza a modo de despedida y te ibas luego nuevamente a tu apartamento de tres habitaciones.
Algunas noches te encontrabas con amigos, otras te quedabas solo, sentado delante del televisor, contemplando el mundo, viendo cómo éste se salía más o menos de su quicio. Estuviste de vacaciones, ahorraste algún dinero y te operaron dos veces de la rodilla. No pensaste en ningún momento acerca del invierno o del atasco en la A4. Viste los reportajes en los periódicos y oíste las noticias en la radio.
Cuando ponían algún reportaje en la televisión, cambiabas de canal con desinterés. Sabes lo que has hecho, no hay motivo alguno para seguir pensando sobre ello. Tú eres tú. Y, sólo al cabo de unos dos años, el Viajero regresó.
Es octubre.
Es el año 1997.
Es de noche.
Nos encontramos en pleno otoño, y a ti no se te va esa sensación de que el verano no se quiere marchar. El tiempo está moderado, es agradable. Los fines de semana hay tormentas y la temperatura cae por las noches hasta por debajo de los diez grados. Parece el último suspiro del verano.
Llevas cuatro horas en la carretera y pretendes detenerte en una de las áreas de descanso para hacer una breve pausa, pero los aparcamientos están repletos de camiones articulados, así que continúas conduciendo y pones el intermitente al llegar a la siguiente gasolinera. Tampoco allí hay sitio. Los camiones, con sus remolques, te recuerdan casas abandonadas, de esas que ruedan por los campos sin estarse quietas jamás. Todavía te quedan ciento ochenta kilómetros para llegar a casa. No eres de esas personas que van hasta el límite y luego se vienen abajo por el agotamiento. Ése no eres tú.
Después de pasar junto a las bombas de gasolina, aparcas a la sombra de un remolque, bajas del coche y te estiras. Durante unos minutos permaneces inmóvil en medio de la oscuridad y escuchas el ronroneo del motor. A lo lejos se oyen unos pasos, el ruido de los grifos, de motores que arrancan, el rumor de la autovía. Entonces se oye un crujido. Miras a tu alrededor. Al otro lado del aparcamiento hay una hilera de árboles sin hojas que se alzan hacia el cielo de la noche. En una de las ramas hay un cuervo. Se mueve como si quisiera llamar la atención. Y en ese preciso momento te das cuenta de que jamás habías visto un cuervo de noche. Gaviotas sí, y lechuzas, incluso llegaste a ver una vez un azor sobre una señal de tráfico, pero nunca un cuervo. Inclinas la cabeza. El pájaro te imita y luego mira hacia un lado.
Tú sigues su mirada. A trescientos metros de la gasolinera hay un motel.
Encima de la entrada brilla un neón de color rojo. Una mujer sale. Va hasta su coche, sube y se marcha.
Sabes muy bien lo que pensaste.
Pensaste: «Ahora hay una habitación libre.»
Hay siete cámaras en la gasolinera y unos ochocientos coches han pasado por delante de esas ventanas en ese tiempo. La policía ha verificado todas las matrículas. Se creó una brigada especial, una brigada que al año siguiente no se ocupó de otro caso que no fuera ése. Horas extras, frustración, sospechas y una enorme cantidad de idiotas que afirmaron que habían sido ellos. Los periódicos se volvieron como locos, todas las demás novedades perdieron su interés. Pero no tenían nada que ofrecerles a los lectores. Salvo los muertos.
Caminas hacia el motel, entras al vestíbulo y no te sorprende que no haya nadie en la recepción. Es tarde. De una radio sale música. Sobre la recepción cuelga un cartel negro con una flecha blanca que señala un botón.
En el cartel dice: «Por favor, tocar.»
Tú no lo haces.
Desde un cuarto trasero llega el centelleo de un televisor. Entras en esa habitación, una mujer duerme en un sofá desplegable, está tapada hasta el cuello con una manta de lana. En la mesa que tiene delante hay una bandeja de plástico con un plato precocinado. Restos de guisantes. Puré de patatas.
Un pedazo de carne. Al lado hay una botella abierta de Fanta y un vaso vacío.
Te sientas frente a la mujer, en el sillón, y te relajas. El murmullo que llega desde el televisor, el sueño de la mujer, el silencio de la noche. Cuando sales de la habitación, dejas el televisor encendido. La manta de lana se ha movido, la colocas cuidadosamente otra vez sobre el cuerpo de la dama, y la remetes en los extremos.
El motel tiene dos plantas arriba, y en cada planta hay dieciséis cuartos, en la planta baja hay diez. Observas el croquis de los pasillos. Bajo el mostrador de la recepción encuentras una caja. Y en ella hay tres llaves maestras.
Subes hasta la última planta por la escalera.
Abres la primera puerta y entras. Te quedas a la entrada y sales otra vez. También abandonas la segunda habitación al cabo de pocos segundos.
Niños. El olor de los niños. Después de haber entrado en la tercera habitación, respiras profundamente, y te responde una sola respiración.
Cierras la puerta. La oscuridad te rodea.
Estás en el lugar correcto.
Si pasaras hoy por esa gasolinera, podrías ver que el motel está cerrado.
La visión te recordaría aquella noche de hace doce años: sin luces en las ventanas, con las cortinas inmóviles, la calma. El parpadeante neón situado sobre la entrada está roto. Y aunque el aparcamiento estuviera repleto, ya nadie aparca un vehículo delante del motel. «Está maldito», dicen. La maleza se ha abierto paso a través de las grietas, como si quisiera servir de apoyo a la fachada. Ya nadie pone flores delante. Las velas mortuorias también han desaparecido. Sólo hay un horrible grafiti de color amarillo chillón sobre la entrada: «Forever Young.»
Casi dos años después de lo ocurrido en la A4 has vuelto a aparecer, y todos han reconocido tu firma. Los periódicos te llaman el Ángel Vengador.
En internet eras el Viajero, a veces la Pesadilla Alemana o el Lobo Feroz. Los fanáticos te llaman el Flagelo de Dios. Entre tanto, la policía ya sabía que actuabas solo. Había huellas por todas partes, y las huellas no mienten. Eras consciente de eso. Las huellas significan que tú has estado allí. La sinceridad es importante para ti. No hay nada que quieras ocultar. Todos deben saber que existes. Claro que tus huellas dactilares no pudieron ayudar mucho a la policía. No tienes antecedentes, no estás fichado en ninguna parte, tú sólo existes en tu mundo.
Tu mito fue creciendo más allá de las fronteras de Alemania, tu eco se extendió por toda Europa. En Inglaterra, un empleado de banco se volvió loco, en Chequia fue un cliente de un supermercado y en Italia fue una mujer que explicó luego que ya no soportaba más la presión. Los acontecimientos empezaron a acumularse. En Suecia, un hombre mató a su familia a golpes y recorrió todo el edificio de apartamentos con las manos ensangrentadas, hasta que un perro pastor se le tiró al cuello. En Holanda, un jovencito puso unos explosivos en un McDonald’s, hizo cola y encendió la mecha cuando le tocaba su turno. Un telepredicador habló del Juicio Final, se hicieron estudios, teorías y diagnósticos llenaban las pausas para la publicidad. La humanidad parecía caminar directamente hacia la autodestrucción con los brazos abiertos. Y nada de eso tenía que ver contigo.
Nada de rabia, ni de desesperación, nada de instintos autodestructivos o de venganza.
Nada de odio, ni de amor, ni de religión, ni de política.
No tienes prisa. Entras en las habitaciones, una tras otra, y te sientas al borde de las camas. Los observas mientras duermen, como se contempla a un enfermo que tiene fiebre y necesita una mano que lo refresque. Te asombras de lo que está pasando contigo. El aquí. El ahora. Tú, al borde de la cama de una persona desconocida. Tú, con tus manos alrededor de su cuello, con tus puños en su rostro. Tú, que no vacilas ni una sola vez. Y ellos, que intentan defenderse y luego desisten. Y siempre aparece esa sensación de entendimiento. Como si supieran por qué lo haces. Como si comprendieran en esos breves instantes antes de morir. Por lo menos así lo sentías tú: como si ellos entendieran. Como si entendieran que estás en medio de una búsqueda, que tienes que explorar la oscuridad. Porque la oscuridad siempre está ahí. Y en la oscuridad no puede encontrarse nada.
Esa noche entras en cuarenta y dos habitaciones y dejas un rastro de treinta y seis muertos. Luego vuelves a colocar la llave maestra en la caja y sales a la noche, como alguien que ha terminado de descansar y sabe que ahora puede continuar viaje.
El cuervo ha desaparecido del árbol, el neón sigue brillando sobre la entrada. Han pasado tres horas. El tráfico se mueve, incansable, en ambas direcciones. El mundo fuera del motel apenas ha cambiado.
Durante el viaje a casa te miras las manos sobre el volante. Esta vez no te has puesto guantes. Tienes las manos magulladas, los nudillos ensangrentados. El dolor te sienta bien. «Soy, existo.» Eres consciente de que has dejado muchas huellas y rastros.
Pero eso te sienta bien. Es lo adecuado.