Te sientes como si estuvieras deslizándote de culo por la calle. Sólo que no duele. Es una sensación increíble lo de ir sentada tan bajo. Miras a la derecha y podrías rascarle las rodillas a la gente de la acera. El Jaguar ronronea. Habláis poco, y eso también produce una buena sensación, dar vueltas por ahí en un coche sin hablar demasiado, entenderse sin palabras y dejarse llevar con la mente en blanco, con un cigarrillo entre los labios. Puro lujo.
—¿Tienes hambre? —pregunta Neil.
No, no tienes, tampoco tienes sed, simplemente estás satisfecha como hacía tiempo no lo estabas. Tu corazón aletea todavía, como si alguien te hubiera encerrado en el pecho uno de esos colibríes. «Aleteos. Aleteos.»
Miras a Neil de reojo y no piensas nada, lo haces sin más, y le pones una mano sobre el muslo. Neil no reacciona, no te mira, no dice nada, sigue conduciendo, con las manos en el volante y el aire dándole en la cara.
Sencillamente tienes que preguntarle.
—¿Adónde vamos?
—¡¿Qué?!
Se lo gritas.
—A bailar —responde él.
—Bien —le dices, y dejas tu mano en su muslo.
El portero no quiere dejarte pasar. Neil saca un par de billetes, pero el portero sigue sin querer dejarte pasar, entonces Neil se lo lleva aparte. Es tan alto como el propio portero, pero la mitad de ancho. Le habla en voz baja.
Con mucha soltura. A continuación, el portero vuelve a mirarte, se pasa la mano por la frente, como si hubiese recibido un golpe, y te hace una seña para que entres. Ya no hay problema. Incluso te sonríe. Ese tipejo no conseguiría acabar en tu cama ni aunque fuese el último tío en el mundo.
—¿Qué le has dicho? —preguntas.
Neil simula una pistola con el pulgar y el índice, te la coloca sobre la sien y ríe.
—Lo amenacé.
Avanzáis entre la multitud, el centelleo de las luces es cegador, y huele a cigarrillos y a niebla artificial, y también hay un tenue olor a limón. En la barra hay un sitio libre, y os apoyáis contra el mostrador, os gritáis al oído y reís con ganas. Sobre la barra hay un espejo de por lo menos diez metros de largo y por un instante terrible no te encuentras en él. Las palmas de tus manos se te humedecen. Ves a Neil, ves a la gente que está a vuestro alrededor, la luz, el humo, la niebla, pero tú no estás allí. Como una vampira.
Invisible. Entonces ves tus pelos recogidos hacia arriba, ves tus morritos, encuentras tu propia mirada, y a continuación te preguntas si en realidad eres tan bajita e insignificante como te dice el espejo. Jamás te habías visto de ese modo. «Eressh una besshtia del sexo», te decía siempre Alberto. Pero ése decía muchas cosas.
—¿Te gusta? —te pregunta Neil, a gritos, y tú sueltas un «¡Yeah!», aunque no te va mucho esa música. No obstante, te mueves como si en todo el día no oyeras otra cosa que no fuera soul, sólo falta que cantes. Pero, antes de llegar a ese punto, Neil te alcanza una cerveza con una rodaja de limón en el cuello de la botella, y brindáis, y al momento la cerveza se ha terminado y os ponéis a bailar, y os acariciáis, y todo es como debería ser, e incluso, luego, un poco mejor. Puedes oler a Neil entre todos los demás olores, su perfume, el sudor que hay debajo, y huele bien, huele tan bien que te aprietas contra él, y él sonríe y te rodea con sus brazos y te dice al oído: —¿Al baño?
Lo que quisieras es seguir bailando, ésa es la verdad, el ahora, pero le agarras la mano y lo sigues a los lavabos. Te das cuenta de que piensas demasiado. Te faltan esos pequeños momentos especiales. Quieres detenerte y decir que todo va demasiado rápido.
«Ni siquiera me ha besado. Ni siquiera me ha tocado. Ni siquiera…»
«Deja ya de pensar, Stinke», te reprendes a ti misma, y te llevas la mano a la boca con la esperanza de que tu aliento no huela mal, y también esperas que el maquillaje no se te haya corrido con el sudor, y también intentas recordar qué bragas llevas puestas.
«Por favor, que no sean las rojas con la florecillas azules, por favor.»
Neil entra en el baño de los hombres y pasa junto a dos tipos. Cierra las puertas, encuentra una cabina vacía y te arrastra dentro de ella junto con él.
Cierra la puerta y pasa el pestillo.
«Prisioneros.»
La música ahora no es más que un murmullo. La luz negra hace que los dientes de Neil brillen, sus glóbulos oculares centellean como el fuego de magnesio que has visto en la clase de química. Frío y extraño. El temblor nervioso te va abandonando en pequeñas oleadas, el colibrí, cansado, se desploma en tu pecho. Has perdido clase, te muestras temerosa y cohibida.
Ya no te sientes como te sentías cuando subiste al coche con Neil. Eres una mano extendida. Desnuda y sensible. Sería bueno que pudieras apagar esa voz en tu cabeza: «Si ahora me besa, lo haré todo. De lo contrario, no funcionará. No voy a hacer ningún disparate. Lo haré todo con él, porque creo que Neil sabe lo que hace, él me va a…»
—Tengo un problema —dice él, interrumpiendo tus pensamientos.
—De acuerdo —dices demasiado rápido, e intentas sonreír.
—No, en serio —dice Neil, y te habla de esa chica—: ¿Tal vez la has visto? ¿Al otro lado de la pista de baile? ¿Casi directamente bajo la cabina del DJ? ¿No te llamó la atención? ¿No?
Bueno, no es tan importante, en cualquier caso Neil ha venido desde Hamburgo a Berlín por ella. Claro que él también quería ver a su padre, pero en realidad sólo ha venido por esa chica, y no sabe qué hacer ahora. Necesita ayuda. Tu ayuda.
—¿Mi ayuda?
—Sí.
—¿Y por qué yo?
Él cierra los ojos, como si no pudiera soportar más los lavabos con todos sus garabatos y mamarrachadas. Cuando te mira de nuevo, tienes la sensación de que acaba de despertar. Su mirada casi da pena, es como si estuviera a punto de echarse a llorar. «No, deja eso», piensas, y lamentas al instante haber venido con él hasta aquí. Los problemas con las tías deben resolverlos los propios tíos. ¿Te abordó y te dio la brasa por eso? ¿Es que tienes aspecto de un jodido paño de lágrimas?
—¿Acaso te parezco un jodido paño de lágrimas?
—Pareces auténtica —te dice Neil, y se apoya contra la puerta del baño y vuelve a cerrar los ojos—. Es lo único que sé.
Su nombre es Kira. Neil la conoció en una fiesta en Hamburgo y estuvo con ella. Luego la perdió de vista, y Kira desapareció, sencillamente se largó.
Y Neil empezó a arder, así lo dice él, literal.
—Empecé a arder.
Averiguó que Kira vivía en Berlín con la amiga de un amigo, y le pidió el coche prestado a su madre. Kira no sabe que él está aquí. Y Neil no sabe qué hacer. Y tú estás en el medio, y te sientes como si todavía estuvieras en el cine, en la última fila, con la pantalla algo desenfocada, con la gente gritando, mientras ven una aburrida mezcla de crisis de pareja y comedia sexual.
«Veremos quién es el primero que ríe», piensas cuando estáis de nuevo en la barra. Neil ha conseguido dos botellas de cerveza y pregunta qué te parece Kira.
—Échale un vistazo —te ruega.
Tú miras hacia allí; Kira, por supuesto, es otra de esas depiladas. Pelo liso, cara lisa y, cuando ríe, sus dientes también son lisos. Te recuerda un poco a Taja, una de esas chicas que todos quieren tener por amiga. Sólo que Taja no es tan «lisa», tiene ángulos y aristas, y eso la hace especialmente atractiva. Pero tú no quieres pensar ahora en Taja. Neil está esperando una respuesta. Pero ¿qué quiere oír? Que su Kira tiene un aspecto impresionante, que tú desearías que ahora esté teniendo uno de esos días y que se esté haciendo la tonta. Pero las chicas como Kira no se hacen las tontas, y sus días sólo les llegan cuando nadie las está viendo.
—¿Qué impresión te causa?
Tú miras al techo. ¿Qué le pasa a este tío?
—Mírala tú mismo.
Neil niega con la cabeza, no, no puede hacerlo. Mira fijamente al espejo que está encima de la barra. No puede, no quiere mirar hacia allí.
—Pero ¿qué te acojona? Ésa no es más que una tía como otra cualquiera, seguramente se acuerda de ti. Tú ya no tienes dieciséis años, ¿a qué viene tanto miedo?
Neil hace girar la botella entre sus manos, luego alza los hombros y se queda allí como un idiota, con los hombros alzados. No te queda más remedio que preguntarle: —¿Estás enamorado?
Sus hombros bajan de nuevo, su mirada te evita, y se clava en el espejo situado encima de la barra.
«Has acertado de lleno.»
Ríes.
«¿Y todo eso porque está un poquito enamorado?»
—Estoy maldito —dice él.
—¿Qué?
—No, de veras. Me pasa desde que tengo uso de razón. Y no para. La busco, la busco y no la encuentro. Me comporto como un idiota y ni siquiera puedo… ¿Tú nunca te has enamorado?
—Gilipolleces.
—¿Qué son gilipolleces?
—Pues lo de estar enamorado. Eso es una gilipollez. Eso es para los que no tienen nada mejor que hacer. Por eso yo no me enamoro, ¿entiendes? Para eso me hago daño y me pellizco yo misma.
—No es igual.
—No sabes cómo pellizco.
Neil da un paso atrás, tú lo agarras del brazo. Bebes un trago de su cerveza, aunque tu botella está todavía medio llena. Vaya aguafiestas que es este tío.
—Entonces, ¿nunca has tenido novio? —pregunta él.
—¿Quieres una lista?
—¡¿Y ni una sola vez te has enamorado?! No lo creo.
Neil aparta la mirada del espejo y te mira directamente a los ojos. Son unos reflectores. Notas que, a causa del susto, un poco de cerveza se te sale por las comisuras de los labios, y dejas de nuevo la botella en su sitio.
—Yo me enamoraría de ti ahora mismo —dice él—. Si Kira no estuviera ahí, estaría loco por ti.
Toses. Esto es como un thriller psicológico. Ahora tú sólo tienes que ir hasta allí y romperle la cabeza a esa Kira, y ya tendrías un nuevo novio que, además, estaría enamorado de ti.
—Bien, yo me ocuparé de ella —dices, y vas hasta donde está Kira.
Mientras avanzas a duras penas entre la gente que baila, no puedes sacarte de la cabeza la frase de Neil. «Pareces auténtica.» En realidad quizá era un insulto. ¿Qué quiso decir con eso? ¿Y por qué te escogió precisamente a ti?
«¿Porque yo estaba allí sola, porque no había nadie más cerca, porque…?»
Todo basura. «Nada es casual», dijo Indi una vez, todo pasa como debe pasar. ¿Por qué ibas a dudar de eso ahora? ¿Por qué eres tan jodidamente insegura? Espera a oír lo que dirán tus amigas cuando oigan lo que te ha pasado. Se pondrán verdes de envidia y no te creerán ni una palabra.
—Hola.
Te detienes delante de Kira, te metes las manos en los bolsillos traseros del pantalón y sacas pecho. Ella te sonríe, tiene unos veintipocos, le pega mucho a Neil. Kira se inclina hacia delante y tú también lo haces, como si quisierais abrazaros, pero entonces tú le dices tu nombre al oído, tu nombre verdadero.
—Con dos eles —le explicas, y ella te ofrece la mano. Tienes los dedos fríos como el mármol, destellos verdes en las pupilas.
«Mierda, es guapa la tía.»
—¿Conoces a aquel tío de allí? ¿El que está junto a la barra?
Kira mira por encima de ti. Neil sigue dándoos la espalda. Tú estás segura de que os está observando a través del espejo de la barra.
—Es el tipo que está apartando la vista. El de la trenza. Es mi amigo. Lo conociste en Hamburgo en una fiesta. Luego él te siguió hasta aquí y me ha traído a este lugar. Quería que yo te viera. ¿Lo entiendes? Para que yo te vea y lo comprenda. Está un poco confundido, por tanto viento en la cara, supongo. No sabe a quién quiere. Si a ti o a mí. ¿Tú lo quieres?
—¿A quién?
Kira está flipando, puedes verlo en su ceño fruncido, ves que no sabe de quién estás hablando.
—Neil.
—¿Neil?
—Sí, Neil.
—Jamás he oído ese nombre.
—Oh.
—¿Es simpático?
—Mucho.
— Sorry.
—¿ Sorry, por qué?
—Porque está confundido, pero la verdad es que yo no lo recuerdo.
Tú asientes como si entendieras.
—Bueno, se quedará hecho polvo… —le dices, y vuelves donde Neil.
—¿Y?
Te pregunta sin darse la vuelta, con los ojos fijos en el espejo, os ha estado observando todo el tiempo y ha raspado la etiqueta de la botella de cerveza. Vamos, un cobarde. Pero está bien, también tiene que haber cobardes. Le pegas tus labios al oído y le dices: —Ella quiere hablar contigo —le dices, antes de darte la vuelta y dejarlo solo en la barra.
Y ahora estás ahí, todavía tempran o, la noche acaba de comenzar y podrías esperar a la pandilla en el parque. Podrías si quisieras, pero ¿qué es lo que quieres?
Sientes como si hubiera pasado un día entero. El tiempo con Neil se ha extendido como si alguien hubiera agarrado los minutos y los hubiera estirado.
«Como mínimo podría haberme besado.»
Te imaginas cómo habría sido. Sus labios, los tuyos, y adelante. No hay nada que hacer. No tienes fantasía. En cuanto la cosa se pone seria, la pantalla se queda en blanco. En tu boca queda el sabor de la cerveza y del limón, y te recuerda a una playa, el mar, crees oír el rumor de las olas, pero no eres capaz de imaginarte un simple beso.
«Una mierda.»
Miras al cielo. Estrellas sobre Berlín: eso siempre es un milagro. «La ciudad está demasiado iluminada —te explicó una vez Schnappi— y por culpa de todas esas luces no puedes ver el cielo. Los reflejos y esas cosas.» Esa tía lo sabe siempre todo. No obstante, deseas que ahora ella estuviera allí. Ella y Rute y Nessi. Y Taja, claro, también Taja. Ella enseguida sabría lo que has hecho mal con Neil.
La añoranza empieza a entrarte en el cuerpo, y te muerdes el labio inferior.
«Taja, ¿dónde estás?» Un agujero en la barriga, atravesado por el viento, y allí hay siempre un punto frío, da igual lo que uno haga, ese punto jamás se calienta. Han pasado seis días y tú ya ni puedes recordar su cara.
«¿Qué pasaría si se ha ido para siempre?»
—¿Qué haces ahí arriba?
Miras a la derecha. Ahí está Neil, de pie al lado de su Jaguar.
—Busco estrellas —le respondes, y bajas del techo del coche.
Neil se frota la cara con ambas manos.
—¿Has estado llorando?
Él deja caer las manos. No ha estado llorando. Pero está acabado.
Entonces dice:
—No se acuerda. Dice que estaba tan borracha que ya no recuerda ni en casa de quién se celebró la fiesta.
Esperas a ver si dice algo más, pero no. No puedes dejar de preguntar: —¿Y entonces? ¿Todavía estás enamorado?
Él vuelve a alzar los hombros y los deja caer, lo cual quiere decir cualquier cosa, pero entonces abre la puerta del copiloto y tú subes al coche.
Él va al otro lado del coche. Tú te pones el cinturón, él también lo hace, arranca el motor y os vais. Te das cuenta de que no hay mucho que decir, examinas tu cara en el retrovisor y te dedicas una sonrisa, al tiempo que cruzas tus manos, satisfecha, sobre el regazo.
Están en el parque como un grupo de cuervos atiborrados; a su alrededor hay cajas de pizza y latas de cerveza. Es tu pandilla. Neil no quiere conocerlos, ni siquiera se baja, se queda sentado en el coche y te garabatea su número en la entrada del cine, luego te dedica una sonrisa cansada y dice: «Por si cualquier cosa.» Probablemente ni se dé cuenta de tu beso; sin embargo, tú sí que notas la delgada película de sudor que cubre su mejilla, y te lo imaginas regresando a Hamburgo por la autovía, viajando durante horas, solo, hasta los camiones le adelantarán. Y hay algo que sabes con toda seguridad: pronto se olvidará de Kira, pero no de ti.