«Mejor ser una bocazas que tener las tetas pequeñas», ése siempre ha sido tu lema, pero es mejor que ahora no lo digas. Nessi debe escuchar algo diferente. Algo así como: —Vaya tontería, ¡tú no estás embarazada!
—¿Cómo que no?
—No estarás embarazada…
—Pero…
—¿Te has hecho la prueba?
—No.
—Si no te has hecho la prueba, entonces no estás embarazada, ¿de acuerdo?
Contra tu lógica Nessi no puede decir nada, por lo que la llevas a rastras hasta la Bleibtreustrasse, luego a la Kantstrasse y de allí directamente a la primera farmacia para regalarle una prueba de embarazo, como si la estuvieras invitando a comer un kebab, sólo que esa prueba es bastante más cara.
—¿Por qué será tan cara?
La farmacéutica se encoge de hombros, como si la prueba no le pareciera cara. Leéis el manual de instrucciones y le susurras a Nessi que la farmacéutica es una de esas que nunca se quedan embarazadas y que por eso la prueba cuesta una fortuna. Entonces te diriges de nuevo a la farmacéutica y le dices con una sonrisa melosa: —¿Ocho euros? ¡¿Está usted segura de que esto cuesta ocho euros?!
La mujer pasa una vez más la cajita por el escáner.
El precio es correcto.
—Tenemos también el envase de dos —dice ella—, y ése cuesta diez noventa y cinco.
—Bueno, eso es una ganga —dices, y miras a Nessi. ¿Necesitamos dos?
—Dos estaría bien.
—Aceptamos la ganga —le dices a la farmacéutica, y le sonríes como si le hubieras tomado el pelo gracias a un truco brillante.
De la farmacia os vais al café más cercano. Antes de que el camarero pueda moverse, le gritas que sólo necesitáis mear. En el baño, las dos os apretujáis en una de las cabinas. Nessi está pálida, para ella todo va demasiado rápido.
—Toma aire, bonita.
Nessi toma aire.
Los bastoncitos para la prueba están envueltos en papel transparente, y tú se los enseñas a Nessi, poniéndoselos delante de las narices.
—Ahora meas sobre esto y lo sabremos, porque mientras no lo sepamos no estarás embarazada. Esto es como las matemáticas.
Ella te mira como si hubieses estado hablando en vietnamita. Es un momento raro en el que te preguntas por primera vez por qué Nessi se preocupa tanto en realidad. A tus ojos, ella es la madre nata. Vosotras, las otras chicas, sois o demasiado flacuchas o demasiado jóvenes o demasiado estúpidas para llegar a pensar en ser madres. Nessi, en cambio, no sólo parece alguien que ya lo ha vivido todo, sino que tiene el aspecto de alguien que puede controlarlo todo si quiere.
«Un alma vieja», piensas, llena de envidia.
Hace un par de días tu madre volvió a llamarte aparte y te habló de esa pequeña aldea en la que ella creció. Conoces la historia de memoria, y sabes que no tiene sentido interrumpirla. Esta vez te enteraste de que ella ve cosas que nadie más puede ver. Almas. A tu madre siempre se le han dado bien las sorpresas. Ese día te explicó lo siguiente: «Algunas personas tienen almas jóvenes y otras las tienen viejas, y luego están las personas que no tienen alma.» Tú preguntaste luego qué quería decir eso de no tener alma, porque tu madre no sabe explicártelo todo. Sin alma las cosas no funcionan. Es como si alguien viniera al mundo sin corazón. Tu madre te dio entonces unos golpecitos con el dedo índice sobre la frente, y tú tuviste que prometerle que no te ibas a acercar jamás, nunca jamás, ni siquiera diez pasos, a nadie que no tuviera alma.
—Puedes reconocerlos siempre y en todas partes, porque tienen una mirada muy fría, y cuando te miran, te roban el aliento. Promete que nunca vas a dejar que uno así se te acerque ni a diez pasos.
Tú, por supuesto, se lo prometiste, de lo contrario todavía estarías sentada a su lado. Ese día te enteraste de que tu alma era joven e inexperta, y que tu vida sería un viaje largo y sin alegría.
«Gracias, mamá.»
Ahora te interesaría saber lo que tu madre diría sobre Nessi, que ahora te ha dejado confundida y que ojalá no esté embarazada, y que pregunta: —¿Qué quieres decir con eso de que es como las matemáticas?
—¿Qué?
—Has dicho que es como las matemáticas. ¿Por qué?
—Si reflexionas un rato sobre ello, le encontrarás sentido —le dices, y continúas hablando rápidamente—: pero es mejor que ahora no pienses sobre eso, sino que te concentres y mees encima de esto. Y no pongas ese chisme al revés. Mi vecina lo colocó mal en una ocasión, pero ella es una imbécil, una burra. Y a ver si no te meas en la mano, que eso es asqueroso. Aunque alguna gente diga que la terapia con orina es algo estupendo, no puedo imaginarme a mí misma lavándome la cara con mis propios meados, pues eso…
—¡Schnappi!
Levantas las dos manos en señal de disculpa.
—Ya me callo.
Nessi rompe el envoltorio pero no logra abrirlo. Se lo quitas de la mano, empujas el bastoncito fuera del celofán y se lo devuelves. También liberas el segundo bastoncito, para que todo sea más rápido. Ahora sólo esperas que Nessi tenga ganas de orinar, porque sin orinar…
—Vamos —le dices.
Nessi sacude el bastoncito y lo mira.
—¿Cuánto tiempo?
—Dos minutos.
Le alcanzas el otro bastoncito. Doble es más seguro.
Luego os apoyáis en la pared de la cabina y cada una de vosotras sostiene en la mano un bastoncito. Esperáis. El año pasado pillaste a tu madre en el baño. Estaba sentada en el borde de la bañera y se mordía una uña.
Tenía la piel casi transparente, como una de esas medusas que has visto en el mar Báltico. Tu madre sostenía una de esas pruebas de embarazo, del mismo modo que ahora la sostiene Nessi: en vertical, hacia arriba, como si fuera importante que el bastoncito esté en posición vertical mientras lo sostienes.
Sabías que tu madre no quería tener más hijos. Pronto cumplirá los cuarenta y ya tiene suficiente contigo. Nunca habéis hablado de ello, pero tú tienes claro que ella ha abortado. Desde entonces te preguntas si habría sido un hermano o una hermana. No hubieras tenido nada en contra de tener un hermano.
—Mira —dice Nessi en voz baja.
Tú la miras, miras el bastoncito en su mano y a continuación vuelves a mirar a Nessi.
—No voy a llorar —dice Nessi, y rompe a llorar.