RUTE

«Había una vez cinco chicas y yo era una de ellas.» Más o menos así podría empezar el cuento. «Una de ellas.» Así es como te sientes exactamente, acostada boca arriba, encima de ti, el techo de la habitación de color verde moho, que pintaste una tarde con la ayuda de tus amigas, porque el color rosa te ponía de los nervios y necesitabas un cambio. Vives con tus padres en un viejo edificio, la cama está a dos metros del suelo. Cada mañana es como si despertaras en un bosque. Ahora el verde te recuerda el mar, que viste cuando fuiste con tus padres a las Bahamas. Por supuesto que tuviste que bucear, y allí, en el agua, estuvo a punto de pasar. Por un momento te perdiste. Formabas parte de la profundidad y no supiste dónde estaban el arriba y el abajo. Fue la mejor vivencia que has tenido nunca, y desde entonces te has estado preguntando qué hubiese pasado si hubieras decidido mal y hubieras seguido sumergiéndote. ¿Cómo se pierde una? ¿Desaparece o pasa a formar parte del agua?

Ahora yaces en tu cama, y el verde moho del techo está tan cerca que casi se puede tocar. Y aunque estás segura de que no es tan sencillo perderse, por otro lado no lo estás tanto sobre lo que está pasando en realidad entre tus piernas. ¿Es su lengua o es su dedo? Miras hacia abajo, su cabeza se mueve, así que debe de ser su lengua. Pero también se toma su tiempo. Lamentas que las cosas hayan llegado tan lejos. ¿Por qué te dejaste llevar tan fácilmente?

«Lo preguntó de un modo tan simpático…»

¿Y eso es todo?

«Eso es todo.»

Tiras ligeramente de sus cabellos. Eric alza la vista. Le brillan los labios.

Te echa una mirada inquisitiva, y tú en ese momento deseas que pusiera otra expresión.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Qué tal te sientes? —pregunta él, a su vez, y desaparece de nuevo entre tus piernas.

Desearías que fuera su dedo y no su estúpida lengua, porque con el dedo, sin duda, sentirías más. Hay chicos que no saben besar. Intercambian litros de saliva y pretenden oírte gemir de pasión cuando lo hacen. Y tú quieres que te besen de tal modo que las luces parpadeen. Que parpadeen, no que se apaguen. Los chicos deberían aprender de las chicas. En una ocasión, Nessi te besó. Era Fin de Año, y habíais bebido en casa de Taja, estabais sentadas en la cama, y de repente todas empezaron a lamerse, y tu boca fue a parar a la boca de Nessi, y fue el beso con lengua más cachondo que has experimentado hasta ahora.

Eric, definitivamente, no sabe besar, y te pone de los nervios no habérselo dicho desde el primer día. Ya lleváis saliendo dos semanas y te besa como una rana melancólica. Taja te lo había advertido, y ahí lo tienes: un tipo que no sabe besar y se pone a trastear entre tus piernas, como si con su lengua fuera a rascar un número de lotería.

Cuentas los libros que hay en la estantería, tensas el vientre y admiras tu ombligo con el pequeño piercing. Piensas en qué pizza vas a pedir después y si la película será tan retorcida como todos afirman. Luego recitas el alfabeto de atrás hacia delante y, al llegar a la «F», te hartas, así que coges a Eric por las orejas y lo atraes hacia arriba. En algún momento hay que decir basta. Lo besas y él vuelve a hacer la rana, pero hasta eso es mejor que el baboseo de ahí abajo. Saboreas su lengua y tu propia excitación te excita aún más, y todo es como un círculo que se cierra. Eric se desliza entre tus muslos, la presión es agradable, y tú te aprietas contra él, tu vientre se estremece y empieza a moverse tan rápidamente que lo agarras a él por la nuca para no perder la cabeza del todo. Su boca aterriza sobre tu cuello, quieres advertirle de que lo matarás si te deja alguna marca, pero ya no eres capaz de advertirle nada, porque tus luces empiezan a encenderse, no parpadean, son sencillamente unas luces, mientras el orgasmo atraviesa tu cuerpo como un cuchillo al rojo vivo, cortando un trozo de mantequilla, sin detenerse ni una sola vez, y te recorre dos veces seguidas.

Eric ni se entera, está demasiado excitado para enterarse de algo. Te manosea los pechos, respira en tu oído. Deja caer su nuca y te hundes hacia atrás. El cuchillo ha desaparecido, ahora no eres más que un trozo de mantequilla que se derrite. Es el calor entre las piernas, y la suavidad de tu yo en tu cabeza. Sería perfecto si ahora estuvieras sola.

—Oh, Dios —suspira Eric cuando se la coges con la mano. Se estremece, se aprieta más contra ti, con placer, pero también con el pánico constante de correrse demasiado rápido.

Por encima de su hombro, miras el reloj. Todavía tenéis diez minutos.

Tu mano abre la cremallera, de manera lenta y desganada, tus dedos parecen moverse bajo el agua. A él le tiemblan las rodillas. Lo empujas hacia abajo y lo tumbas. Él ha perdido toda voluntad, podrías hacer con él lo que te venga en gana. Sus bóxers están húmedos en dos partes. Lo tocas y él empieza a retorcerse. Eric había dicho una vez que tu cara sería demasiado para él, y tú te lo imaginaste satisfaciéndose, mirando jadeante la foto del grupo de clase. Ahora tiene los ojos muy abiertos, está casi asustado. «Esto no es amor —piensas—, esto es otra cosa.» Le bajas los calzoncillos sin perder el contacto visual. Le hueles el pene antes de verlo. El olor, la expectación.

—Cierra los ojos —le dices.

Eric cierra los ojos con fuerza, como si su vida dependiera de ello. Tú te inclinas hacia abajo y le besas el glande, se lo lames. Está ardiendo, y tiene un sabor un poco amargo. Insististe en que se lo lavara antes. Con suavidad, te metes el pene en la boca y sientes cómo se estremece y crece, pero entonces lo dejas caer de nuevo. Llega con sacudidas agitadas, fluye, y cae en tu mano, en su barriga, en las sábanas. Y él gime. «Qué mono», piensas, y colocas un dedo sobre su polla temblorosa, y puedes sentir su pulso. El temblor disminuye, la fiebre ha pasado. Tú levantas la vista. Eric mira fijamente el techo del cuarto, no puede ni mirarte a los ojos, no ha pasado ni un minuto.

Eric espera abajo, mientras tú te repasas los labios delante del espejo y te preguntas cuál será tu aspecto dentro de catorce años. Es cierto que no tienes pensado cumplir los treinta, pero tampoco tenías pensado que, a los dieciséis, te lamiera una rana. Pues ahora tienes dieciséis y estás delante de un espejo con una pegatina de un poni en una punta y un corazón negro en la otra, y te preguntas por qué el tiempo pasa tan velozmente. El corazón lo pintó Taja hace tres años, con rotuladores, cuando tus amigas se quedaron a dormir una noche en tu casa. «Para siempre», dice debajo del corazón. No recuerdas a quién se le ocurrió la idea. Porque nada es para siempre, todo tiene fecha de caducidad.

«Y yo en algún momento cumpliré los treinta.»

No eres lo que se dice un bellezón, estás entre la belleza y el anonimato.

Tus ojos son como agua turbia, y tu pelo es liso y tan claro que es casi blanco.

A muchos les recuerdas a alguien, pero nadie sabe decir a quién exactamente.

Si no existieran tus amigas, tú, probablemente, serías invisible.

Vosotras os parecéis también en muchas cosas, pero lo que os diferencia fundamentalmente es tu hambre. Ninguna de las chicas sabe cómo te sientes.

Hay un hambre en ti que no tiene fin, aun cuando estás llena. Esa hambre hace que te despiertes por las noches, asustada. Quieres más: más música, más charla, más tiempo y más sexo, y, sobre todo, quieres más vida. Tu habitación tiene quince metros cuadrados, no más. Y tú ansías más.

Tus amigas no saben nada de tus planes. Piensan que estaréis recorriendo las calles de Berlín dentro de cien años, que lo compartiréis todo y no os separaréis nunca. Pero tú no te haces ilusiones. Mírate, con tu cara no llegarás muy lejos, del resto tendrá que ocuparse tu mente y tu buen juicio. Y eso sí que te sobra.

El tatuaje de tu muñeca apenas puede leerse, aunque no tiene ni un mes. Agujas, tinta y una botella de vodka. La letra es diminuta. «Finito.» Si tus amigas supieran que te lavas el tatuaje cada noche con jabón, no te lo perdonarían. Y si supieran que cuando acabes la secundaria quieres estudiar el preuniversitario, les daría algo. Vosotras tenéis planes. Ahí está Stinke, con su estúpido salón de belleza, como si eso fuera lo máximo, pulirles las arrugas a una panda de jubiladas. Schnappi, simplemente, quiere alejarse lo más que pueda de la loca de su madre, que está planeando, desde hace una eternidad, regresar a Vietnam con su hija para encontrarle allí al hombre adecuado. Schnappi en Vietnam, eso es como tú, trabajando de cajera en el Aldi. Nessi es la que tiene el plan más loco: quiere vivir con vosotras en el campo. Da igual dónde. Ella es vuestra ecologista particular, y sueña con fundar una comuna en la que podáis cocinar juntas todos los días, charlar y ser felices, y que el mundo exterior desaparezca. Y la artista del grupo es Taja, que ha heredado el talento de su padre y, cuando acabe el instituto, quiere deambular por Europa para tocar por las calles, algo que a ti te parece estúpido, más estúpido que abrir un estúpido salón de belleza. ¿A quién le gusta esa gente que anda por las esquinas aporreando una guitarra? O lo que es peor, ¿a quién le gusta ir sentado en el metro y que, de pronto, entre uno de esos que pretenden animarles el día a los demás?

Lo que tú deseas es poder robarle un cachito a cada una de tus amigas: la rabia de Stinke, la energía de Schnappi, la calidez de Nessi, y muy especialmente te gustaría tener algo de Taja, porque desde hace una semana ha desaparecido, y te daría igual qué parte de ella recibieras, porque lo aceptarías todo. El brillo de sus ojos, que es como si se acercara una tormenta, o su afán de aventura, como si la vida fuera cada vez más peligrosa y no una aburrida sucesión de horas lectivas.

Habéis visto a Taja por última vez hace seis días, y desde entonces todo está como apagado. Nadie devuelve las llamadas, no hay respuestas a los sms. Nada. Stinke fue incluso hasta su casa en Frohnau, pero nadie le abrió la puerta. Schnappi cree que a lo mejor Taja está de viaje con su padre, como hizo por Navidades, que hizo las maletas y estuvo en Tahití, tumbada en una playa, hasta después de Año Nuevo.

Pero esta vez no, y menos tan poco antes de acabar el instituto.

«Por nada del mundo.»

La verdad es que echas mucho de menos a Taja, y compruebas cien veces al día tu móvil porque no quieres perderte ningún mensaje suyo.

Desearías que hubierais tenido una pelea, en ese caso habría una razón.

—Quisiera que estuvieras aquí —dices en voz baja a tu imagen reflejada en el espejo, al tiempo que acaricias el corazón negro y piensas que ya habrá tiempo de desaparecer. Te echas una última ojeada, cansada de tanta hambre, antes de bajar a donde está Eric, que ya te está esperando impaciente.

Las palomitas saben a cartón. El tipo que está detrás de la máquina dice que no puede hacer nada, que es lo que hay. Te promete que la próxima vez te dará una ración recién hecha. Y tú le preguntas a qué próxima vez se refiere. Entonces se pone rojo, y Schnappi se ríe, al tiempo que te da un golpe con el hombro, de modo que dejas caer la mitad de las palomitas sobre el mostrador.

Encontráis la fila cuarenta y cinco, y os apretujáis allí, pues, como siempre, habéis llegado demasiado tarde y ya han empezado a pasar los anuncios, y todos se quejan y dicen cosas, en especial Jenni. Tú le enseñas un dedo, dándole a entender que preste atención a la pantalla, de lo contrario le vas a tirar el Sprite por la cabeza. Entonces por fin te sientas, y Schnappi dice:

«Llegamos demasiado tarde, ya se han acabado los anuncios.» A lo que tú respondes diciendo que ya lo habías notado. Sólo Nessi mantiene el pico cerrado, está allí sentada y parece como si prefiriese estar en otro sitio. Los tráilers de las películas empiezan, y en eso llega Stinke, que entra corriendo, y todos vuelven a quejarse, mientras Stinke va pasando encogida a lo largo de la fila, pisoteando a todo el mundo, y en cuanto ha tomado asiento, en cuanto todo se calma, suena el móvil de Schnappi, con su cómico sonido, pues ha hecho grabar la tos de su prima como timbre, aunque sólo es chistoso cuando una no está en un cine. Así que todos empiezan a quejarse de nuevo, y Schnappi dice: «Sorry, sorry», y apaga el móvil. Por fin empieza la película, y veis un barco en un puerto, y todos están muy contentos y animados, y a ti te entran ganas de bostezar.

—¿Nos hemos equivocado de película? —pregunta Stinke.

—Tranquila.

Stinke se hunde en el asiento y dice que odia los días de cine.

—¿Y entonces por qué vienes?

—¿Y por qué no?

Bebes de tu Sprite, Schnappi se inclina hacia ti y coge de tus palomitas, se las mete en la boca y las escupe al momento.

—¡¿Qué es esto, cartón, o qué?!

Stinke suelta una risotada, y tú tampoco puedes contenerte, el Sprite se te sale por la nariz y gotea entre tus senos.

«Bueno, muchas gracias.»

En la pantalla, la gente está alegre por el inminente viaje en barco, llevan uniforme y tienen ese aspecto con el que uno se imagina a los yanquis los domingos. Eric se da la vuelta y te guiña el ojo. Stinke le pregunta si quiere hacer una foto, Schnappi le lanza unas palomitas a la cabeza, y tú dices que eso es asqueroso; entonces Jenni da una patada en el respaldo de tu asiento y hace «Chsss», para indicarte que te calles, y a ti te entran ganas de darte la vuelta y soltarle una hostia, pero entonces todo explota y a vosotras los corazones se os caen al suelo, y sólo se ven llamas y más llamas, toda la pantalla está envuelta en fuego, y una explosión le sigue a la otra, y vosotras abrís la boca y ya no podéis decir nada más, ya no hay preguntas, pues no cabe duda de que habéis venido a ver la película correcta.