Lo de Stinke es cosa de tu hermano. Es mucho mejor que Isabell. Como si fueras oriunda de España o algo por el estilo. No es normal. Al igual que esa otra chica de noveno, la de las trenzas. Como una hippie, pero a lo techno.
La llaman Kante. ¿Por qué Kante? Como si no estuviera bien de la cabeza. Así que es mejor que seas, y sigas siendo, Stinke. El nombre se te quedó, a pesar de que tu hermano dejó la escuela secundaria hace cuatro años. Pensaste que luego las cosas se calmarían, pero no fue así. Todos siguieron llamándote Stinke, de modo que te acostumbraste. Stinke está bien. Con ese nombre (que más o menos alude a tu mala leche), todos saben que no deben meterse contigo. Y a nadie se le ocurre pensar en algo maloliente o algo por el estilo.
Cómo iban a hacerlo. Tú hueles bien. El perfume es una protección frente al mundo exterior. Una protección contra tipos como Eric, que está dos asientos por delante de ti y ahora se da la vuelta y te lanza una mirada como si te desnudara de pies a cabeza. Cierras los ojos, porque no tienes ganas de verlo.
Ese culo lampiño. Claro que no te refieres a su culo, sino a su estúpida calva, como si fuese un soldado camino del frente, que se hace el guay y se rapa la cabeza una vez por semana, aunque sólo tiene unos pocos pelos en la barbilla, lo que nunca será suficiente para ninguna de esas zorras. Además, ése sí que tendría que tomar más café. O por lo menos eso dice tu tía. La tía Sissi. Siempre dice: «Toma café y te crecerá una barba.» Por lo de las hormonas y eso. Muchas gracias, eso es justamente lo que no necesitas ahora.
Pelos por todas partes. Contra eso la Epolotion, o comoquiera que se llame.
Schnappi, seguramente, podría deletrearlo. Schnappi está siempre al día, es como una estación de radio sin publicidad, que recoge todas las noticias importantes y luego os las comunica.
—Lo del pelo se hace en un pispás —os ha explicado—, se mete una aguja caliente, aquí —dice, señalando el lugar y clavándoos el dedo en la muñeca—. Ahí dentro, en las puertas principales, ¿lo pilláis? O lo hacéis con cera, pero lo de la aguja caliente tarda más, lógico. ¿No os parece? Pues la aguja entra donde nace el pelo y te quema las raíces y suelta un siseo y duele una barbaridad.
—¡Ahhhh! —exclama precisamente Rute, una rubia casi transparente, que no tiene ni un pelo en las piernas.
—No hagas eso —has dicho a continuación, y luego le preguntas a Schnappi cuánto tiempo tarda eso.
—Un par de meses.
—¿¡Un par de meses!?
—¿Qué te piensas?
Habías pensado que un año, pero parece que no es así.
—¿Y quanto costa?
Schnappi ha torcido los ojos.
—No sé lo que cuesta. ¿Acaso el negocio es mío? Ve y pregunta tú misma.
De modo que no puede ser Epolotion, de eso ya te has informado.
Cuesta una salvajada y duele salvajemente. Dos veces una salvajada.
Además, te gusta el afeitado. Tarda un poco, pero tus piernas están ahí, ellas lo harán sin problemas, y luego la piel sólo te arderá un poco. Puedes pedirle a Indi que te lo haga. Será como en esa película: Pretty Woman II. Indi sentado en el borde de la bañera, con tu pie en una mano, la maquinilla de afeitar en la otra, y con muchas ganas de chuparte los dedos de los pies. «Pero Indi —le dirás—, primero afeitar y después chupar.» E Indi responderá: «Claro.» Y luego él te afeitará las piernas y te pondrá totalmente nerviosa con sus miradas, mientras te amodorras en la bañera y bebes sorbos de champú, toda atontada y soñolienta y…
—Eh, ¿estás despierta todavía o qué? —quiere saber Rute.
—Claro, tía.
—Entonces quítame la pierna del hombro.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Babosa.
—Parece que te corras por esa boca, déjate de babas, idiota.
—La babosa lo serás tú —dices, y entrecierras los ojos para ver mejor la pantalla. Vaya cine de mierda. Un sitio de mierda, una película de mierda.
¿Quién va a querer sentarse al fondo del todo? Allí apenas se ve nada. Ojos de mierda. Día de mierda para ir al cine. La próxima vez pagas dos euros y ves un vídeo. Es más divertido. Y si una tiene que mear, no se pierde las escenas más importantes.
—Película de mierda… —murmuras.
Schnappi te da un codazo.
—¡Qué siesa eres, tía!
Nessi está sentada junto a Rute, se inclina hacia delante y te alcanza una Coca-Cola. Por lo menos hay alguien que se acuerda de ti. Bebes y haces sonar los cubitos de hielo. Eric se da la vuelta de nuevo y te echa esa mirada.
Un zombi.
—¿Eres neonazi o qué? —preguntas.
—Bollera —dice él entre dientes, y se da la vuelta.
—Podrías estarte quieta —te ruega Schnappi, y al hacerlo tamborilea con los pies en el suelo, y hasta las personas sentadas cuatro filas más abajo pueden sentirlo. Cada vez que la cosa se pone tensa, Schnappi se transforma en Speedy González.
«Una asiática con speed», piensas, y no puedes evitar reír, pero dices: —Estás hecha un manojo de nervios.
—¿Qué? ¿Has recobrado tu buen humor?
—Cállate, Rute.
—Joder, tía, vete a mear; si sólo quieres sacarnos de quicio, deja que Schnappi te diga cosas al oído y no mires. Es una superamiga.
—Es justamente lo que voy a hacer.
Y eso es justamente lo que haces.
Hay que salir de aquí.
Salir.
La puerta del cine se cierra a tus espaldas, y tú respiras aliviada.
Vaya aire viciado el de ahí dentro. Como si todos se hubieran tirado un pedo a la vez y luego se hubieran puesto a abanicarlo. Sacas un cigarrillo de tu chaqueta, un paquete nuevo, recién sacado de la máquina, nunca te ha gustado ir de gorrona. Retiras el celofán y rasgas el papel plateado, sacas un pitillo con unos golpecitos y te lo metes entre los labios.
—Venga.
Golpeas con el mechero en el dorso de la mano. La piedra está fallando, no sale fuego.
—Genial, ¿y ahora qué?
No estaría nada bien que entres ahora y le pidas fuego a alguien, te lincharían. Genial. Una colilla en los labios y el bolsillo lleno de ceniza. Vete hasta la caja, seguro que allí tienen fuego.
Ya tienes intenciones de largarte, pero en eso ves a ese tipo subiendo las escaleras. Estaría en el baño. No se ha perdido nada.
—Oye, ¿tienes fuego?
De inmediato, el hombre saca un lanzallamas de color dorado.
—Es de mi padre —te explica, como si lo hubiera heredado, como si tuviera que explicártelo, como si le hubieras preguntado. Seguro que lo robó cuando su viejo apartó la vista. ¿Quieres apostar? El tipo es alto como un jugador de baloncesto, es mucho mayor que tú. Tendrá unos veinticinco. Te ofrece fuego y sonríe. Amable.
—Gracias.
—¿A ti tampoco te gusta la película?
—Bah, qué bodrio.
—Ésa es la palabra.
Otra vez su sonrisa. Tú se la devuelves. En todo caso es mejor que estar allí sola.
—¿Qué te parece un helado?
Le dices que estás esperando a tus amigos. A ti no se te puede convencer tan fácilmente. Él mira a su alrededor, como si quisiera comprobar que no es un sueño el hecho de haberte encontrado. Tú estás anhelante.
Entonces te hace un guiño. Sí, un guiño, en serio. Tal vez sea gay o algo por el estilo.
—Podríamos esperar fuera y tomar el helado. Yo te invito. Pero sólo si te apetece —añade, con un evidente signo de interrogación al final. En realidad el tipo es superamable, pero déjalo todavía un minuto con la duda.
Ser amable es la mitad. Y tú no eres ninguna ingenua. «No confíes en ningún extraño que te ofrezca chucherías», te repetía siempre tu tía Sissi, como una cantinela, y quien ha crecido sin padres, suele escuchar lo que le dice su tía.
—Hum —dices, metiendo barriga y examinando al tipo: camiseta negra, vaqueros, unas Dr. Martens en los pies, pulsera de cuero en la muñeca, los cabellos en una trenza. No, no es gay, todavía no has visto a un gay con el pelo largo. Y si tu olfato no te engaña, el tipo lleva tanto perfume detrás de las orejas como tú. Huele bien. Cuando echa un vistazo al reloj, ves otra vez el oro. Podrías apostar que cuando él se ríe, sale el sol.
—¿Por qué te ríes? —pregunta él, y tú sólo sabes sonreír. Pero él dice—: Tenemos todavía una hora, así que, ¿qué te parece?
Preguntas y más preguntas. Joder, Stinke, no te pongas en plan pava, no se te va a tirar a las bragas, y si lo hace, tú has vivido cosas peores. Así que relájate, venga, relájate.
—De acuerdo, un helado estaría bien —dices, y sientes que tu corazón se pone a aletear.
Antes de que dejéis el vestíbulo del cine, compráis un helado al tipo que está detrás de la máquina de palomitas. Tú, por supuesto, pides el más caro, no quieres ir de cutre. El tipo dice: «Genial», y tú ríes, y él también se ríe, y de pronto os veis fuera, lamiendo vuestros helados y mirándoos furtivamente una y otra vez. Mirada de flirteo. Tienes como un velo delante de los ojos. No fue mala idea salir de la sala del cine. Y además, el tipo, según como lo mires, se parece a Alberto. Alberto no era italiano, pero tú hubieras deseado que lo fuera. Alberto venía del Este, y en realidad se llamaba Albert, pero ¿qué nombre es ése, por favor? Alberto sonaba mejor. Ése sí que era un tío. Te volvió loca y te metió en cintura. Estaba loco por ti. Te quería comer, te decía.
«Te voy a comejj», te decía.
Tenía una pronunciación rara, pero era simpático porque podías reírte de ello. Y la verdad es que tú con él no buscabas charlar. Te chupeteaba y te sorbía los labios como si fueran arroz pintado de color rosa. Y un día, en una parada de autobús, te metió la zarpa por detrás, en los vaqueros, la deslizó debajo de la braga y te magreó el culo. No es un chiste, te lo magreó y magreó. «¿Qué haces?», le preguntaste, y te apretó fuerte contra él, con las dos manos metidas bajo las bragas y respirando con dificultad, te magreaba bien, y tú decías: «Ah, ah, ah.» Pudiste sentir su polla. «Soy un fetichista del culo», te gruñó en el oído, y con eso casi te deja sin sentido. Ya no eras aquella tía guay, y por eso murmuraste: «Qué cosas dices.» Y aunque no tenías ni idea de lo que era un fetichista del culo, no tenías mucho tiempo para pensarlo, porque Alberto te apretaba y sobaba las nalgas, tanto que pensaste: «Joder, este tío me va a partir en dos.» En realidad no llegó tan lejos, porque Alberto se quedó de pronto tranquilito y dejó de respirar de aquel modo, y te apretó la barriga con otro «ah, ah, ah», y con un suspiro, y todo eso en una parada de autobús un bonito día de mayo.
—… jamás lo he visto. De niño venía más a menudo a Berlín. Mi padre vive en Friedrichshain, y mi medio hermano en Zehlendorf. Pero mi madre vive en Hamburgo, y yo crecí allí…
El tipo habla y habla y te sonríe, y tú piensas: «¿Cuánto tiempo lleva hablando?» Tú le devuelves la sonrisa y te lames un poco de helado de la muñeca, al tiempo que te preguntas si él también será un fetichista del culo.
—¿Entonces, estás de visita? —preguntas, retomando el final de su última frase.
—Correcto.
—Genial.
—¿Y tú? ¿Todavía vas al instituto?
Tú le muestras tu muñeca. Un pequeño tatuaje destaca en el sitio donde la gente mide el pulso. La letra es diminuta, una sola palabra, nada más.
— Finito?
—Eso, finito.
—¿Vas a hacer la selectividad?
—Qué va.
Entonces miras al techo y ríes: mira que pensar eso, de verdad, como si alguien como tú tuviera aspecto de ir a hacer la selectividad. Este tío hace cada pregunta. Pero presta atención, que ahí viene la siguiente: —¿Y qué planes tienes?
—Ya se verá. Tal vez abra un salón de belleza. Algo así. ¿Y tú?
—No sé adónde quiero ir.
«Rara respuesta», piensas, y haces como si estudiaras los carteles del cine, para que el tipo pueda contemplarte tranquilamente. Tal vez no tenga novia, ya te gustaría a ti. Pero los tipos como él tienen novia, eso está garantizado. Una de esas depiladas que jamás tienen que ir al váter y a las que, al día siguiente por la mañana, la boca les huele a flores. Ése es el tipo que le pega. Demasiado amable para ser de este mundo: habla bien, huele bien y parece tener pasta. Tal vez te preste diez pavos. A lo mejor de ese modo podéis veros de nuevo, con el pretexto de devolverle el dinero.
«No es una mala idea, pero Indi se volvería loco.»
Notas que te está mirando. Su mirada va de tus zapatos de plataforma hacia arriba, hacia tus gastados vaqueros de pana, con el cinturón bien ajustado, cintura estrechita, una blusa bajo la chaqueta de terciopelo, y una larga pausa en tus senos, porque está claro, allí su mirada se ha detenido más tiempo, pero ¿y qué?, a fin de cuentas él pagó el helado. Tal vez se dé cuenta de que te pareces un poco a Kristen Bell, pero con el pelo rojo, aunque quizá nunca haya visto la serie «Veronica Mars».
—¿Qué edad tienes? —pregunta él. Los ojos fijos en tu boca. Pausa.
—Diecisiete —mientes, echándote un año más—. ¿Y tú?
—Soy demasiado viejo.
—Venga ya.
—¿Qué tal veintisiete?
—Está claro, demasiado viejo —dices, y ríes.
Él también se ríe, toma aire y continúa:
—¿Te apetecería…?
—Eh, eh, eh… ¿¡Qué está pasando aquí!?
Indi ha aparecido, está directamente detrás de ti y parece tan mosqueado como anoche. Rastas apelmazadas que le cuelgan hasta los hombros como una fregona deshilachada, los ojos a media asta, el hedor del incienso y el hachís, camisa medio por fuera y medio por dentro, con sus sandalias, los dedos sucios por el polvo de la calle. Te pone una mano alrededor del hombro, de modo que las puntas de sus dedos tocan tu pecho izquierdo, y le pregunta al tipo: —¿Y tú quién eres?
El tipo te mira como si la pregunta se la hubieras hecho tú, y luego responde: —Soy Neil.
—Vaya, un francés, ¿no? —pregunta Indi.
—No —responde Neil, y ríe sin apartar la mirada de ti.
—¿Eres nuevo aquí? —dice Indi.
—¿Y esto qué es? —intervienes tú, por fin—. ¿Un interrogatorio o qué?
Indi te aprieta un poco más hacia él y se asombra de lo que le ha pasado de pronto a su churri. Pero de su churri ya no queda nada, de lo que tienes ganas es de aplastarle los dedos de los pies con tus tacones.
—Eh, sólo quería preguntar —dice Indi—. Mero interés, ¿lo has pillado? Nunca había visto a este tipo por aquí, y no viene mal saber de dónde viene la gente. Europa y eso, ¿verdad?
—Neil creció aquí —le dices— y acaba de regresar de Hamburgo, ¿verdad?
Alzas las cejas al decir eso último. Quieres que Neil vea que lo has escuchado. Y lo has hecho, pero no con la suficiente atención.
—Así es —miente Neil, para no ponerte en ridículo, y entonces se dirige a Indi.
—¿Y tú? ¿Quién eres tú?
—¿Que quién soy yo, tío?
Indi se ríe y se pasa la mano por los mechones de pelo que le caen detrás de la oreja.
—De verdad tienes que ser nuevo, tío, yo soy Conan el Barbero, tío, ¿quién pensaste que era?
Indi suelta una risotada, Neil también ríe, mientras tú intentas no torcer la boca y ni siquiera sonreír. «Qué gilipollas», piensas, y te liberas de su abrazo.
—¿Qué pasa? —pregunta Indi—. ¿Estás cabreada?
—No, pero suéltame.
—Vaya, estás sensible hoy, ¿no?
Indi alza las manos como si se hubiese quemado, y da un paso atrás. Le dedica una sonrisa a Neil, pero éste no se la devuelve.
Está bien así. Indi da otro paso atrás y mira a su alrededor.
—¿Dónde están los otros?
—En el cine, ¿dónde iban a estar?
—¿Qué? ¡¿Ya empezó la película?!
—Hace una hora, tonto del culo.
Indi y el tiempo. Estuviste esperándolo hasta el último minuto y por eso te perdiste la publicidad, que es lo que más te gusta.
—Joder, ¿y qué hago yo ahora?
«Pues vete a casa», piensas, pero en eso Neil te pregunta cómo te llamas.
—Stinke.
—¿Qué?
—Stinke —interviene Indi, y vuelve a rodearte con el brazo—. Es mi nena, ¡¿queda claro?!
Te estampa un beso en la mejilla, y hasta la boca le huele a palitos de sándalo. Lo apartas de un empujón.
—Es un nombre raro —dice Neil.
Haces un gesto como diciendo que no tiene importancia.
—Lo de Stinke es por el perfume.
—¿Te has puesto el apodo por el libro? —pregunta Neil, sorprendido.
—¿Qué libro?
—Pues, la novela.
—No, es que siempre huelo bien. Mira, prueba, huele.
Él se inclina hacia delante y huele tu muñeca.
—Huele bien.
—Tú también.
Os miráis.
—Y porque tengo muy mala leche —admites—. Casi siempre.
—Una auténtica peste, vamos.
—Y de qué manera.
—Eh, yo sigo aquí —dice Indi.
Neil lo ignora y te pregunta si tienes algún plan para esta noche. Tú te encoges de hombros, como si no hubiera nada previsto, como si no tuvieras el plan de irte con tu pandilla hasta el kiosco de pizza y quedaros allí merodeando un rato, como si no quisieras encontraros en la Stuttgartplatz para charlar y fumaros un pitillo, como cada jodido día que vais al cine.
—¿Por qué? —le preguntas.
Neil se inclina hacia delante, sus labios te rozan brevemente la oreja y te susurran: —Te necesito.
Nada más y nada menos.
«Te necesito.»
—Bien —respondes rápidamente, como si cualquier duda pudiera invalidar sus palabras.
—¿Qué es lo que está bien? —pregunta Indi.
—Vamos a dar una vuelta —le explicas.
—¿Y yo qué hago?
—Espera a la pandilla —le aconsejas, y te das la vuelta, caminas un par de metros delante y esperas que Neil no vaya en la otra dirección. No, no lo hace, sus pasos te siguen. Así que respiras hondo, con alivio, te detienes en la esquina y miras hacia el cruce, como si supieras muy bien lo que haces.
—Allí delante.
Neil señala un Jaguar, rojo y elegante, con matrícula de Hamburgo.
—Guau… ¿De dónde lo has sacado?
—Se lo robé a mi madre —responde Neil, y te abre la puerta.