RAGNAR

Esto no es el fin, y un inicio tiene otro aspecto. Éste es el momento intermedio, en el que todo parece todavía posible. Retirada o ataque. Estamos en el presente. Son las ocho de la mañana. Las luces están orientadas hacia ti, porque este viernes por la mañana tomas una decisión que va a cambiar vuestras vidas, cuando estéis allí de pie, junto al borde de la piscina y no podáis creer lo que estáis viendo. La luz tiene un destello azulado y frío, sube por vuestros cuerpos. Verlo es como una pesadilla silenciosa. Nadie se atreve a romper el silencio.

Desearías estar lejos, bien lejos.

Leo ha retrocedido un paso y espera tu reacción. Ha hundido las manos en los bolsillos de su chaqueta y se esfuerza por permanecer quieto. David se encuentra al otro lado de la piscina y se frota la nuca. Trabaja para ti desde hace tres meses, y tú aún no sabes con certeza qué pensar de él. Es joven, ambicioso y uno de los muchos nietos de Tanner. Para ti la familia no significa nada. Decidiste darle una oportunidad al chico porque Tanner ha puesto las manos en el fuego por él. Es la única forma de lazo familiar que respetas.

Respiras hondo. El aire es cálido y limpio, el aparato de aire acondicionado funciona sin hacer ruido. Oskar hizo ampliar el sótano hace cuatro años. Las paredes y el techo han sido cubiertos de nuevo con azulejos.

Y ellos no sólo reflejan la luz, también permiten oír con claridad cada respiración, y resuenan en el silencio como el jadeo de un perro. Te pican las manos. Deseas golpear algo, un saco de arena o una pared. Algo.

«¿Cómo pudo ella hacer esto?»

Te frotas los ojos antes de mirar de nuevo hacia allí. Todavía no te lo crees. Leo cambia de pierna, inquieto, y sabe que pronto habrá jaleo, un buen jaleo.

—No lo creo —dices.

—Tal vez…

Levantas la mano, Leo se calla, y tú te diriges a David: —¿Cuánto calculas que es?

—Treinta, quizá cuarenta kilos, es difícil decirlo.

En la planta de arriba se oyen pasos, pero no levantáis la vista, os quedáis inmóviles alrededor de la piscina. Vuestros reflejos en los espejos son alargados y tiemblan ligeramente. Tal vez haya una línea de metro cerca, o uno de esos monstruosos camiones articulados que se arrastra a lo largo de una calle lateral, enviando sus vibraciones hasta lo más profundo de la tierra.

Vuestros rostros parecen los de unos espíritus, unos fantasmas que lo han visto todo y están cansados de seguir siendo fantasmas. «Cansado es la palabra adecuada», piensas, porque estás mortalmente cansado de toda esta mierda. Te has dado cuenta de que algo oscuro se te viene encima, y debiste estar preparado. Pero ¿quién podía contar con algo así?

—Jamás he visto cosa igual —dice David.

—Jamás debiste ver algo igual —respondes tú, y oyes a Tanner bajando las escaleras. Él se mantiene a unos pasos de distancia a vuestras espaldas.

Tanner es tu mano derecha. Sin él sólo valdrías la mitad. El año que viene cumplirá sesenta, y poco a poco quiere retirarse a descansar. No tienes ni idea de lo que vas a hacer sin él. Él te lo ha enseñado todo, y solamente cuando ya no esté, podrás ver si puedes arreglártelas solo. Uno de vuestros clientes afirmó en una ocasión que Tanner le daba miedo, porque de él no salía nada.

Tanner es una emisora que sólo transmite cuando tiene ganas. Como ahora, por ejemplo, cuando dice: —Nada. Se ha ido. Se lo ha llevado todo.

Tú no reaccionas, a fin de cuentas, ¿qué ibas a decir? Decir «gracias»

hubiera sido, sencillamente, inapropiado. El temblor de la superficie del agua desaparece. De mala gana, apartas la vista de la piscina. Es la primera vez que lo haces conscientemente. Tu rabia y tu frustración necesitan una válvula de escape. Hasta ahora has ignorado a Oskar. No querías hablar con él, ni siquiera podías mirarlo, ya que una sola mirada hubiera bastado para que explotaras. Esto es culpa suya. Te corriges. Bueno, para ser sinceros, es culpa suya y tuya. Jamás debisteis hacer negocios juntos.

«Jamás.»

Míralo cómo duerme sobre ese maldito sillón de cuero, como si no tuviera ningún problema en su vida. Son las ocho de la mañana, y no sería ninguna sorpresa que estuviera borracho.

—Despiértalo.

Leo se inclina sobre Oskar y lo sacude. Ninguna reacción. Leo le propina un par de bofetadas. Una vez, dos veces, y luego retrocede. Eso no va con él. Cuando Leo retrocede, es que hay un problema. Tú reaccionas de inmediato. Tus funciones corporales se ralentizan. La respiración, el pulso. La sangre circula más lentamente, los pensamientos avanzan espesos, como la melaza. «Un reptil —piensas—, me estoy convirtiendo en un jodido reptil.»

Pero Leo también se da cuenta de algo y dice: —Ya no está aquí.

Tras unos pocos pasos estás junto a Oskar y te agachas delante de él.

Tiene la piel pálida y brilla en varios puntos de su cuerpo. Te recuerdan el sushi seco.

—¿Qué pasa con su piel?

—Es hielo.

Leo te muestra su mano, tiene las puntas de los dedos húmedas.

—Debe de haberse congelado.

De buena gana te echarías a reír. Aquí abajo hay más de veinte grados, fuera ha empezado el verano. «Nadie se congela en verano», tienes ganas de decir, pero no puedes pronunciar ni una palabra. David se coloca junto a ti.

Preferirías que mantuviera la distancia. Pero tú mismo tienes la culpa. David se esfuerza para obtener tu reconocimiento, pero tú no se lo pones fácil.

—¿Puedo?

Asientes, y David se agacha a tu lado y le da unos golpecitos a Oskar en la frente, emitiendo un sonido hueco. David busca la arteria del cuello y le sacude la cabeza.

—Leo tiene razón, Oskar ya no está.

Percibes las miradas de Tanner y de Leo en tu espalda, también David te mira. No hay nada que decir, tienes la mente en blanco… Oskar congelado en un sillón, la mercancía desaparecida y luego, esta maldita piscina. Cuando consigues volver a hablar, dices: —Quiero que ella sufra.

—Eso está hecho —responde David.

La respuesta llega demasiado rápido. David no se la ha pensado, aunque ante una orden como ésa es poco lo que hay que pensar. Ha reaccionado de forma automática. Y tú detestas tal cosa, tus hombres deben pensar.

Os levantáis al mismo tiempo, estáis muy cerca el uno del otro, lado a lado, puedes oler su respiración.

—David, ¿qué acabo de decir?

—¿Que ella… debe sufrir…?

Lo agarras por las piernas. Él pretende dar un paso atrás, pero se lo piensa y se queda quieto. Sólo su torso se inclina un poco hacia delante, pero no sucede nada más. Tú lo presionas.

—¿Qué es esto, David?

El sudor le cubre la frente, la respuesta es un jadeo.

—¿Sufrir?

—No, David, esto no es sufrir; sufrir es cuando te arranco los huevos y luego te sumerjo en la piscina. Eso sería sufrir. ¿Entiendes ahora a lo que me refería cuando he dicho que ella debía sufrir?

—Entiendo.

Lo sueltas. Tiene las ventanillas de la nariz abiertas de par en par, una lágrima le corre por la mejilla, le tiembla la mandíbula. David tiene veinticuatro años, tú eres diecinueve años mayor. Os entendéis.

—Traedme al chico.

—Pero ¿dónde vamos a…?

—Pregúntale a Darian —lo interrumpes—, él sabrá dónde podéis encontrarlo. Y David, esto va en serio. Mira debajo de cada piedra, y ni pienses en aparecer de nuevo por aquí sin ese chico.

Entonces te vuelves hacia Tanner.

—Ve con él. Leo y yo esperaremos aquí. Tenéis una hora.

Tanner hace un gesto de asentimiento y se va con David arriba. Le dices a Leo que vaya a conseguir dos sillas. También Leo desaparece. Por fin estás solo con Oskar, y la tensión en ti desaparece. Una pesada flojera viene a ocupar su lugar. «Jamás las cosas debieron llegar tan lejos», piensas, y te entran ganas de gritarle a Oskar y de comportarte como un idiota. «Él ya no está.» Leo no pudo decirlo de un modo más apropiado. El «ya no estar» es algo definitivo. No es un comienzo, y sólo tiene un fin. Pones tu mano por un momento sobre la cabeza de Oskar. Su pelo parece grasiento al tacto, y a través del cuero cabelludo sientes el frío que emana de su cuerpo.

«¿Qué te ha pasado?»

Le levantas el párpado, como si su mirada pudiera revelarte lo que ha sucedido. «Vamos, háblame.» Pero nada. La mirada de un muerto es la mirada de un muerto. No es la primera vez que la ves. Cuando sueltas el párpado de nuevo, éste se cierra lentamente.

Leo baja con las sillas y dice:

—Tío, ahí arriba huele a mil demonios.

Os sentáis delante de Oskar. La masa corporal de Leo hace que la silla desaparezca. Ocho años antes todavía estaba encima de un ring, y daba pena.

En su juventud, Leo había sido dos veces consecutivas campeón regional, pero luego el fuego se apagó y, salvo el propio Leo, todos los demás lo comprendieron. Así que continuó. Al cumplir los cuarenta, un hombre puede estar donde quiera, pero no en un ring. Leo era uno de esos tipos tercos a los que los sesos se le pueden estar saliendo por las orejas, pero que se encogen de hombros y siguen boxeando. Su segunda pasión casi le cuesta la vida. Las deudas de Leo por causa de las apuestas llegaron a alcanzar las seis cifras, y de no ser por Tanner, se tendría que haber ido bien lejos, a Tailandia o Indonesia, donde adoran la carne europea. Peleas sin reglas, peleas sin regreso, pero con mucho dinero. Tanner compró la deuda del veterano boxeador y de ese modo lo salvó. Desde entonces, Leo trabaja para ti y es la sombra de Tanner. No sabes qué secuelas habrá dejado el boxeo en él. Tiene la cara llena de cicatrices, y una buena parte de sus nervios ya no le funciona, sus manos son garras deformes. Su mujer es una ex modelo y lo trata como a un dios. Sabes bien que siempre puedes apostar por Leo. Reposas en él como en una piedra y puede aguantar golpes que nadie más aguanta. Además, casi no se le escapa nada.

—Aquí no hay ni un televisor.

—¿Y eso qué importa?

Leo señala hacia Oskar.

—Si no hay televisor, ¿cómo es que Oskar tiene en la mano un mando a distancia?

Te sorprendes, no te había llamado la atención ese mando a distancia.

Sobresale como una bolsa negra de hielo entre sus dedos.

«Concéntrate, ¿cómo puedes pasar por alto algo así?»

Entonces te inclinas hacia delante y tomas la mano de Oskar entre la tuya. Por su último cumpleaños le regalaste tres relojes y un estuche para guardarlos.

Los relojes los escogió él mismo, pero el estuche fue elección tuya. El marco de cristal está cubierto con pintura negra como de piano, y en cuanto se lo toca, se encienden en el interior cuatro pequeñas lamparitas. Recuerdas que Oskar te llamó después de su fiesta de cumpleaños y te contó que llevaba una hora delante de aquella caja contemplando los relojes, cómo estaban protegidos en su sueño.

Había días en que Oskar parecía un chico de diez años. Lo que no había podido vivir en su infancia, lo había recuperado siendo adulto de una forma exagerada. Y tú estuviste junto a él como un tío que quiere fardar.

El reloj en la muñeca de Oskar te costó diez de los grandes, pero no es resistente al frío. La fecha te revela que Oskar fue congelado el sábado. El reloj se detuvo unos veinte minutos antes de dar las doce.

Leo te pregunta si tienes alguna idea de lo que pudo haber sucedido ahí abajo.

—Ni idea —respondes, y sueltas la mano de Oskar—. Pero si esperamos hasta que se descongele, seguro que nos contará la historia.

Leo no se ríe. Aunque sabe que has hecho un chiste, reír en este momento sería un error. Lo ignoras, como ignoras el sótano y la piscina que están a tus espaldas, y miras fijamente al cadáver congelado de tu hermano, como si lo que has dicho fuera realmente posible por un momento y pudiera ofrecerte respuestas para todas tus preguntas.