EL VIAJERO

Cuanto más aspiramos a llegar a la luz, tanto más deseamos que nos rodee la oscuridad. El mismo deseo que anhela la armonía, añora, en una oscura cámara de nuestro corazón, el caos. Necesitamos ese caos con medida, porque no queremos ser bárbaros. Pero nos convertimos en bárbaros en cuanto perdemos el control sobre nuestro mundo. La distancia hasta el caos es tan sólo un parpadeo.

Nunca los pensamientos se han transmitido tan rápidamente. Las historias ya no nos llegan por vía oral, por tradición, se nos presentan a velocidad de vértigo en forma de kilobytes, de modo que no podemos ni siquiera apartar la mirada. Y cuando esto es demasiado para nosotros, reaccionamos como bárbaros y transformamos el caos en mitos.

Uno de esos mitos surgió durante un invierno, hace catorce años, en la autovía A4 entre Bad Hersfeld y Eisenach. No daremos la fecha exacta, eso puede investigarlo cualquiera por su cuenta. Además, los mitos no se atienen a fechas, son atemporales, y por tanto, están aquí y ahora. Nosotros regresamos al pasado y los convertimos en un ahora.

Es el mes de noviembre.

Es el año 1995.

Es de noche.

El atasco se extiende ya desde hace tres horas en las tres vías, a lo largo de varios kilómetros, a veces se mueven dos carriles, y al final sólo uno, hasta detenerse. La autovía está siendo azotada por la nieve. La visibilidad desaparece a los pocos metros. Los quitanieves se arrastran por las carreteras hacia el atasco, y ellos también se atascan. El cielo se enfurece. Los faros de los coches recuerdan las luces bajo el agua. No es una noche para estar fuera de casa. Nadie estaba preparado para ese cambio de tiempo.

La gente está clavada en sus coches. Al principio dejan el motor en marcha, buscan esperanzadas una emisora de radio que les diga que el atasco se disolverá pronto. Buscan en vano. Es la una de la madrugada, no hay ninguna salida en los alrededores, y si alguna apareciera, estaría intransitable. Parón. Los faros se van apagando uno tras otro, los motores se acallan, y sólo se oyen el viento y la nevada. La gente se echa abrigos por encima, se reclina en los asientos. A un ritmo inconstante, los coches arrancan, las calefacciones calientan unos minutos, los motores se paran de nuevo.

Tú eres uno entre muchos. Estás solo y esperas. Tu sistema de navegación te dice que estás a una hora y cincuenta y siete minutos de tu casa. No puedes creer que te esté pasando esto. Que a alguien en este país le esté pasando justamente esto. Un simple atasco al final de la jornada.

Tú eres uno de los pocos que dejan el motor encendido. No porque estés pasando frío. Ya sabes que en cuanto te rodee el silencio llegará la resignación, y tú no eres de esos que se resignan tan fácilmente. Dejas incluso encendido el sistema de navegación, y contemplas el monitor, como si la distancia hasta tu destino pudiera acortarse a cada instante como por obra y gracia de un milagro. Y cuanto más miras hacia allí, más te preguntas cómo puede estar pasándote algo así.

Mil ciento setenta y ocho personas se hacen la misma pregunta esa noche. Están allí sentadas, incómodas, y maldicen su decisión de haber salido en coche tan tarde. Al final desisten y se adaptan a la situación. Pero tú no. Tu motor sigue funcionando desde hace dos horas y media, antes de que gires la llave y te veas rodeado por el silencio. Te queda poca gasolina. El sistema de navegación se apaga. No hay luz, no hay radio. Es el fin. Cada dos minutos enciendes el limpiaparabrisas para quitar la nieve. Quieres ver lo que pasa fuera.

Y así te enteras de que el primer equipo quitanieves está apartando la nieve en la vía que va en sentido contrario. Parece una criatura cansada que arrastra tras de sí, lentamente, al mundo entero. Arcos de nieve caen en el borde de la carretera, arcos de nieve que se ponen rígidos al instante. «Si están limpiando ese lado, seguramente ya lo estarán haciendo en el nuestro», piensas, y observas el quitanieves en el espejo retrovisor hasta que sólo se ve el parpadeo de las luces traseras. Entonces cierras los ojos y respiras profundamente.

Tu hermana te regaló hace años un curso de yoga, y algunos de los ejercicios se te han quedado grabados. Te metes dentro de ti y meditas. Te conviertes en parte del silencio y te quedas dormido en pocos minutos. Una hora después, tus ventanas están blancas a causa de la nieve, y una luz mortecina inunda el coche, como si estuvieras en el interior de un huevo. El frío te ha alcanzado y te provoca dolor de cabeza. Los limpiaparabrisas ya no se mueven. Te frotas los ojos y decides bajar del coche. Pretendes limpiar la nieve del parabrisas y ver si hay algún quitanieves un poco más adelante.

La decepción es más aguda que el frío. Estás de pie junto a tu coche: ante ti sólo hay oscuridad, y a tus espaldas sólo oscuridad. «Soy parte de esa oscuridad», piensas, y esperas, y confías, en que llegue un destello de luz, y de repente rompes a reír. «Solo —piensas—, estoy completamente solo.»

Únicamente el viento te hace compañía. El viento, la nieve y la desesperada calma de los vehículos allí atascados. La risa hace que te duela la cara.

Deberías moverte, de lo contrario te congelarás.

Coges el abrigo, que está en un asiento trasero, y te lo echas por encima.

Unas agujas de hielo se te clavan, los copos de nieve hacen presión en tus labios. Te pones guantes, respiras y sorprendentemente te sientes pleno.

Como si tu existencia hubiera estado anhelando todo el tiempo que llegara este momento; tú, que bajas del coche; tú, que te das la vuelta y sientes la ventisca, y luego sonríes. Es una buena sonrisa, duele menos que la risa.

Un camión pasa arrastrándose por la vía contraria y hace parpadear los faros, como si quisiera saludarte. El viento en contra te alcanza unos segundos después, con toda su fuerza. No te agachas, sientes la humedad en tu cara, te tambaleas un poco y te preguntas cómo es que no puedes poner fin a esa risita tonta. El camión desaparece, y tú sigues ahí de pie, observando la aparentemente infinita fila de vehículos que está delante de ti, que desaparece en medio de la ventisca. Tu vacilación es breve, te das la vuelta y observas la oscuridad a tus espaldas. «Diecinueve años —piensas—, han pasado diecinueve años desde que me sentí así.» Te preguntas cómo ha podido pasar tanto tiempo, y decides no volver a esperar otros diecinueve años para continuar tu búsqueda.

«Yo estoy en el aquí, y el aquí es ahora.»

No hay manera de avanzar, de modo que decides ir hacia atrás.

En los meses siguientes se presentaron innumerables teorías sobre lo ocurrido aquella noche. ¿Fue una pelea? ¿Fue un asunto de drogas, una venganza, o simplemente locura? Algunos pensaron que tenía que ver con la luna, otros citaban la Biblia… Pero la luna no asomó aquella noche, no se dejó ver, y en el caso de que haya un Dios, esa noche debía mirar en otra dirección.

Hubo muchas conjeturas, todo el mundo tenía su teoría, y así surgió el mito.

Al principio todos estuvieron de acuerdo en que tenían que haber sido varias personas. Ninguna persona sola podía haber hecho aquello. Sólo con el tiempo las teorías se fueron centrando en la tesis del asesino solitario, y así nació el Viajero.

Algunos pensaron que aquello jamás hubiera tenido fin si la nevada no hubiera cesado de pronto. Otros suponían que había un patrón detrás.

Muchos llegaron a afirmar que el Viajero se había cansado.

Puras conjeturas.

Vas hasta el coche que está detrás de ti y subes al asiento del copiloto.

Los cristales están empañados y cubiertos por dentro. No tienes que ver nada.

Sabes lo que haces y sales del coche al cabo de tres minutos.

Sales del segundo coche al cabo de cuatro minutos.

Te saltas el cuarto y el quinto coche, ya que en ellos hay más de una persona. ¿Cómo sabes que el asiento del copiloto está vacío? Tal vez sea un instinto, tal vez sea suerte. En el cuarto coche duermen dos hombres, y en el quinto hay una familia con un perro. El perro es el único que está despierto y te ve pasar como una sombra junto a la ventanilla. Empieza a gimotear y se mea encima del asiento.

En el coche número diez te tropiezas con el primer problema.

Una mujer está sentada, bien arropada, detrás del volante. No puede dormir, porque está aterida de frío y es demasiado tacaña para dejar encendido el motor aunque sea un minuto. Se ha puesto tres jerséis y se ha echado encima el abrigo. Los cristales de su coche están húmedos por dentro, y las gotas de la condensación se han congelado. A la mujer le duele la cara a causa del frío. Sus manos son garras. Lamenta no tener consigo ningún medicamento. Una pastilla para dormir o dos, y todo sería más soportable.

La mujer se asusta cuando se abre la puerta del copiloto. Por un momento piensa que se trata del servicio de emergencias, que viene a traerle una manta y un termo de té. Ya se dispone a protestar por lo mucho que han tardado.

—Tranquila —le dices, y cierras la puerta detrás de ti.

Hueles su cuerpo, el tenue olor del desodorante. Hueles su cansancio y su frustración, que ella exhala en un vaho ácido y frío. Ella pregunta quién eres. Al hacerlo, tiene la boca reseca y los ojos desorbitados. Intenta echarse hacia atrás. Tu mano siente su cuello un poco quebradizo. Se apaga la luz del interior. La empujas contra la puerta del conductor, pones todo el peso de tu cuerpo en ese movimiento, con el brazo izquierdo extendido, como si quisieras mantenerla a distancia. No le quitas la vista de encima ni un segundo mientras lo haces. Sientes cómo te golpea los brazos, el hombro, y observas cómo sus manos se van transformando. Las garras se convierten en unos pájaros llenos de pánico que revolotean. Ella jadea, se asfixia, entonces su mano derecha encuentra la llave del encendido y arranca el motor. No has contado con eso. En el coche número seis, el conductor había intentado pasarse al asiento trasero. En el coche número ocho, el chófer golpeó varias veces la cabeza contra el cristal de la ventanilla para llamar la atención. Pero ninguno de ellos había intentado arrancar el coche y largarse.

La mujer pisa el acelerador, el coche está en punto muerto. El motor suelta un estertor y no sucede nada más. La mujer toca el claxon. Un quejoso ruido de protesta se escapa del coche. Cierras la mano derecha y la golpeas en plena cara. Una y otra vez. Su mentón se rompe, el rostro cae hacia la izquierda, y ella se desploma. La dejas que se hunda, pero mantienes la otra mano en su cuello. Sientes cómo los huesos se desplazan bajo la presión de tu mano. Sientes cómo se le escapa la vida, la sueltas y apagas el motor. No has tardado ni cuatro minutos.

El Viajero continúa.

En el coche número diecisiete te espera un anciano. Lleva el cinturón de seguridad puesto, como si en cualquier momento pudiera continuar el viaje.

En la radio suena música clásica.

—Ya lo esperaba —dice el anciano.

Tú cierras la puerta a tus espaldas, el viejo continúa hablando.

—Lo he visto. Un camión pasó en dirección contraria. Los faros iluminaron esa zona de ahí delante. Y lo he visto a usted a través de la nieve.

Y ahora ha llegado usted aquí, donde estoy yo. No tengo miedo.

—Gracias —le dices.

El viejo se quita el cinturón. Cierra los ojos y deja caer la cabeza sobre el volante, como si quisiera dormir. Su nuca se te ofrece. Ves una cadena de oro que cruza su piel tersa como un hilo. Le rodeas la cabeza con las manos. Un tirón, un crujido seco, y al viejo se le escapa un suspiro. Dejas tus manos un rato reposando sobre su cabeza, como si pudieras de ese modo atrapar sus pensamientos en fuga. Surge un momento perfecto de calma.

Al día siguiente se habla en las noticias de una organización. La policía criminal se esforzó por encontrar una relación entre las veintiséis víctimas.

Las familias estaban de luto, y en todo el país se izaron las banderas a media asta. Se habló de terroristas y de la mafia rusa. Se pensó en un culto, un ritual, la teoría de la secta ocupó muchas páginas. Sólo los forofos de las armas se salvaron, ya que no se había empleado ninguna. A pesar de lo que se dijo, de lo que conjeturó la gente, lo cierto es que nadie habló de «asesinato en serie».

Finalmente un periódico sensacionalista publicó la expresión con letras grandes y envenenadas en la primera página.

«Crimen en serie en la A4.»

Fue un invierno oscuro para Alemania.

Flotaba en el aire la pregunta sobre cuáles habían sido los motivos del Viajero para bajar del último coche, el número veintiséis, y pensar: «Ya es suficiente.» ¿Acaso lo pensó de verdad? ¿Oiría alguna voz, le hablaban demonios o, simplemente, se aburría? Sea cual sea la respuesta, no tuvo que ver con la nevada, porque la nevada duró hasta el amanecer. No, la verdad no es complicada. Es relativamente simple.

Tú sales del coche número veintiséis y no piensas nada. Sientes el viento y sientes el frío, y te sientes protegido, por lo que ya te dispones a ir hasta el siguiente coche, pero entonces, en el horizonte, ves un destello de luz.

Tal vez la nevada haya reflejado alguna luz muy distante. Sea lo que sea, emprendes el camino de regreso a tu coche. Sigues tu propio rastro, casi borrado por el viento y la nieve, y lo abres de nuevo, como una vieja herida.

Al llegar a tu coche quitas la nieve del parabrisas y te sientas tras el volante.

Respiras hondo, colocas el pulgar y el índice en la llave del encendido y esperas. Esperas el momento preciso. Y cuando arrancas el motor, los coches que están delante de ti despiertan, y los faros de más de cien vehículos iluminan la autovía batida por el viento con una luz opaca y mortecina que recuerda la de una linterna bajo una sábana. El atasco se pone en movimiento exactamente al cabo de cuatro horas. El Viajero ha estado esperando el momento justo.

Pones la marcha y te sientes satisfecho contigo mismo. El dolor y los latigazos en tus manos no tienen importancia. Más tarde te enterarás de que tienes rotos dos dedos de la mano derecha, y que los nudillos de ambas manos, a pesar de los guantes, están hinchados y cubiertos de sangre. Te duelen los hombros debido a la postura incómoda que tuviste que adoptar dentro de los coches, pero nada de eso cuenta, porque sientes esa indescriptible satisfacción en tu interior. También un dulce sabor de boca, un sabor que no te puedes explicar. El sabor desata un recuerdo, un recuerdo que tiene diecinueve años de edad. Glorioso, deslumbrante, dulce. Sabes lo que significa todo eso. Pensaste que la búsqueda había terminado, pero ésta sólo se había tomado un respiro. Es el comienzo de una nueva era. O, dicho de otro modo: el comienzo del fin de la civilización tal y como la conoces.

Ese pensamiento empieza a gustarte a posteriori cada vez más.

«No hay principio sin fin.» Un hombre sale de su coche, un hombre sube de nuevo a su coche, y el atasco que se extiende por delante de él empieza a disolverse lentamente. El Viajero continúa su viaje.