Sospecho que algunas hojas del roble colorado, que pertenece a un género notable por la belleza de sus formas, superan en riqueza y en la silvestre hermosura de sus contornos a todos los demás robles. Lo considero así por el conocimiento que tengo de unas doce especies y por los dibujos que he visto de muchas otras.
Hay que pararse debajo de este árbol y ver con qué delicadeza se recortan sus hojas contra el cielo, como si fueran unas pocas puntas afiladas que se extienden desde el centro de la nervadura. Parecen dobles, triples o cuádruples cruces. Son mucho más etéreas que las hojas de roble menos festoneadas. Tienen una frondosidad tan poco «tierra firme» que parece confundirse con la luz y apenas obstruye la vista. Las hojas de las plantas muy jóvenes, como las de los robles adultos de otras especies, son más enteras, sencillas y abultadas en su forma; pero éstas, en lo alto de los árboles viejos, han resuelto su problema de frondosidad. Elevadas cada vez más alto, y cada vez más nobles, desechando año tras año cierto espíritu prosaico para cultivar una mayor intimidad con la luz, tienen al fin la mínima cantidad posible de materia terrosa y una mayor comprensión y alcance de las influencias celestiales. Allí bailan entrelazadas con la luz, girando con galanura sobre espacios fantásticos cual pareja perfecta en un salón aéreo. Están tan íntimamente confundidas con la luz, que con su esbeltez y superficies satinadas, en la danza apenas se puede distinguir qué es luz y qué es hoja. Y cuando el céfiro no sopla, la mayoría son una espléndida tracería de las ventanas del bosque. Vuelvo a impresionarme con su belleza cuando, un mes más tarde, forman una capa espesa que cubre el suelo de los bosques, apiladas una sobre otra bajo mis pies. En lo alto son marrones, pero debajo, moradas. Con los estrechos lóbulos y los audaces festones que llegan casi al centro, sugieren que debe ser un material barato o, por el contrario, exageradamente caro, para que se lo elimine con tanta prodigalidad. O tal vez nos parezcan los restos del material con el que se han troquelado las hojas. Efectivamente, cuando las veo caídas unas sobre otras, me recuerdan a una pila de trozos de latón.
O llevarse una a casa y estudiarla de cerca a placer, junto al fuego. Se trata de un tipo que no corresponde a ningún carácter de Oxford, no tiene forma de punta de flecha ni tampoco aparece en la Piedra de Rosetta, pero, si alguna vez llegáramos a tallar piedra en este pueblo, estaría destinada a ser esculpida. ¡Qué diseño libre y grato, qué combinación elegante de curvas y ángulos! La mirada se posa con igual deleite en lo que es hoja que en lo que no lo es, en las curvas amplias, libres y abiertas, y en los lóbulos largos, afilados, de puntas erizadas. Si se trazara una sencilla línea ovalada uniendo todos los vértices, la hoja entera quedaría dentro de ella; ¡pero cuánto más generosa es, con su media docena de festones profundos, en los que se detiene la mirada y el pensamiento de quien la contempla! Si fuera un dibujante consumado, pondría mis pupilas en el empeño de copiar estas hojas, que aprendería a dibujar con firmeza y finura.
Si fueran agua, serían como una laguna con unos seis promontorios redondeados que se extienden cerca del centro, la mitad a cada lado, mientras que sus acuosas bahías se internarían tierra adentro, como estuarios muy marcados en los que varios arroyuelos desembocaran… una especie de archipiélago de frondas.
Pero es más frecuente que hagan pensar en tierra, y, así como Dionisio y Plinio comparaban la forma del Peloponeso con la de la hoja de la higuera, esta hoja me recuerda una bella isla salvaje del océano, con una extensa costa, que alterna bahías redondeadas con playas suaves y cabos rocosos y afilados, perfecta para ser habitada por el hombre y destinada a convertirse al fin en un centro de civilización. Para el ojo del marino, es un litoral muy accidentado. ¿No es en realidad una orilla del océano aéreo sobre la que baten las olas feroces? Al mirar esta hoja, todos somos marineros y, por qué no, vikingos, bucaneros, filibusteros. Tanto nuestro amor al descanso como nuestro espíritu aventurero están contemplados en ella. Tal vez al echarle una ojeada muy rápida pensemos que, si logramos sortear esos cabos escarpados, encontraremos un abrigo más calmo y seguro en las amplias bahías. ¡Qué diferencia con la hoja del roble blanco, con sus cabos redondeados que no necesitan faro alguno! Ésta es como una Inglaterra en la que puede leerse su larga historia civil. Aquélla, como una isla de Terranova o de Célebes aún sin colonizar. ¿Por qué no vamos para ser allí rajas?
Alrededor del veintiséis de octubre, cuando sus congéneres por lo general ya están marchitos, los grandes robles colorados están en su esplendor. Han pasado una semana en llamas, y ahora arden las brasas. Éste es nuestro único árbol autóctono de hoja caduca (con excepción del Cornus florida, de los que no conozco más de media docena y todos arbustos grandes) que ahora está en su apogeo. Los dos álamos y el arce de azúcar no le van muy a la zaga, pero a estas alturas ya han perdido la mayor parte de las hojas. De los árboles de hoja perenne, sólo el pino tea por lo general está aún brillante.
Pero hace falta estar especialmente alerta, por no decir tener cierta devoción por estos fenómenos, para apreciar la extendida, aunque tardía e inesperada, gloria de los robles colorados. No me refiero a los árboles pequeños o arbustos, que en general suelen observarse y que ahora están marchitos, sino a los grandes. La mayoría entra en su casa y cierra la puerta pensando que el inhóspito y frío noviembre ya ha llegado, en el momento en que aún no se han encendido los colores más brillantes y memorables.
Este ejemplar perfecto y vigoroso que se alza en un prado abierto, de doce metros de altura, y que el día doce aún tenía un color verde lustroso, se ha tornado ahora, día veintiséis, rojo escarlata oscuro y brillante, como si cada hoja que se interpone entre uno mismo y el sol hubiera estado sumergida en un tinte. El árbol en conjunto parece un corazón, tanto por la forma como por el color. ¿No vale la pena esperar para algo así? ¿Quién iba a pensar hace diez días que ese árbol verde y frío adoptaría semejante colorido? Aún tiene todas las hojas, mientras las de los otros árboles están caídas alrededor. Es como si dijera: «Soy el último en ruborizarme, pero me ruborizo más que todos vosotros. Cierro la marcha con mi casaca roja. Somos los únicos robles que no nos hemos rendido».
La savia circula ahora, e incluso hasta bien entrado noviembre, más rápido en estos árboles, como la de los arces en primavera; y, al parecer, estos tonos brillantes, cuando la mayoría de los otros robles están marchitos, están relacionados con este fenómeno. Están llenos de vida. Y este fuerte vino de roble tiene un aroma y un sabor agradablemente astringente, como a bellota, tal como descubro al golpetearlos con mi navaja.
Si miramos al otro lado del valle boscoso, de unos cuatrocientos metros de ancho, vemos todo el esplendor de esos robles colorados, envueltos en pinos, con sus brillantes ramas escarlata íntimamente entrelazadas. Es allí donde el efecto es completo. Las ramas de los pinos son el cáliz verde de estos pétalos rojos. O, mientras recorremos un camino del bosque, el sol golpea de lleno desde un extremo, ilumina las copas rojas de los robles, que a cada lado se confunden con el verde líquido de los pinos, y crea una escena maravillosa. En efecto, sin los árboles de hojas perennes como contraste, los colores de otoño perderían gran parte de su efecto.
El roble colorado necesita un cielo despejado y el resplandor de los días de octubre, que sacan a la luz los colores. Si el sol se oculta tras una nube, se convierten en algo poco definido. Me siento en un despeñadero al suroeste del pueblo, mientras el sol comienza a ponerse, y los bosques de Lincoln, al sur y al este de mí, están iluminados por sus rayos más horizontales, que realzan en los robles colorados, dispersos por el bosque de manera pareja, un rojo aún más brillante que el que creía que tenían. Cada árbol de esta especie que veo en esas direcciones, incluso sobre el horizonte, se eleva con un rojo majestuoso. Los más grandes destacan en el bosque del pueblo vecino como rosas gigantescas con una miríada de pétalos finos; y algunos, los más finos, en un bosquecillo de pinos blancos sobre la colina del este, casi tocando el horizonte, mezclados con los pinos, hombro con hombro con sus casacas rojas, parecen soldados de uniforme rojo en medio de un grupo de cazadores vestidos de verde. Esta vez se trata del verde de Lincoln. Hasta que el sol acaba de ponerse, no creía que hubiera tantas casacas rojas en el ejército del bosque. El suyo es un carmín en llamas intenso, que irá perdiendo parte de su fuerza, al parecer, con cada paso que uno dé hacia ellos; porque el tono que merodea entre el follaje no se deja ver a esta distancia, por lo que son unánimemente rojos. El centro del reflejo de este color está en la atmósfera, a lo lejos, hacia el oeste. Cada uno de estos árboles se convierte en un núcleo del rojo, como si con el sol poniente ese color creciera como una brasa al rojo vivo. Se trata, en parte, de un fuego prestado, que coge su fuerza del sol que me da de lleno. Las hojas, al principio, tienen un rojo apagado en comparación con el punto de concentración del fuego, o con unas astillas que se encienden, pero se convierten en un rojo escarlata intenso o en una bruma rojiza que encuentra el combustible en la mismísima atmósfera. Tan viva es su rojez. Hasta los pajarillos reflejan una luz sonrosada a esta hora y en esta estación. Es el árbol más rojo que existe.
Si queréis contar los robles colorados, hacedlo ahora. Subíos a una montaña boscosa en un día claro, cuando el sol no lleve más de una hora en el cielo, y todos los árboles que estén en vuestro campo visual, salvo los del oeste, quedarán revelados. De otro modo, podréis vivir hasta la edad de Matusalén y no llegar a ver ni la milésima parte de ellos. Aunque a veces, incluso en un día oscuro, me han parecido tan brillantes como siempre. Al mirar hacia el oeste, sus colores se pierden en un derroche de luz; pero, en otras direcciones, todo el bosque es un jardín florido, en el que arden estas rosas tardías salpicadas en medio del verde, mientras los supuestos «jardineros» andan de un lado a otro, quizá justo debajo de ellas, con una pala y una regadera, y no ven más que unas pocas áster entre las hojas marchitas.
Ellas son mis reinas Margaritas, mis flores tardías de jardín. El jardinero no me cuesta nada. Las hojas caídas sobre todo el bosque protegen las raíces de mis plantas. Apenas con mirar lo que debe verse, uno tendrá suficiente jardín sin tener que cavar el suelo de su terreno. Sólo hay que levantar un poco la vista para ver todo el bosque como un jardín. La floración del roble colorado, la flor del bosque, sorprende a todos por su esplendor (¡al menos desde la del arce!). No sé por qué, pero me interesan más que los arces; están tan extendidos y repartidos de manera tan pareja por todo el bosque; es un árbol tan noble en su totalidad, tan resistente… Nuestra flor principal de noviembre, que permanece a pesar de la llegada del invierno y nos llena de tibieza ante la perspectiva del frío. Es asombroso que los últimos colores brillantes sean el rojo escarlata profundo y el rojo vivo, los colores más intensos. El fruto más maduro del año, como una manzana lustrosa de la isla de Orleans que no estará en su punto hasta la próxima primavera. Cuando subo a la cumbre de la montaña, veo miles de estos robles colorados distribuidos a cada lado hasta el horizonte. ¡Los admiro a lo largo de seis, siete kilómetros! ¡Y han sido el paisaje constante de los últimos quince días! Esta flor tardía de bosque supera a todas las de verano y primavera. Sus colores, en comparación, no fueron más que manchas raras y delicadas (creadas para ser contempladas de cerca por el que camina entre la hierba y la maleza más humilde), y no causan impresión desde lejos. Ahora se trata de un bosque extenso o de la ladera de una montaña, a través o a lo largo del que viajamos día tras día, que rompe en flor. Nuestro jardín, en comparación, tiene una escala insignificante (el jardinero sigue abonando unas pocas áster entre hierbajos secos, ignorante de las áster y rosas que lo eclipsan sin necesidad de ninguno de sus cuidados). Es como si uno pusiera contra el cielo crepuscular un plato con una pequeña pintura roja. ¿Por qué no buscar una perspectiva más amplia y elevada y caminar por el gran jardín en lugar de merodear por un pequeño rincón «pervertido», y examinar la belleza del bosque, no la de unas meras hierbas cautivas? Permitid ahora que vuestros paseos sean un poco más aventureros y subid a la montaña. Si a finales de octubre subís a cualquiera de las montañas que rodean nuestro pueblo, o seguramente el vuestro, es muy probable que veáis… pues, lo que me empeñado en describir. Sin duda veréis todo esto y mucho más, si estáis preparados para verlo, si lo miráis. De lo contrario, por muy habitual y universal que sea este fenómeno, tanto si estáis en la cumbre de la montaña como en la hondonada del valle, pensaréis durante setenta años que todo el bosque está, en esta estación, seco y marchito. Los objetos suelen ocultarse de nosotros, no tanto porque estén fuera de nuestro campo visual, sino porque no concentramos nuestra mente ni nuestra mirada en ellos; porque el ojo en sí no tiene más poder que otra gelatina. No nos damos cuenta de si recorremos algo con la mirada o si, por el contrario, apenas detenemos la vista a escasos metros. Por esta razón, la mayor parte de los fenómenos de la naturaleza se nos ocultan durante toda la vida. El jardinero sólo ve su propio jardín. Aquí también, como en la economía política, la oferta responde a la demanda. La naturaleza no da margaritas a los cerdos. En el paisaje hay exactamente la belleza que uno está preparado para apreciar, ni un gramo más. Lo que vea un hombre desde determinada cumbre, será tan diferente de lo que vea otro como lo son ambos entre sí. El roble colorado debe, en cierto sentido, quedar en la retina cuando uno siga adelante. No se puede ver nada hasta que estemos poseídos por esa idea y nos la metamos en la cabeza; entonces casi no podremos ver otra cosa. En mis vagabundeos botánicos, me doy cuenta de que primero la idea o la imagen de una planta ocupa mis pensamientos, por muy extraña que resulte en nuestra zona, tan lejana como la bahía del Hudson, y durante algunas semanas o meses estoy pensando en ella y esperándola inconscientemente hasta que, al fin, sin duda la veo. Esta es la historia de cómo he encontrado una veintena o más de plantas raras que podría nombrar. El hombre sólo ve lo que le interesa. Un botánico absorto en el estudio de las hierbas, no distingue el más grandioso de los robles de las praderas. Es como si anduviera debajo de los robles sin darse cuenta o, como mucho, sólo viera su sombra. Mi experiencia me indica que hace falta una intención diferente al observar, en el mismo sitio, para ver diferentes plantas, incluso cuando están tan estrechamente relacionadas como las juncáceas y las gramíneas. Cuando buscaba las primeras, no veía a estas últimas en medio de ellas. ¡Qué diferencia de intención exigirá entonces al ojo y a la mente ocuparse de dos departamentos distintos del saber! ¡Qué diferente es la forma en que miran los objetos el poeta y el naturalista!
Tomemos a un concejal de Nueva Inglaterra, pongámoslo en la más alta de nuestras cumbres y digámosle que observe, que aguce la mirada todo lo que pueda —poniéndose las gafas más adecuadas (que use un catalejo, si lo desea)— y que haga un informe completo. ¿Qué habrá visto? ¿Y qué habrá elegido ver? Desde luego que verá un espectro de Brocken de sí mismo. Por lo menos varios templos y, quizá, que alguien tendría que pagar más impuestos que él, puesto que tiene una extensión de bosque tan bonita. Ahora tomemos a Julio César, o a Emanuel Swedenborg o a un nativo de las islas Fiji, y hagámoslo subir allí. O supongamos que están todos juntos y que después comparan sus notas. ¿Parecerá que han disfrutado del mismo paisaje? Lo que vean será tan diferente como Roma del cielo y el infierno, o éstos de las islas Fiji. Que yo sepa, siempre tenemos a mano un hombre tan extraño como cualquiera de éstos.
¿Por qué hace falta un buen tirador para abatir presas tan insignificantes como las agachadizas y las chochas? Debe saber cuál es su objetivo y a dónde apunta. Si dispara al azar al cielo porque le han dicho que las agachadizas vuelan por allí, tendrá muy pocas posibilidades. Y lo mismo sucede con el que dispara a la belleza, que, aunque espere hasta que el sol se ponga, no cazará nada si no conoce de antemano las estaciones y las guaridas, el color de las alas… si no ha soñado con ello para poder preverlo; entonces, efectivamente, hace salir las presas a cada paso, les dispara al vuelo con los dos cañones de la escopeta incluso en los maizales. El deportista se entrena, se viste y vigila sin descanso, carga y pone el cebo para su presa. Suplica que aparezca y ofrece sacrificios: así la consigue. Tras una larga y adecuada preparación, adiestrando su mirada y sus manos, soñando despierto y dormido, con sus remos y su escopeta va en pos de aves que la mayoría de los habitantes de la ciudad ni se imaginan, y rema durante millas con viento en contra, y camina con el agua hasta las rodillas, todo el día sin comer, y así cobra sus piezas.
Cuando empieza, ya las tiene casi en su saco; sólo le falta abatirlas. El auténtico deportista puede disparar sobre cualquiera de sus presas casi desde su ventana; ¿para qué, si no, tiene ventanas y ojos? El ave sale al fin y se posa en el cañón de su escopeta. Pero el resto del mundo jamás nota ni siquiera las plumas. Los gansos vuelan exactamente debajo del cénit del cazador y graznan en el preciso instante en que llegan, de modo que éste podrá incluso dispararles por la chimenea; veinte almizcleras se pelearán por caer en cada una de sus trampas para que no estén vacías. Si vive y su espíritu de caza aumenta, antes le fallarán el cielo y la tierra que las presas; y cuando muera, irá quizá a tierras de caza más vastas y felices. El pescador, también, sueña con peces, ve en sueños corchos cabeceando en el agua y casi podría coger los peces con la mano para echarlos en su espuerta. Conocí una niña a la que mandaron a coger arándanos y encontró montones de grosellas, donde nadie sabía que hubiera tantas, porque estaba acostumbrada a cogerlas en el pueblo del que venía. El astrónomo sabe adónde ir para ver un conjunto de estrellas y tiene una en mente incluso antes de verla por el telescopio. La gallina rebusca y encuentra comida justo debajo de donde está; pero no es ése el sistema del halcón.
Estas hojas brillantes que he mencionado no son la excepción, sino la regla; porque creo que todas las hojas, hasta las hierbas y los musgos, tienen colores más brillantes justo antes de caer. Cuando uno se acerca a observar con exactitud los cambios de las plantas, incluso de las más modestas, se da cuenta de que cada una tiene, tarde o temprano, su peculiar color otoñal; y si uno se propusiera hacer una lista completa de cada uno de esos tonos brillantes, sería casi tan larga como el catálogo de las plantas del lugar.