Pero no creáis que el esplendor del año ha acabado; porque así como una flor no hace primavera, tampoco una hoja caída hace un otoño. El más pequeño de los arces de azúcar de nuestra calle hace un despliegue espectacular a partir del cinco de octubre, mucho más pronto que cualquier otro árbol del lugar. Miro por la calle principal y parecen pantallas pintadas, instaladas delante de las casas; aunque muchos tienen aún las hojas verdes. Pero ahora, o más hacia el diecisiete de octubre, cuando casi todos los arces rojos y algunos arces americanos están desnudos, los grandes arces de azúcar están en su esplendor, con un fulgor amarillo y rojo, desplegando unos matices inesperadamente brillantes y delicados. Es notable el contraste que a menudo ofrecen entre el rojo profundo de una mitad y el verde de la otra. Se convierten por fin en densas masas de amarillo intenso con un rubor escarlata oscuro, o más que un rubor, en las superficies expuestas. Son ahora los árboles más brillantes de la calle.
Los más grandes de nuestra plaza mayor son especialmente bonitos. Un amarillo delicado, pero más cálido que el dorado, es ahora el color dominante, con las mejillas coloradas. Sin embargo, si uno los mira desde el lado este de la plaza justo antes de la puesta del sol, cuando la luz de poniente se filtra entre ellos, ve que su amarillo uniforme, comparado con el limón claro de un olmo cercano, viene a ser una especie de rojo, y eso sin que se noten las partes rojizas. Por lo general, son grandes masas ovaladas amarillas y rojas. Parece como si las hojas absorbieran toda la tibieza del sol de la estación, del veranillo de San Martín. Las hojas más bajas e internas, junto al tronco, son, como de costumbre, del más delicado amarillo y verde, como el cutis de los jóvenes criados en casa. Hoy hay una subasta en la plaza, pero la bandera roja apenas se ve entre este resplandor de color.
Los fundadores del pueblo apenas se imaginaron semejante éxito cuando trajeron de otras partes del país algunos troncos rectos con la copa cortada, y los llamaron arce de azúcar; y, si mal no recuerdo, una vez plantados, un empleado de comercio sembró alubias alrededor, para divertirse. Los que en broma se llaman hoy en día «troncos de alubias» son de lejos los objetos más notables de nuestras calles. Todos valen mucho más de lo que han costado —a pesar de que uno de los concejales, mientras los plantaba, cogió un resfriado que le causó la muerte—, aunque sólo sea porque han llenado de color los ojos abiertos de los niños tantos octubres. Ni se nos ocurriría pedir que nos concedieran un paisaje tan justo en otoño. La riqueza, en las casas, puede que sea herencia de unos pocos, pero en la plaza está equitativamente distribuida. Todos los niños por igual pueden deleitarse con esta cosecha dorada.
Está claro que habría que plantar árboles en nuestras calles en vistas a su esplendor de octubre; pero dudo de que la «sociedad botánica» lo tenga en cuenta alguna vez. ¿No creéis que les da otra visión a los niños que se han criado bajos los arces? Cientos de ojos beben sin parar este color, y estos maestros pillan y educan hasta a los que hacen novillos en cuanto pisan la calle. En realidad, hoy en día en las escuelas no se enseña nada sobre el color ni al holgazán ni al estudioso. Pero éstos en cambio, son los colores brillantes de la tienda del boticario y de los escaparates del pueblo. Es una lástima que ya no tengamos arces rojos ni nogales americanos en nuestras calles, porque nuestra caja de acuarelas está muy incompleta. En lugar, o además, de darles estas cajas de colores a los jóvenes, deberíamos ofrecerles estos tonos naturales. ¿Dónde, si no, podrían estudiar los colores con mayor ventaja? ¿Qué escuela de pintura puede competir con esto? Pensad en los ojos de todo tipo de pintores, de fabricantes de telas y papeles, de estampadores y tantos otros, que podrían educarse con estos colores otoñales. Los sobres de la papelería pueden ser de distintos colores; sin embargo, no son tan variados como las hojas de un solo árbol. Si uno quiere un matiz o tono diferente de determinado color, lo único que tiene que hacer es examinar desde dentro, o desde fuera, el árbol o el bosque. Estas hojas no se meten todas en un mismo tinte, como en una tintorería, sino que están matizadas por todo el espectro infinitamente diverso, y puestas allí a secar.
¿Acaso los nombres de tantos colores no siguen derivando de esos lugares lejanos e ignotos, como amarillo de Nápoles, azul de Prusia, siena, ocre, amarillo resina? (Sin duda el púrpura de Tiro ya se habrá desteñido a estas alturas). ¿O de triviales, en comparación, artículos comerciales como el chocolate, el limón, el café, la canela, el burdeos? (¿Compararíais el nogal americano con un limón, o un limón con el nogal americano?). ¿O de minerales y óxidos que muy pocos hemos visto alguna vez? Acaso cuando describimos a nuestros vecinos el color de algo que hemos visto, ¿nos referimos a ello con el ejemplo de algún objeto cercano o con el de un lugar de la tierra que está en la otra punta del planeta y que probablemente encontrarán en la botica pero que nunca llegarán a ver? ¿Acaso no tenemos una tierra bajo nuestros pies, sí, y un cielo sobre nuestra cabeza? ¿O es muy poco azul ultramarino? ¿Qué sabemos de los zafiros, las amatistas, las esmeraldas, los rubíes, el ámbar y cosas por el estilo la mayoría de quienes pronunciamos esos nombres en vano? Dejemos esas palabras preciosas para los vigilantes de museos, los virtuosos y las damas de honor, para los nobles, los maharajás, las princesas del Indostán o cualquier otro. No veo por qué, desde que se ha descubierto América y sus bosques de otoño, nuestras hojas no pueden competir con las piedras preciosas para darles nombre a los colores; y, efectivamente, creo que con el correr del tiempo, los nombres de nuestros árboles y arbustos, así como el de las flores, entrarán en la nomenclatura popular cromática.
Pero mucho más importante que el conocimiento de los nombres y la distinción de los colores, es el placer y el júbilo que esas hojas coloridas producen. Esos árboles brillantes de la calle, sin otras variedades presentes, equivalen, como mínimo, a un festival anual o a una semana entera de celebraciones. Estos sencillos e inocentes días festivos, que celebran todos y cada uno, no necesitan de la ayuda de comisiones ni vigilancia, porque esta exhibición puede desarrollarse con toda tranquilidad sin atraer a jugadores ni vendedores de licor, y sin ninguna policía especial para mantener el orden. Qué pobre debe de ser el pueblo de Nueva Inglaterra que no tenga arces en sus calles de octubre. Este festival no necesita fuegos de artificio ni campanas, a pesar de que cada árbol es un estandarte vivo de la libertad en el que se agitan cientos de banderas.
No es de extrañar que tengamos ferias ganaderas, campeonatos de otoño, hermandades de septiembre y cosas por el estilo. Porque la naturaleza celebra su propia fiesta anual en octubre, no sólo en las calles, sino también en cada valle y montaña. Hace un tiempo, cuando veíamos un bosquecillo de arces rojos resplandeciente, en el que los árboles se ponían sus ropajes más deslumbrantes, ¿no nos imaginábamos a un millar de gitanos debajo —una raza capaz de disfrutar con lo salvaje— o incluso la vuelta a la tierra de sátiros y ninfas legendarios? ¿O sólo se nos ocurría pensar en una reunión de leñadores o propietarios que inspeccionaban sus tierras? E incluso antes, cuando remábamos por el río en medio del aire de grano fino de septiembre, ¿no parecía que hubiera algo nuevo bajo la chispeante superficie del agua, una especie de sacudida, al menos, que hacía que nos diéramos prisa para llegar a tiempo? Las hileras de sauces y cefalantos amarillentos a ambos lados, ¿no parecían una fila de casetas, bajo las cuales, quizá, burbujeara un nuevo ser fluvial e igualmente amarillo? ¿No sugería acaso todo esto que el ánimo del hombre fuera a elevarse tan alto como la naturaleza, a desplegar su bandera y a dejar que una análoga expresión de placer y júbilo interrumpiera la rutina de su vida?
Ningún desfile ni formación de tropas, ninguna celebración con sus uniformes y estandartes pueden atraer al pueblo una milésima parte del esplendor anual de nuestro octubre. Sólo tenemos que plantar árboles, dejarlos y la naturaleza se ocupará de las coloridas vestiduras —banderas de todas las naciones, algunas de las cuales son símbolos privados apenas legibles para el botánico— mientras caminamos bajo los arcos triunfales de los olmos. Dejad que la naturaleza determine los días, sean o no los mismos que los de los estados vecinos, y que el clero lea sus proclamas, si es que pueden entenderlas. ¡Contemplad lo majestuosa que es la bandera de la madreselva! ¿Qué comerciante de espíritu cívico, creéis, ha contribuido con esta parte de la exhibición? No hay pintura ni escultura más bella que esta enredadera, que cubre todo el lado de algunas casas. Creo que ni la hiedra perenne puede compararse con ella. No me sorprende que la hayan introducido ampliamente en Londres. Dejadnos, pues, con todos estos arces, olmos y robles colorados, digo yo. ¡Brillad! ¿Acaso todo el colorido que un pueblo puede exhibir es esa sucia bandera del cuartel? Un pueblo no está completo a menos que tenga árboles que señalen las estaciones. Son tan importantes como la torre del reloj. Nadie pensará que un pueblo que carezca de ellos pueda funcionar bien. Le falta un tornillo, una pieza esencial. Ojalá tengamos sauces para la primavera, olmos para el verano, arces, nogales y nisas para el otoño, árboles de hoja perenne para el verano y robles para todas las estaciones. ¿Qué es un museo en un edificio comparado con un museo en la calle que el hombre recorre quiera o no? Por supuesto que no hay galería de arte en el país que valga tanto como estas vistas del oeste a la puesta del sol, bajo los olmos de nuestra calle principal. Son el marco de un cuadro que se pinta día a día detrás de ellos. Una avenida de olmos tan grande como la más grande que tenemos, y cinco kilómetros que parecen desembocar en un sitio admirable, aunque sólo sea Concord.
Un pueblo necesita estas inocentes y estimulantes perspectivas de luz y aliento para mantener alejada la melancolía y la superstición. Enseñadme dos pueblos, uno con la fuerza de los árboles y centelleante con las glorias de octubre; el otro, una trivial tierra baldía sin árboles, o sólo con uno o dos para los suicidas, y no tendré duda alguna de que en este último encontraré a los religiosos más fanáticos e intolerantes y a los bebedores más desesperados. Estarán a la vista todas las tinas para lavar, las lecheras y las lápidas. Los habitantes desaparecerán bruscamente detrás de sus graneros y sus casas, como los árabes del desierto entre las rocas, y tendré que vigilar que no lleven lanzas. Estarán dispuestos a aceptar la doctrina más triste e insulsa —como que el fin del mundo se acerca a toda prisa, o ya ha llegado— y que ellos mismos han cogido el camino equivocado. Quizá se aprieten entre sí las manos y llamen a eso comunicación espiritual.
Pero si nos limitáramos a los arces… ¿Qué pasaría si nos esforzáramos en protegerlos la mitad de lo que nos esforzamos en plantarlos? ¿Acaso atamos estúpidamente los caballos a los tallos de nuestras dalias?
¿Qué se proponían los fundadores al plantar esta institución perfectamente viva delante de la iglesia… una institución que no necesita reparación ni pintura, que crece constantemente y su propio crecimiento la repara? Seguramente,
«Trabajaron con una triste sinceridad
sin poder liberarse de Dios…
Plantaron, aunque no lo sabían,
el árbol de la conciencia para que floreciera su belleza».
En verdad, estos arces son predicadores fáciles, siempre en el mismo sitio, que dicen sus sermones durante medio siglo, un siglo y un siglo y medio, cada vez con mayor unción e influencia, como pastores de muchas generaciones de hombres; y lo menos que podemos hacer es proporcionarles colegas adecuados cuando empiezan a enfermar.