El olmo

También el primero de octubre, o algo más tarde, los olmos están en la cúspide de su belleza otoñal, majestuosas masas pardo-amarillentas, tibias aún por el calor de septiembre, que penden sobre la carretera. Tienen las hojas perfectamente maduras. Me pregunto si hay alguna madurez sensata en la vida de los hombres que viven a su sombra. Mientras miro nuestra calle, bordeada de olmos, éstos me recuerdan tanto por su forma como por su color a los haces de trigo, como si la siega se hubiera adentrado en el pueblo y al fin pudiéramos esperar cierta madurez y «sabor» en los pensamientos de sus gentes. Bajo el susurrante follaje amarillo, listo para caer sobre la cabeza de los paseantes, ¿cómo es posible que puedan imponerse ideas toscas o inmaduras? Cuando me detengo allí donde una docena de grandes olmos se inclinan sobre una casa, es como si estuviera dentro de la cascara de una calabaza madura, y me siento blando como si yo mismo fuera la pulpa, aunque quizá mi aspecto sea desastrado y fibroso. ¿Cómo se puede comparar el tardío y verde olmo inglés, que parece un pepino fuera de estación que ni siquiera sabe cuando está a punto, con la temprana y dorada madurez del olmo americano? La calle es el escenario de una espléndida fiesta de final de cosecha. Valdría la pena dedicar un rato a estos árboles, aunque sólo fuera por su valor otoñal. Pensad en esos toldos o parasoles amarillos que se alzan sobre nosotros y nuestras casas a lo largo de cientos de metros, convirtiendo el pueblo en una unidad compacta, un ulmarium, que es al mismo tiempo un vivero de hombres. Y después, con qué suavidad y discreción dejan caer su peso y entrar el sol, cuando más se lo desea, para desprender sus hojas en silencio sobre nuestros techos y calles, de modo que el parasol del pueblo se cierra al fin para guardarse. Veo al granjero que entra en el pueblo con su cosecha camino del mercado y desaparece bajo el dosel formado por las copas de los olmos, como si se internara en un granero o un corral. Y estoy tentado de ir hacia allí, como para descascarillar los pensamientos, ahora secos y maduros, listos para separarlos de los tegumentos. Pero… ¡ay!, imagino que habrá mucha farfolla y poca sustancia, mazorcas de maíz para los cerdos… porque uno cosecha lo que siembra.