El arce rojo

Alrededor del veinticinco de septiembre, los arces rojos suelen empezar a madurar. Algunos de los ejemplares más grandes hace una semana que están cambiando de manera notoria, mientras que otros ya lucen todo su esplendor. Advierto uno pequeño, a unos ochocientos metros al otro lado del prado, que destaca sobre el verdor del bosque con un rojo mucho más brillante que el de las flores de cualquier árbol del verano, más llamativo. Hace varios otoños que observo este árbol, que cambia invariablemente antes que sus compañeros, igual que algunos árboles maduran sus frutos antes que otros. Quizá sirva para indicar la estación. Lamentaría mucho que lo talaran. Conozco dos o tres árboles semejantes en otras partes de nuestro pueblo que podrían, tal vez, diseminarse como una variedad de maduración temprana o árboles de septiembre, y sus semillas anunciarse en el mercado, igual que las de los rábanos, si nos preocupáramos por ellos.

De momento, estos arbustos ardientes se alzan principalmente en los bordes de los prados y, por lo que veo a lo lejos, esparcidos por las laderas de las montañas. A veces, en los bosquecillos, se ven muchos árboles pequeños bastante rojos, mientras que los de alrededor permanecen perfectamente verdes, acentuando así la brillantez de los primeros. Lo toman a uno por sorpresa, mientras recorre los campos a principios de la estación, como si se tratara de un alegre campamento de pieles rojas u otros silvicultores cuya presencia no se hubiera advertido.

Algunos árboles aislados, de un carmín brillante, vistos junto a sus congéneres, verdes aún, o a otros ejemplares de hoja perenne, son más memorables que una arboleda entera. Qué bello resulta cuando todo un árbol es como un fruto grande y rojo lleno de jugos maduros, y cada hoja, desde la que está en la rama más baja hasta la más alta de su copa, todo resplandor, especialmente si se lo mira a contraluz. ¿Hay acaso otro objeto más extraordinario en el paisaje? Es visible desde kilómetros, demasiado hermoso para creerlo. Si un fenómeno semejante sucediera sólo una vez en la historia, la tradición lo haría pasar a la posteridad, y al fin acabaría entrando en la mitología.

El árbol que madura de esta forma, antes que sus compañeros, logra una singular preeminencia, que a veces mantiene durante una o dos semanas. Me emociona verlo enarbolar su estandarte escarlata ante el regimiento de moradores del bosque de uniforme verde que lo rodea, y me alejo de mi camino para examinarlo. Un único árbol se convierte así en la belleza coronada de esta pradera, y la expresión de toda floresta de alrededor es, repentinamente, más intensa.

Un pequeño arce rojo ha crecido, por casualidad e inadvertidamente, lejos, en un extremo de un valle retirado, a más de un kilómetro de cualquier camino. Allí ha sido milagrosamente liberado de los deberes del arce, sin por ello descuidar invierno y verano ninguna de sus economías; pero, en virtud de la naturaleza del arce y sin tener que desplazarse, ha aumentado su altura gracias a un crecimiento constante de muchos meses, acercándose al cielo más que en primavera. Ha administrado religiosamente su savia y, como cobijo del pájaro errante, hace tiempo que ha entregado su simiente madura a los vientos, con la satisfacción de saber que, quizá, miles de pequeños arces obedientes están ya instalados en la vida. Bien se merece el reino de los arces. Sus hojas se preguntan de vez en cuando entre susurros: «¿Cuándo enrojeceremos?». Y ahora, en este mes de septiembre, este mes de viajes, cuando los hombres se precipitan al mar, las montañas o los lagos, este modesto arce, sin moverse ni un ápice, viaja en fama e iza su bandera rojo escarlata sobre la ladera, para anunciar que ha terminado su trabajo de verano antes que todos los otros árboles y que se retira del torneo. En la undécima hora del año, el árbol que nadie podría haber detectado aquí, en el apogeo de su laboriosidad, por el color de su madurez, por sus rubores, se revela por fin al viajero descuidado y distante, y aleja sus pensamientos del camino polvoriento hacia las soberbias soledades en las que habita. Resplandece visible con toda la virtud y belleza de un arce, Acer rubrum. Ahora podemos leer su título, o rúbrica, con claridad. Sus virtudes, que no sus pecados, son así de rojas. Aunque el arce rojo tiene el carmín más intenso de todos los árboles, el arce de azúcar o del Canadá ha sido el más celebrado, y Michaux[1] en su tratado de árboles silvestres no habla del color del primero. Hacia el dos de octubre, estos árboles, tanto los grandes como los pequeños, son muy brillantes, aunque muchos están aún verdes. En los bosques talados que empiezan a retoñar, parecen competir entre sí y, en medio del grupo, siempre hay uno en especial de un peculiar rojo escarlata que, por la intensidad de su color, atrae la atención desde lejos y se lleva la palma. De pronto aparece un conjunto de grandes arces rojos, que, en el apogeo del cambio, son las más brillantes de todas las cosas tangibles, donde me refugio. Tal es la generosidad de este árbol para con nosotros. Varían mucho tanto en forma como en color. Muchos son amarillos, virando a rojo; otros, rojos escarlata virando a carmín, más rojos que lo habitual. Mirad aquel bosquecillo de arces y pinos, al pie del pinar de la colina, a unos trescientos metros, de modo que la distancia permite ver todo el efecto de los colores brillantes sin advertir las imperfecciones de las hojas, divisar los amarillos, el rojo escarlata y el carmín en llamas, todos los tonos en contraste con el verde. Algunos árboles conservan aún su verdor, las puntas del follaje apenas coronadas de amarillo o carmín, como los bordes de las avellanas; otros ya lucen un completo rojo brillante que irradia haces regulares en todas direcciones, bilateralmente, como las nervaduras de una hoja; algunos, de formas más irregulares, cuando vuelvo apenas la cabeza y queda oculto el tronco, de modo que desaparece su apoyo en la tierra, parecen sostenerse pesadamente copa sobre copa, como nubes amarillas y rojas, o corona sobre corona, como copos de nieve flotando en el aire y acumulados por el viento. Contribuye enormemente a la belleza del paisaje, que, aunque no haya otros árboles intercalados, no parece una masa de un simple color, sino árboles diferentes de distintos colores y tonos, con el contorno de cada copa nítido, y donde cada una se superpone a la otra. Sin embargo, un pintor apenas se atrevería a diferenciarlos a trescientos metros de distancia.

Mientras cruzo el prado y me dirijo directamente a una elevación baja en esta tarde esplendorosa, veo a unos doscientos cincuenta metros hacia el sol, el follaje de un conjunto de arces que aparecen sobre el borde rojizo brillante de la colina, una franja de unos cien metros de largo por tres de profundidad, del más intenso escarlata, naranja y amarillo, igual a cualquier flor o fruto, o a cualquier matiz jamás pintado. A medida que avanzo, bajando por el borde de la colina que hace de primer plano o de borde inferior de este cuadro, aumenta la profundidad de este brillante bosquecillo, que se revela poco a poco y sugiere que todo el valle rodeado de montañas está pintado de este color. Uno se pregunta si los prohombres y los padres de nuestro pueblo no han salido a ver lo que los árboles quieren decir con sus espléndidos colores y su exuberancia por miedo a que tramen alguna travesura. No comprendo qué hacían los puritanos en esta estación, cuando los arces llamean de carmín. Sin duda no rezaban en estos bosques. Quizá por eso construyeron sus templos y los cercaron rodeándolos de caballerizas.