LXXIII
Hazel

Hazel no se sentía orgullosa de llorar.

Después de que el túnel se desplomara, lloró y se desgañitó como una niña de dos años con un berrinche. No podía mover los escombros que los separaban a ella y a Leo de los demás. Si la tierra se desplazaba un poco más, todo el complejo se podía hundir sobre sus cabezas. Aun así, golpeó las piedras con los puños y gritó juramentos por los que las monjas de la Academia St. Agnes le habrían lavado la boca con jabón.

Leo la miró fijamente, estupefacto, con los ojos muy abiertos.

Hazel no estaba siendo justa con él.

La última vez que los dos habían estado juntos, lo había trasladado a su pasado y le había mostrado a Sammy, el bisabuelo de Leo: el primer novio de Hazel. Le había hecho cargar con un lastre emocional que él no necesitaba y lo había dejado tan perplejo que una monstruosa gamba gigante había estado a punto de matarlo.

Y allí estaban ahora, otra vez solos, mientras sus amigos podían estar muriendo a manos de un ejército de monstruos, y ella se estaba poniendo histérica.

—Lo siento —se enjugó la cara.

—Oye… —Leo se encogió de hombros—, en mis tiempos yo también la emprendí con unas cuantas piedras.

Ella tragó saliva con dificultad.

—Frank está… está…

—Escucha —dijo Leo—, Frank Zhang sabe defenderse. Probablemente se convierta en canguro y les haga unos movimientos de jiu-jitsu marsupial en pleno careto.

La ayudó a levantarse. A pesar del pánico que anidaba dentro de ella, sabía que Leo tenía razón. Frank y los demás no estaban indefensos. Encontrarían una forma de sobrevivir. Lo mejor que ella y Leo podían hacer era seguir adelante.

Observó a Leo. Tenía el cabello más largo y más greñudo, y la cara más delgada, de modo que ya no parecía tanto un diablillo; ahora recordaba más a uno de esos duendes esbeltos de los cuentos de hadas. De todas formas, la diferencia más grande estaba en sus ojos. Se movían continuamente, como si Leo intentara ver algo más allá del horizonte.

—Lo siento, Leo —dijo.

Él arqueó una ceja.

—Vale. ¿Por qué?

—Por… —señaló a su alrededor en un gesto de impotencia—. Por todo. Por creer que eras Sammy, por darte falsas esperanzas. O sea, no era mi intención, pero si lo hice…

—Oye —él le apretó la mano, aunque Hazel no percibió nada romántico en el gesto—. Las máquinas están pensadas para trabajar.

—¿Qué?

—Yo creo que el universo es básicamente una máquina. No sé quién lo creó, si las Moiras, los dioses, el Dios con mayúscula o quien fuese, pero la mayoría del tiempo funciona como tiene que funcionar. Sí, de vez en cuando algunas piezas se rompen y hay cosas que se averían, pero la mayoría de las veces… las cosas ocurren por un motivo. Como el hecho de que tú y yo nos conociéramos.

—Leo Valdez —dijo Hazel asombrada—, eres un filósofo.

—No —contestó él—. Solo soy un mecánico. Pero creo que mi bisabuelo Sammy sabía lo que se hacía. Te dejó marchar, Hazel. Mi misión consiste en decirte que no pasa nada. Tú y Frank… estáis bien juntos. Todos vamos a salir de esta. Espero que tengáis la oportunidad de ser felices. Además, Zhang no sería capaz de atarse los zapatos sin tu ayuda.

—Qué malo eres —lo regañó ella, pero sentía como si algo se estuviera desenredando en su interior; un nudo de tensión que llevaba dentro desde hacía semanas.

Leo había cambiado de verdad. Hazel estaba empezando a pensar que había encontrado a un buen amigo.

—¿Qué te pasó cuando estuviste solo? —preguntó—. ¿A quién conociste?

A Leo le entró un tic en el ojo.

—Es una larga historia. Algún día te la contaré, pero todavía estoy esperando a ver cómo termina.

—El universo es una máquina —dijo Hazel—, así que todo saldrá bien.

—Eso espero.

—Mientras no sea una de tus máquinas —añadió Hazel—. Porque tus máquinas nunca hacen lo que tienen que hacer.

—Sí. Ja, ja —Leo invocó fuego con la mano—. A ver, ¿hacia dónde vamos ahora, señorita Subterránea?

Hazel escudriñó el sendero que se extendía delante de ellos. A unos nueve metros más adelante, el túnel se dividía en cuatro arterias más pequeñas, todas idénticas, pero la de la izquierda irradiaba frío.

—Por allí —decidió—. Parece la más peligrosa.

—Me has convencido —dijo Leo.

Iniciaron el descenso.

En cuanto llegaron al primer arco, Galantis, la comadreja, los encontró.

Trepó por el costado de Hazel y se acurrucó alrededor de su cuello parloteando airadamente, como diciendo: «¿Dónde os habíais metido? Llegáis tarde».

—La comadreja pedorra otra vez no, por favor —se quejó Leo—. Si ese bicho suelta una de sus bombas tan cerca, con mi fuego de por medio, vamos a explotar.

Galantis escupió un insulto de turón a Leo.

Hazel les hizo callar a los dos. Percibía el túnel más adelante, descendiendo en una suave pendiente a lo largo de casi cien metros y luego abriéndose en una gran cámara. En esa cámara había una presencia… fría, pesada y poderosa. Hazel no había experimentado algo parecido desde que había estado en la cueva de Alaska en la que Gaia la había obligado a resucitar a Porfirio, el rey de los gigantes. Hazel había frustrado los planes de Gaia en esa ocasión, pero había tenido que derribar la cueva, sacrificando su vida y la de su madre. No ardía en deseos de vivir una experiencia parecida.

—Prepárate, Leo —susurró—. Nos estamos acercando.

—¿A qué?

Una voz de mujer resonó por el pasillo.

—A mí.

Hazel experimentó una oleada de náuseas tan intensa que las rodillas le flaquearon. El mundo entero se alteró. Su sentido de la orientación, normalmente infalible bajo tierra, se trastocó por completo.

No parecía que ella y Leo se estuviesen moviendo, pero de repente estaban al final del pasillo, en la entrada de la cámara.

—Bienvenidos —dijo la voz de mujer—. Estaba deseando que llegara este momento.

Hazel recorrió la caverna con la vista. No podía ver a su interlocutora.

La estancia le recordó el Panteón de Roma, solo que ese sitio había sido decorado al estilo modernizado de Hades.

En las paredes de obsidiana había escenas de muerte grabadas: víctimas de plagas, cadáveres en el campo de batalla, cámaras de tortura con esqueletos colgando en jaulas de hierro; todo adornado con piedras preciosas que hacían todavía más espantosas las escenas.

Como en el Panteón, el techo abovedado tenía un diseño reticular con paneles cuadrados ahuecados, pero allí cada panel era una stela: una lápida con inscripciones en griego antiguo. Hazel se preguntaba si había cuerpos enterrados detrás de ellas. Como su sentido subterráneo estaba fastidiado, no podía estar segura.

No vio más salidas. En la cima del techo, donde habría estado el tragaluz del Panteón, había un círculo de piedra negra reluciente, como para subrayar la sensación de que no había salida, ni cielo arriba; solo oscuridad.

La mirada de Hazel se desvió al centro de la sala.

—Sí —murmuró Leo—. Eso sí que son unas puertas.

A quince metros de distancia había una serie de puertas de ascensor independientes, con los paneles grabados en plata y hierro. Hileras de cadenas descendían por cada lado, sujetando el armazón a unos grandes ganchos del suelo.

La zona que rodeaba las puertas estaba sembrada de escombros negros. Hazel advirtió con una amenazante sensación de ira que allí había habido un antiguo altar de Hades en el pasado. Había sido destruido para hacer sitio a las Puertas de la Muerte.

—¿Dónde está? —gritó.

—¿No nos ves? —dijo la voz de mujer en tono burlón—. Creía que Hécate te había elegido por tus aptitudes.

Otro acceso de náuseas revolvió el estómago de Hazel. Galantis gruñó y expulsó una ventosidad sobre su hombro, cosa que no le fue de ayuda.

Unos puntos oscuros flotaban en los ojos de Hazel. Parpadeó con la esperanza de que desaparecieran, pero no hicieron más que oscurecerse. Los puntos se concentraron en una figura sombría de seis metros de estatura que se alzaba al lado de las puertas.

El gigante Clitio estaba envuelto en humo negro, como ella lo había visto en la visión de la encrucijada, pero en ese momento Hazel podía distinguir vagamente su figura: unas patas de dragón con escamas de color ceniciento; un enorme torso humanoide revestido con una armadura estigia; un largo cabello trenzado que parecía hecho de humo. Su tez era tan oscura como la de la Muerte (Hazel lo sabía bien, ya que había conocido personalmente a la Muerte). Sus ojos emitían un brillo frío como diamantes. No llevaba arma, pero eso no le hacía menos aterrador.

Leo silbó.

—¿Sabes una cosa, Clitio?, para ser un tío tan grande, tienes una voz muy bonita.

—Idiota —susurró la mujer.

A mitad de camino entre Hazel y el gigante, el aire relució. La hechicera apareció.

Llevaba un elegante vestido sin mangas de oro tejido y el cabello moreno recogido en un cono y rodeado de diamantes y esmeraldas. De su cuello pendía un colgante: un laberinto en miniatura sujeto con un cordón con rubíes engastados que hicieron pensar a Hazel en unas gotas de sangre cristalizada.

La mujer poseía una belleza atemporal y regia, como una estatua que uno podía admirar pero que jamás podría amar. Sus ojos brillaban con malicia.

—Pasífae —dijo Hazel.

La mujer inclinó la cabeza.

—Mi querida Hazel Levesque.

Leo tosió.

—¿Os conocéis? ¿En plan colegas del inframundo o…?

—Silencio, bobo —Pasífae tenía una voz suave pero llena de veneno—. No aguanto a los semidioses varones: siempre tan engreídos, tan descarados y destructivos.

—Oiga, señora —protestó Leo—. Yo no destruyo mucho. Soy hijo de Hefesto.

—Un calderero —le espetó Pasífae—. Peor todavía. Conocí a Dédalo. Sus inventos no me dieron más que problemas.

Leo parpadeó.

—Dédalo… ¿El Dédalo original? Vaya, entonces debería saberlo todo sobre los caldereros. Nos va más reparar cosas, amordazar de vez en cuando a las señoras maleducadas…

—Leo —Hazel posó la mano sobre el pecho del chico. Tenía la sensación de que la hechicera estaba a punto de convertirlo en algo desagradable si no se callaba—. Déjame a mí, ¿vale?

—Haz caso a tu amiga —dijo Pasífae—. Pórtate bien y deja que las mujeres hablen.

Pasífae se paseó delante de ellos, examinando a Hazel con una mirada tan llena de odio que Hazel notó un cosquilleo en la piel. El poder de la hechicera irradiaba de ella como el calor de un horno. Su expresión era inquietante y ligeramente familiar…

Sin embargo, por algún motivo, el gigante Clitio ponía todavía más nerviosa a Hazel.

Permanecía al fondo, silencioso e inmóvil, a excepción del humo oscuro que brotaba de su cuerpo y se acumulaba alrededor de sus pies. Era la presencia fría que Hazel había notado antes: como un inmenso yacimiento de obsidiana, tan pesado que le sería totalmente imposible moverlo; poderoso, indestructible y totalmente desprovisto de emoción.

—Su… su amigo no es muy hablador —observó Hazel.

Pasífae miró atrás al gigante y arrugó la nariz desdeñosamente.

—Reza para que siga callado, querida. Gaia me ha concedido el placer de ocuparme de vosotros, pero Clitio es mi… ejem, seguro. De hechicera a hechicera, creo que también ha venido para mantener mis poderes a raya, por si me olvido de las órdenes de mi nueva señora. Gaia es así de cuidadosa.

Hazel sintió la tentación de protestar alegando que ella no era una hechicera. No quería saber cómo Pasífae pensaba «ocuparse» de ellos ni cómo el gigante mantenía a raya su magia, pero se irguió y trató de mostrarse segura.

—No sé lo que planea —dijo Hazel—, pero no dará resultado. Hemos liquidado a todos los monstruos que Gaia ha interpuesto en nuestro camino. Si es usted lista, se quitará de en medio.

Galantis, la comadreja, estuvo de acuerdo rechinando los dientes, pero Pasífae no parecía impresionada.

—No parecéis gran cosa —reflexionó la hechicera—. Pero, por otra parte, los semidioses nunca parecéis gran cosa. Mi marido, Minos, rey de Creta, era hijo de Zeus, pero nadie lo habría dicho por su aspecto. Era casi tan flacucho como ese —agitó la mano en dirección a Leo.

—Vaya —murmuró Leo—. Minos debió de hacer algo horrible para merecer una esposa como usted.

Los orificios nasales de Pasífae se ensancharon.

—Oh…, no tienes ni idea. Era demasiado orgulloso para hacer sacrificios a Poseidón, así que los dioses me castigaron por su arrogancia.

—El Minotauro —recordó Hazel de repente.

La historia era tan repugnante y grotesca que Hazel siempre se tapaba los oídos cuando la contaban en el Campamento Júpiter. Pasífae había sido condenada a enamorarse del toro de su marido. Y había dado a luz al Minotauro: mitad hombre, mitad toro.

Ahora, mientras Pasífae le lanzaba cuchillos con los ojos, Hazel cayó en la cuenta de por qué su expresión le resultaba tan familiar.

La hechicera tenía la misma amargura y el mismo odio en la mirada que los que a veces irradiaba la madre de Hazel. En sus peores momentos, Marie Levesque miraba a Hazel como si fuera una hija monstruosa, una maldición de los dioses, el origen de todos sus problemas. Por ese motivo la historia del Minotauro incomodaba a Hazel: no era solo la asquerosa idea de la unión de Pasífae y el toro, sino la idea de que un hijo, cualquier hijo, pudiera considerarse un monstruo, un castigo para sus padres, al que encerrar y odiar. El Minotauro siempre le había parecido la víctima de la historia.

—Sí —dijo Pasífae finalmente—. Mi deshonra fue insoportable. Después de que mi hijo naciera y fuera encerrado en el laberinto, Minos no quiso saber nada más de mí. ¡Dijo que había arruinado su reputación! ¿Y sabes lo que le pasó a Minos, Hazel Levesque? ¿Sabes lo que le pasó por sus crímenes y su orgullo? Que fue premiado. ¡Fue nombrado juez de los muertos en el inframundo, como si tuviera derecho a juzgar a los demás! Hades le concedió ese puesto. Tu padre.

—Plutón, en realidad.

Pasífae se rió despectivamente.

—Es irrelevante. Así que odio a los semidioses tanto como a los dioses, ¿sabes? Gaia me ha prometido a todos tus hermanos que sobrevivan a la guerra para que pueda ver cómo mueren lentamente en mi nuevo dominio. Ojalá tuviera más tiempo para torturaros a los dos como es debido. Una lástima…

En el centro de la sala, las Puertas de la Muerte emitieron un agradable tintineo. El botón verde de subida situado en el lado derecho del armazón empezó a brillar. Las cadenas se sacudieron.

—Ya está —Pasífae se encogió de hombros como pidiendo disculpas—. Las puertas se están usando. Dentro de doce minutos se abrirán.

A Hazel le temblaron las entrañas casi tanto como las cadenas.

—¿Más gigantes?

—Afortunadamente, no —dijo la hechicera—. Ya están todos en el mundo de los mortales, preparados para el asalto final —Pasífae le dedicó una sonrisa fría—. No, me imagino que otra persona está usando las puertas… alguien no autorizado.

Leo avanzó muy lentamente. De sus puños salió humo.

—Percy y Annabeth.

Hazel no podía hablar. No sabía si el nudo que tenía en la garganta se debía a la alegría o la frustración. Si sus amigos habían llegado a las puertas, si de verdad iban a aparecer allí al cabo de doce minutos…

—Oh, no te preocupes —Pasífae agitó la mano con desdén—. Clitio se ocupará de ellos. Verás, cuando el timbre vuelva a sonar, si alguien no aprieta el botón de subida en nuestro lado, las puertas no se abrirán y quien esté dentro, puf. Se esfumará. O a lo mejor Clitio les deja salir y se ocupa de ellos en persona. Eso depende de vosotros dos.

Hazel notó un sabor metálico en la boca. No quería preguntar, pero tenía que hacerlo.

—¿Cómo que depende de nosotros?

—Bueno, evidentemente, solo necesitamos una pareja de semidioses vivos —explicó Pasífae—. Los afortunados serán llevados a Atenas y ofrecidos en sacrificio a Gaia en la fiesta de la Esperanza.

—Evidentemente —murmuró Leo.

—¿Así que seréis vosotros dos o vuestros amigos del ascensor? —la hechicera extendió las manos—. Veamos quién sigue con vida dentro de doce…, digo, once minutos.

La caverna desapareció en la oscuridad.