LXXII
Annabeth

—¡Ayúdame, Percy! —gritó Annabeth.

Ella empujaba la puerta izquierda con todo el cuerpo, presionando hacia el centro. Percy hizo lo mismo con la derecha. No había asideros ni nada a lo que agarrarse. Mientras la caja del ascensor se elevaba, las puertas se sacudieron y trataron de abrirse, amenazando con expulsarlos a lo que quiera que hubiese entre la vida y la muerte.

A Annabeth le dolía el hombro. El hilo musical del ascensor tampoco era de ayuda. Si todos los monstruos tenían que oír una canción en la que el cantante decía que le gustaban las piñas coladas y mojarse bajo la lluvia, no le extrañaba que tuvieran ganas de matar cuando llegaran al mundo de los mortales.

—Hemos abandonado a Bob y Damasén —dijo Percy con voz ronca—. Morirán por nosotros, y nosotros solo…

—Lo sé —murmuró ella—. Dioses del Olimpo, Percy, lo sé.

Annabeth casi se alegraba de tener que mantener las puertas cerradas. El terror que atravesaba su corazón al menos impedía que sucumbiera a la tristeza. Abandonar a Damasén y Bob había sido lo más difícil que había hecho en su vida.

Durante años, le había fastidiado que otros chicos del Campamento Mestizo participaran en misiones mientras ella se quedaba en el campamento. Había visto como otros alcanzaban la gloria… o fracasaban y no volvían. Desde que tenía siete años, había pensado: «¿Por qué yo no tengo ocasión de demostrar mis aptitudes? ¿Por qué no puedo dirigir una misión?».

En ese instante comprendió que la prueba más difícil para una hija de Atenea no era dirigir una misión ni enfrentarse a la muerte en combate. Era tomar la decisión estratégica de dar un paso atrás, de dejar que otro corriera el peligro más grave; sobre todo cuando esa persona era tu amigo. Tenía que aceptar el hecho de que no podía proteger a todas las personas que quería. Que no podía resolver todos los problemas.

Lo lamentaba, pero no tenía tiempo para la autocompasión. Parpadeó para contener las lágrimas.

—Las puertas, Percy —advirtió.

Los paneles habían empezado a deslizarse y habían dejado entrar una vaharada de… ¿ozono? ¿Azufre?

Percy empujó furiosamente en su lado, y la rendija se cerró. El chico echaba chispas por los ojos. Annabeth esperaba que no estuviera cabreado con ella, pero si lo estaba, lo entendía perfectamente.

«Si le da fuerzas para seguir —pensó—, que se enfade».

—Voy a matar a Gaia —murmuró—. La voy a hacer trizas con mis propias manos.

Annabeth asintió con la cabeza, pero estaba pensando en la bravata de Tártaro acerca de la imposibilidad de matarlos a él y a Gaia. Ante tal poder, hasta los titanes y los gigantes eran muy inferiores. Los semidioses no tenían ninguna posibilidad.

También se acordó de la advertencia de Bob: «Puede que este no sea el único sacrificio que tengáis que hacer para detener a Gaia».

Tenía la corazonada de que esa parte era verdad.

—Doce minutos —murmuró—. Solo doce minutos.

Rogó a Atenea que Bob pudiera mantener apretado el botón todo ese tiempo. Rezó para que le diera fuerza y sabiduría. Se preguntaba lo que encontrarían cuando llegaran al final de su trayecto en ascensor.

Si sus amigos no estaban allí, controlando el otro lado…

—Podemos conseguirlo —dijo Percy—. Tenemos que conseguirlo.

—Sí —dijo Annabeth—. Sí, tenemos que conseguirlo.

Mantuvieron las puertas cerradas al mismo tiempo que el ascensor vibraba y la música sonaba, mientras, en algún lugar debajo de ellos, un titán y un gigante sacrificaban sus vidas para que ellos escapasen.