«ACABAD CON ELLOS».
Annabeth había oído esas palabras tan a menudo que la arrancaron de su estado de parálisis. Levantó la espada y gritó:
—¡Percy!
Él recogió a Contracorriente.
Annabeth se abalanzó sobre las cadenas que sujetaban las puertas de la muerte. Su espada de hueso de drakon cortó las ataduras del lado izquierdo de un solo golpe. Mientras tanto, Percy hizo retroceder a la primera oleada de monstruos. Asestó una estocada a una arai y gritó:
—¡Bah! ¡Estúpidas maldiciones!
A continuación cercenó a media docena de telquines. Annabeth se lanzó detrás de él y cortó las cadenas del otro lado.
Las puertas vibraron y a continuación se abrieron emitiendo un agradable «¡Ring!».
Bob y su secuaz con dientes de sable siguieron zigzagueando alrededor de las piernas de Tártaro, atacando y haciendo fintas para escapar de sus garras. No parecían estarle causando muchos daños, pero Tártaro se tambaleaba de un lado al otro; saltaba a la vista que no estaba acostumbrado a luchar con un cuerpo de humanoide. Todos los golpes que asestaba erraban el blanco.
Más monstruos se acercaron en tropel a las puertas. Una lanza pasó volando al lado de la cabeza de Annabeth. Ella se volvió y dio una estocada a una empousa en la barriga, y acto seguido se lanzó hacia las puertas cuando empezaban a cerrarse.
Las mantuvo abiertas con el pie mientras luchaba. Situada de espaldas al ascensor, por lo menos no tenía que preocuparse por los ataques que vinieran de detrás.
—¡Ven aquí, Percy! —gritó.
Él se reunió con ella en la puerta, con la cara chorreando sudor y sangre de varios cortes.
—¿Estás bien? —preguntó Annabeth.
Él asintió con la cabeza.
—Las arai me han lanzado una maldición dolorosa —abatió a un grifo en el aire de un espadazo—. Duele, pero sobreviviré. Entra en el ascensor. Yo apretaré el botón.
—¡Sí, claro! —ella golpeó a un caballo carnívoro en el hocico con la empuñadura de su espada, y el monstruo huyó precipitadamente entre la multitud—. Lo prometiste, Sesos de Alga. ¡Prometiste que no nos separaríamos! ¡Nunca jamás!
—¡Eres insufrible!
—¡Yo también te quiero!
Una falange de cíclopes entera embistió contra ellos, apartando a los monstruos más pequeños a golpes. Annabeth supuso que estaba a punto de morir.
—Cíclopes tenían que ser —gruñó.
Percy lanzó un grito de guerra. A los pies de los cíclopes, una vena roja se abrió en el terreno y salpicó a los monstruos de fuego líquido del Flegetonte. El agua de fuego podía curar a los mortales, pero no les sentaba nada bien a los cíclopes. Los monstruos se quemaron en medio de una gigantesca ola de calor. La vena rota se cerró, y el único rastro que quedó de los monstruos fue una hilera de quemaduras.
—¡Tienes que irte, Annabeth! —dijo Percy—. ¡No podemos quedarnos los dos!
—¡No! —gritó ella—. ¡Agáchate!
Él no preguntó por qué. Agachó la cabeza, y Annabeth saltó por encima de él y clavó su espada en la cabeza de un ogro lleno de tatuajes.
Percy y ella permanecieron uno al lado del otro en la puerta, esperando la siguiente oleada de monstruos. La vena que había explotado había hecho vacilar a los monstruos, pero no tardarían en recordar: «Un momento, nosotros somos tropecientos, y ellos son solo dos».
—Bueno —dijo Percy—, ¿tienes alguna idea mejor?
Annabeth deseó tenerla.
Las Puertas de la Muerte estaban justo detrás de ellos: su salida de ese mundo de pesadilla. Pero no podían usar las puertas sin que alguien manejara los mandos durante doce largos minutos. Si entraban y dejaban que las puertas se cerrasen sin que alguien mantuviera el botón apretado, Annabeth no creía que las consecuencias fueran saludables. Y si se apartaban de las puertas, se imaginaba que el ascensor se cerraría y desaparecería sin ellos.
La situación era tan deplorable que casi tenía gracia.
La multitud de monstruos avanzaba muy lentamente, gruñendo y armándose de valor.
Mientras tanto, los ataques de Bob se estaban volviendo más lentos. Tártaro estaba aprendiendo a dominar su nuevo cuerpo. Bob el Pequeño se abalanzó sobre el dios, pero Tártaro le dio un golpe del revés. Bob atacó rugiendo de ira, pero Tártaro cogió su lanza y se la arrebató de las manos de un tirón. Lanzó a Bob cuesta abajo de una patada, y el titán derribó una hilera de telquines como si fueran bolos con forma de mamíferos marinos.
¡Ríndete!, bramó Tártaro.
—Jamás —dijo Bob—. Tú no eres mi amo.
Pues muere por desafiarme, dijo el dios del foso. Los titanes no significáis nada para mí. Mis hijos, los gigantes, siempre han sido mejores, más fuertes y más crueles. ¡Ellos volverán el mundo de arriba tan oscuro como mi reino!
Tártaro partió la lanza por la mitad. Bob gimió de dolor. Bob el Pequeño saltó en su ayuda, gruñendo a Tártaro y enseñando los colmillos. El titán se levantó con dificultad, pero Annabeth sabía que era el fin. Incluso los monstruos se volvieron para mirar, como si intuyeran que su amo Tártaro estaba a punto de acaparar toda la atención. La muerte de un titán era algo digno de ser visto.
Percy cogió la mano de Annabeth.
—Quédate aquí. Tengo que ayudarle.
—No puedes, Percy —dijo ella con voz ronca—. No se puede luchar contra Tártaro. Nosotros, no.
Ella sabía que estaba en lo cierto. Tártaro no tenía rival. Era más poderoso que los dioses o los titanes. Los semidioses le eran indiferentes. Si Percy lo atacaba para ayudar a Bob, acabaría aplastado como una hormiga.
Pero Annabeth también sabía que Percy no le haría caso. No podría permitir que Bob muriera solo. No era propio de él… y ese era uno de los muchos motivos por los que lo amaba, aunque fuera un grano de tamaño olímpico en el podex.
—Iremos juntos —decidió Annabeth, sabiendo que sería su última batalla.
Si se apartaban de las puertas, jamás saldrían del Tártaro. Por lo menos morirían luchando uno al lado del otro.
Estaba a punto de decir: «Ahora».
Una oleada de inquietud recorrió el ejército. A lo lejos, Annabeth oyó chillidos, gritos y un insistente «bum, bum, bum» demasiado rápido para ser los latidos del suelo; parecía más bien algo grande y pesado que corría a toda velocidad. Un Nacido de la Tierra saltó por los aires dando vueltas como si lo hubieran lanzado. Una columna de gas de vivo color verde se elevó formando nubes por encima de la horda monstruosa como el chorro de una manguera antidisturbios. Todo se disolvía a su paso.
Al otro lado de la franja de terreno recién desocupada, Annabeth vio la causa del alboroto. Sonrió.
El drakon meonio desplegó su collar y siseó, y su aliento venenoso llenó el campo de batalla de olor a pino y jengibre. Movió su cuerpo de treinta metros de largo, agitó su cola verde moteada y aniquiló a un batallón de ogros.
Montado a su lomo iba un gigante de piel roja con flores en sus trenzas de color herrumbroso, un chaleco de cuero verde y una lanza de costilla de drakon en la mano.
—¡Damasén! —gritó Annabeth.
El gigante inclinó la cabeza.
—Annabeth Chase, he seguido tu consejo. He elegido un nuevo destino.