Morir a manos de Tártaro no le parecía un gran honor.
Al contemplar el remolino oscuro de su rostro, Annabeth decidió que prefería morir de una forma menos memorable: por ejemplo, cayendo por una escalera o falleciendo plácidamente mientras dormía a los ochenta años después de una vida agradable y tranquila con Percy. Sí, eso pintaba bien.
No era la primera vez que Annabeth se enfrentaba a un enemigo al que no podía vencer con la fuerza. Normalmente, eso la habría impulsado a ganar tiempo con una ingeniosa cháchara.
Sin embargo, la voz no le respondía. Ni siquiera podía cerrar la boca. Debía de estar babeando como Percy cuando dormía.
Era vagamente consciente del ejército de monstruos que se arremolinaban a su alrededor, pero después de su rugido inicial de triunfo, la horda se había quedado callada. Annabeth y Percy deberían estar hechos pedazos a esas alturas. En cambio, los monstruos guardaban las distancias, esperando a que Tártaro actuara.
El dios del foso flexionó los dedos y se examinó sus pulidas garras negras. No tenía expresión, pero irguió los hombros como si estuviera satisfecho.
Es agradable tener forma, entonó. Con estas manos, podré destriparos.
Su voz sonaba como una grabación hacia atrás, como si las palabras estuvieran siendo absorbidas por el vórtice de su cara en lugar de ser expulsadas. De hecho, parecía que la cara del dios lo atrajera todo: la luz tenue, las nubes venenosas, la esencia de los monstruos, hasta la frágil fuerza vital de Annabeth. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que a todos los objetos de la vasta llanura en la que se encontraba les había salido una vaporosa cola de cometa y de que todos apuntaban a Tártaro.
Annabeth sabía que debía decir algo, pero su instinto le aconsejaba esconderse y evitar hacer cualquier cosa que llamara la atención del dios.
Además, ¿qué podía decir? «¡No te saldrás con la tuya!»
Eso no era cierto. Si ella y Percy habían sobrevivido tanto tiempo era porque Tártaro estaba disfrutando de su nueva forma. Quería gozar del placer de hacerlos trizas físicamente. A Annabeth no le cabía duda de que, si Tártaro lo deseaba, podría poner fin a su existencia con solo pensarlo, tan fácilmente como había volatilizado a Hiperión y Crío. ¿Sería posible renacer después? Annabeth no quería averiguarlo.
A su lado, Percy hizo algo que ella no le había visto hacer nunca. Soltó su espada. El arma cayó de su mano y chocó contra el suelo emitiendo un golpe sordo. La Niebla de la Muerte ya no le envolvía la cara, pero todavía tenía la tez de un cadáver.
Tártaro volvió a susurrar… posiblemente riéndose.
Vuestro miedo huele estupendamente, dijo el dios. Ahora entiendo el atractivo de tener un cuerpo físico con tantos sentidos. Tal vez mi querida Gaia tenga razón al querer despertar de su sueño.
Alargó su enorme mano morada. Podría haber arrancado a Percy como una mala hierba, pero Bob le interrumpió.
—¡Fuera de aquí! —el titán apuntó al dios con su lanza—. ¡No tienes ningún derecho a entrometerte!
¿Entrometerme? Tártaro se volvió. Soy el señor de todas las criaturas de la oscuridad, insignificante Jápeto. Puedo hacer lo que me venga en gana.
El ciclón negro de su rostro empezó a girar más rápido. El aullido que emitía era tan horrible que Annabeth cayó de rodillas y se tapó los oídos. Bob tropezó, y su fuerza vital, etérea como la cola de un cometa, se alargó al ser absorbida por la cara del dios.
Bob rugió desafiante. Atacó y arremetió con su lanza contra el pecho de Tártaro. Antes de que pudiera alcanzarlo, Tártaro lo apartó de un manotazo, como si fuera un molesto insecto. El titán cayó rodando por el suelo.
¿Por qué no te desintegras?, preguntó Tártaro. No eres nada. Eres todavía más débil que Crío e Hiperión.
—Soy Bob —dijo Bob.
Tártaro susurró.
¿Qué es eso? ¿Qué es Bob?
—He elegido ser algo más que Jápeto —dijo el titán—. Tú no me controlas. No soy como mis hermanos.
En el cuello de su mono se formó un bulto. Bob el Pequeño salió de un brinco. El gatito cayó en el suelo delante de su amo, arqueó el lomo y siseó al señor del abismo.
Mientras Annabeth observaba, Bob el Pequeño empezó a crecer, y su figura parpadeó hasta que el gatito se convirtió en un tigre dientes de sable de tamaño natural, esquelético y translúcido.
—Además —anunció Bob—, tengo un buen gato.
Bob el ex Pequeño se abalanzó sobre Tártaro y clavó sus garras en el muslo del dios. El tigre trepó por su pierna y se metió debajo de su falda de malla. Tártaro se puso a dar patadas y alaridos, al parecer no tan entusiasmado de tener forma física. Mientras tanto, Bob clavó su lanza en el costado del dios, justo por debajo de su coraza.
Tártaro rugió. Trató de aplastar a Bob, pero el titán retrocedió y se situó fuera de su alcance. Bob alargó los dedos. Su lanza se desprendió de la carne del dios y volvió volando a la mano de Bob. Annabeth tragó saliva, asombrada. Nunca había imaginado que una escoba pudiera tener tantos usos prácticos. Bob el Pequeño se soltó de debajo de la falda de Tártaro. Corrió al lado de su amo, sus colmillos de diente de sable goteando icor dorado.
Tú morirás primero, Jápeto, decidió Tártaro. Después añadiré tu alma a mi armadura, donde se disolverá poco a poco, una y otra vez, en una agonía eterna.
Tártaro golpeó su coraza con el puño. Rostros blanquecinos se arremolinaron en el metal, gritando en silencio para escapar.
Bob se volvió hacia Percy y Annabeth. El titán sonrió, un gesto que probablemente no habría sido la reacción de Annabeth ante una amenaza de agonía eterna.
—Id a las puertas —dijo Bob—. Yo me ocuparé de Tártaro.
Tártaro echó la cabeza atrás y rugió, y creó una fuerza de succión tan intensa que los diablos voladores más cercanos fueron absorbidos por el vórtice de su rostro y se hicieron trizas.
¿Ocuparte de mí?, dijo el dios en tono de mofa. ¡No eres más que un titán, un ridículo hijo de Gaia! Te haré sufrir por tu arrogancia. Y por lo que respecta a tus amigos mortales…
Tártaro movió la mano hacia el ejército de monstruos y les hizo señas para que avanzaran.
¡ACABAD CON ELLOS!