LXVIII
Frank

Frank no se dio cuenta de que estaba brillando. Más tarde Jason le dijo que la bendición de Marte lo había envuelto en luz roja, como en Venecia. Las jabalinas no podían tocarlo. Las rocas se desviaban. Incluso con una flecha clavada en el bíceps izquierdo, Frank nunca se había sentido tan lleno de energía.

El primer cíclope con el que se encontró cayó tan rápido que pareció una broma. Frank lo partió por la mitad desde los hombros hasta la cintura. El grandullón estalló en polvo. El siguiente cíclope retrocedió nervioso, de modo que Frank le cortó las piernas y lo lanzó al foso.

Los monstruos que quedaban en su lado de la sima trataron de retroceder, pero la legión acabó con ellos.

—¡Formación de tetsubo! —gritó Frank—. ¡Ahora! ¡En fila india, avanzad!

Frank fue el primero en cruzar el puente. Los muertos le siguieron, con los escudos unidos a cada lado y por encima de sus cabezas, desviando todos los ataques. Cuando los últimos zombis cruzaron, el puente se desmoronó en la oscuridad, pero para entonces ya no importaba.

Nico siguió invocando más legionarios para que participaran en la batalla. A lo largo de la historia del imperio, miles de romanos habían servido y muerto en Grecia. Ahora habían vuelto respondiendo a la llamada del cetro de Diocleciano.

Frank avanzó destruyendo todo lo que encontraba a su paso.

—¡Te voy a chamuscar! —chilló un telquine, agitando desesperadamente un frasco de fuego griego—. ¡Tengo fuego!

Frank lo abatió. Cuando el frasco descendió hacia el suelo, Frank lo lanzó por el precipicio de una patada antes de que explotara.

Una empousa arañó a Frank en el pecho con las garras, pero él no notó nada. Redujo a la diabla a polvo y siguió avanzando. El dolor no tenía importancia. El fracaso era inconcebible.

Él era un líder de la legión y estaba haciendo lo que estaba destinado a hacer: luchar contra los enemigos de Roma, defender su legado, proteger las vidas de sus amigos y compañeros. Era el pretor Frank Zhang.

Sus fuerzas arrollaron al enemigo, frustrando cada uno de sus intentos de reagruparse. Jason y Piper lucharon a su lado, gritando en actitud desafiante. Nico atravesó el último grupo de Nacidos de la Tierra, reduciéndolos a montones de lodo húmedo con su espada estigia negra.

Antes de que Frank se diera cuenta, la batalla había terminado. Piper hizo picadillo a la última empousa, que se volatilizó dejando escapar un gemido de angustia.

—Frank —dijo Jason—, estás ardiendo.

Él bajó los ojos. Unas gotas de aceite le habían salpicado el pantalón, porque estaba empezando a quemarse. Frank se dio unos golpecitos hasta que dejó de echar humo, pero no estaba especialmente preocupado. Gracias a Leo, ya no tenía que preocuparse por el fuego.

Nico se aclaró la garganta.

—Ejem… también tienes una flecha clavada en el brazo.

—Lo sé —Frank partió la punta de la flecha y extrajo el astil por la parte de atrás. Solo notó un tirón y una sensación cálida—. Estoy bien.

Piper le hizo comer un trozo de ambrosía. Mientras le vendaba la herida dijo:

—Frank, has estado increíble. Aterrador, pero increíble.

A Frank le costó procesar sus palabras. «Aterrador» no era un adjetivo que se pudiera aplicar a él. Simplemente era Frank.

Su adrenalina se agotó. Miró a su alrededor, preguntándose dónde se habían metido todos los enemigos. Los únicos monstruos que quedaban eran los romanos zombis, que permanecían en estado de estupor con las armas bajadas.

Nico levantó su cetro, con la esfera oscura e inactiva.

—Ahora que la batalla ha terminado, los muertos no permanecerán mucho más.

Frank se volvió hacia sus tropas.

—¡Legión!

Los soldados zombis se pusieron firmes.

—Habéis luchado bien —les dijo Frank—. Podéis descansar. Romped filas.

Los legionarios se deshicieron en montones de huesos, armaduras, escudos y armas. Luego, esos objetos también se desintegraron.

Frank se sentía como si él también se fuera a deshacer. A pesar de la ambrosía que había comido, el brazo herido le empezó a doler. Los párpados le pesaban de agotamiento. La bendición de Marte se desvaneció, dejándolo consumido. Pero su cometido todavía no había terminado.

—Hazel y Leo —dijo—. Tenemos que encontrarlos.

Sus amigos miraron al otro lado de la sima. En el otro extremo de la caverna, el túnel por el que Hazel y Leo habían entrado se encontraba enterrado bajo toneladas de escombros.

—No podemos ir en esa dirección —dijo Nico—. Tal vez…

De repente se tambaleó. Se habría caído si Jason no lo hubiera agarrado.

—¡Nico! —dijo Piper—. ¿Qué pasa?

—Las puertas —contestó Nico—. Ocurre algo. Percy y Annabeth… Tenemos que irnos ya.

—Pero ¿cómo? —preguntó Jason—. El túnel ha desaparecido.

Frank apretó la mandíbula. No había llegado tan lejos para quedarse cruzado de brazos mientras sus amigos estaban en apuros.

—No será divertido —dijo—, pero hay otro camino.