LXVII
Frank

Frank no era un experto en fantasmas, pero los legionarios muertos debían de haber sido semidioses porque se comportaban como si padecieran déficit de atención con hiperactividad.

Salían del foso con gran esfuerzo y luego deambulaban sin rumbo, entrechocándose el pecho sin motivo aparente, lanzándose unos a otros a la sima, disparando flechas al aire como si intentaran matar moscas y, de vez en cuando, de pura chiripa, lanzando una jabalina, una espada o un aliado en dirección al enemigo.

Mientras, el ejército de monstruos crecía y se enfadaba. Los Nacidos de la Tierra arrojaban descargas de piedras que golpeaban a los legionarios zombis y los estrujaban como si fueran de papel. Diablas con piernas desiguales y el cabello en llamas (Frank supuso que eran empousai) rechinaban los colmillos y gritaban órdenes a los otros monstruos. Una docena de cíclopes avanzaban contra los puentes que se estaban desmoronando, mientras unos humanoides con forma de foca —telquines, como los que Frank había visto en Atlanta— lanzaban frascos de fuego griego a través de la sima. Incluso había centauros salvajes entre ellos, disparando flechas llameantes y pisoteando a sus aliados más pequeños bajo sus cascos. De hecho, la mayoría de los enemigos parecían provistos de un arma de fuego. A pesar de contar con su nuevo saquito ignífugo, a Frank no le gustó un pelo.

Se abrió paso a empujones entre la multitud de romanos muertos, abatiendo monstruos hasta que se le agotaron las flechas, avanzando poco a poco hacia sus amigos.

Se dio cuenta demasiado tarde —qué sorpresa— de que debía transformarse en algo grande y fuerte, como un oso o un dragón. Tan pronto como se le ocurrió la idea, notó un dolor ardiente en el brazo. Tropezó, miró abajo y contempló con incredulidad que el astil de una flecha le sobresalía del bíceps izquierdo. Tenía la manga empapada en sangre.

Al verlo se mareó, pero sobre todo se enfadó. Trató de convertirse en dragón sin suerte. Le costaba concentrarse debido al dolor. Tal vez no pudiera transformarse cuando estaba herido.

«Genial —pensó—. Ahora me entero».

Soltó el arco y cogió una espada de una… Bueno, en realidad no estaba seguro de lo que era: una especie de guerrera reptil con serpientes a modo de piernas que había caído abatida. Avanzó abriéndose paso a espadazos, tratando de hacer caso omiso del dolor y de la sangre que le goteaba por el brazo.

Unos cinco metros más adelante, Nico blandía su espada negra con una mano, sujetando el cetro de Diocleciano en alto con la otra. No paraba de dar órdenes a los legionarios, pero no le hacían caso.

«Claro —pensó Frank—. Es griego».

Jason y Piper permanecían detrás de Nico. Jason invocaba ráfagas de viento para desviar jabalinas y flechas. Rechazó un frasco de fuego griego y se lo metió por la garganta a un grifo, que estalló en llamas y cayó dando vueltas al foso. Piper hizo buen uso de su nueva espada mientras con la otra mano lanzaba comida con la cornucopia, utilizando jamones, pollos, manzanas y naranjas como misiles interceptores. El aire de encima de la sima se convirtió en un espectáculo pirotécnico de proyectiles llameantes, rocas que estallaban y productos frescos.

Aun así, los amigos de Frank no podrían aguantar eternamente. Jason tenía la cara salpicada de gotas de sudor. No paraba de gritar en latín: «¡Formad filas!», pero los legionarios muertos tampoco le hacían caso. Algunos zombis resultaban útiles interponiéndose en el camino de los monstruos, estorbándoles o recibiendo el fuego. Sin embargo, si los monstruos seguían acabando con ellos, no quedarían suficientes a los que organizar.

—¡Abrid paso! —gritó Frank.

Para gran sorpresa suya, los legionarios muertos se separaron para dejarle pasar. Los que estaban más cerca se volvieron y lo miraron fijamente con sus ojos vacíos, como si esperaran órdenes.

—Genial… —murmuró Frank.

En Venecia, Marte le había advertido que su auténtica prueba de liderazgo se avecinaba. El fantasmagórico antepasado de Frank lo había instado a asumir el mando. Pero si esos romanos muertos se negaban a hacer caso a Jason, ¿por qué iban a hacérselo a él? Porque era hijo de Marte, o tal vez porque…

Entonces cayó en la cuenta. Jason ya no era totalmente romano. Su estancia en el Campamento Mestizo lo había cambiado. Reyna se había percatado de ello. Al parecer, los legionarios muertos también. Si Jason ya no emitía el tipo de vibraciones adecuadas ni desprendía el aura de un líder romano…

Frank alcanzó a sus amigos cuando una oleada de cíclopes se chocó contra ellos. Levantó la espada para parar la porra de un cíclope y luego dio una estocada al monstruo en la pierna y lo lanzó hacia atrás al foso. A continuación le atacó otro. Frank consiguió empalarlo, pero la pérdida de sangre lo estaba debilitando. Se le nubló la vista. Le zumbaban los oídos.

Era vagamente consciente de que Jason estaba a su izquierda, desviando los proyectiles que se acercaban con el viento; Piper estaba a su derecha, dando órdenes con su embrujahabla, animando a los monstruos a que se atacaran entre ellos o dieran un refrescante salto a la sima.

—¡Será divertido! —prometió.

Unos cuantos le hicieron caso, pero, al otro lado del foso, las empousai estaban contestando a sus órdenes. Por lo visto ellas también tenían poder de persuasión. Los monstruos se apiñaron tanto alrededor de Frank que apenas podía usar la espada. El hedor de su aliento y su olor corporal casi habrían bastado para dejarlo sin sentido, incluso sin el intenso dolor de la flecha que tenía clavada en el brazo.

¿Qué se suponía que tenía que hacer? Tenía un plan, pero sus pensamientos se estaban volviendo confusos.

—¡Estúpidos fantasmas! —gritó Nico.

—¡No obedecen! —convino Jason.

Eso era. Frank tenía que conseguir que los fantasmas obedeciesen.

Hizo acopio de todas sus fuerzas y gritó:

—¡Cohortes, juntad los escudos!

Los zombis se movieron a su alrededor. Formaron fila delante de Frank, juntando sus escudos en una irregular formación defensiva. Pero se movían demasiado despacio, como sonámbulos, y solo unos pocos habían respondido a su voz.

—¿Cómo has hecho eso, Frank? —gritó Jason.

A Frank le daba vueltas la cabeza debido al dolor. Hizo un esfuerzo por no desmayarse:

—Soy el oficial romano de mayor rango —dijo—. Ellos… no te reconocen. Lo siento.

Jason hizo una mueca, pero no parecía especialmente sorprendido.

—¿En qué podemos ayudar?

Frank deseó tener la respuesta a esa pregunta. Un grifo pasó volando por arriba y estuvo a punto de decapitarlo con sus garras. Nico le golpeó con el cetro de Diocleciano, y el monstruo viró y se estrelló contra una pared.

Orbem formate! —ordenó Frank.

Unas dos docenas de zombis le obedecieron, afanándose por formar un cerco defensivo alrededor de Frank y sus amigos. El corro bastó para ofrecer a los semidioses un pequeño respiro, pero había demasiados enemigos avanzando. La mayoría de los legionarios todavía deambulaban aturdidos.

—Mi rango —comprendió Frank.

—¿Qué dices de un tango? —gritó Piper, al tiempo que acuchillaba a un centauro salvaje.

—No —repuso Frank—. Yo soy solo centurión.

Jason soltó un juramento en latín.

—Quiere decir que no puede controlar a toda la legión. No tiene un rango lo bastante alto.

Nico blandió su espada negra contra otro grifo.

—¡Pues entonces asciéndelo!

Frank tenía la mente embotada. No entendía lo que estaba diciendo Nico. ¿Que lo ascendiera? ¿Cómo?

Jason gritó con su mejor voz de sargento de instrucción:

—¡Frank Zhang! Yo, Jason Grace, pretor de la Duodécima Legión Fulminata, te doy mi última orden: renuncio a mi puesto y te asciendo a pretor como medida de emergencia, con todos los poderes del rango. ¡Asume el mando de esta legión!

Frank sintió como si una puerta se hubiera abierto en la Casa de Hades y hubiera dejado entrar una ráfaga del aire fresco por los túneles. De repente, la flecha de su brazo perdió importancia. Sus pensamientos se aclararon. Su vista se agudizó. Las voces de Marte y Ares empezaron a hablar en su mente, vigorosas y unidas:

¡Acaba con ellos!

Frank apenas reconoció su propia voz cuando gritó:

—Legión, agmen formate!

Enseguida todos los legionarios muertos de la caverna desenvainaron sus espadas y alzaron sus escudos. Se dirigieron apresuradamente a la posición de Frank, apartando a los monstruos a empujones y espadazos hasta que se situaron codo con codo con sus compañeros, adoptando una formación cuadrada. Llovían piedras, jabalinas y fuego, pero ahora Frank contaba con una línea defensiva disciplinada que los protegía detrás de un muro de bronce y cuero.

—¡Arqueros! —gritó Frank—. Eiaculare flammas!

No albergaba muchas esperanzas de que la orden diera resultado. Los arcos de los zombis no podían encontrarse en buen estado. Pero, para su sorpresa, varias docenas de escaramuzadores fantasmales prepararon sus flechas a la vez. Las puntas de sus flechas se encendieron espontáneamente, y una oleada de muerte describió un arco sobre la línea de la legión, directa al enemigo. Los cíclopes cayeron. Los centauros tropezaron. Un telquine gritaba y daba vueltas con una flecha en llamas clavada en la frente.

Frank oyó una risa detrás de él. Miró atrás y no dio crédito a lo que veían sus ojos. Nico di Angelo estaba sonriendo.

—Así me gusta —dijo Nico—. ¡Vamos a darle la vuelta a la tortilla!

Cuneum formate! —gritó Frank—. ¡Avanzad con las pila!

La línea de zombis se concentró en el centro y formó una cuña pensada para atravesar la horda enemiga. Bajaron las lanzas, crearon una hilera erizada y avanzaron.

Los Nacidos de la Tierra gemían y lanzaban rocas. Los cíclopes aporreaban los escudos con puños y porras, pero los legionarios zombis ya no eran dianas de papel. Tenían una fuerza inhumana y apenas flaqueaban ante los ataques más feroces. Pronto el suelo estaba cubierto de polvo de monstruos. La hilera de jabalinas trituró al enemigo como si fueran unos dientes gigantescos, liquidando a ogros, mujeres serpiente y perros del infierno. Los arqueros de Frank abatieron a los grifos del cielo y sembraron el caos en el grueso del ejército de los monstruos al otro lado de la sima.

Las fuerzas de Frank empezaron a hacerse con el control de su lado de la caverna. Uno de los puentes de piedra se hundió, pero más monstruos siguieron cruzando el otro. Frank tendría que poner fin a su avance.

—Jason —gritó—, ¿puedes llevar volando a unos cuantos legionarios al otro lado del foso? El flanco izquierdo del enemigo es débil, ¿lo ves? ¡Tómalo!

Jason sonrió.

—Con mucho gusto.

Tres romanos muertos se alzaron por los aires y volaron a través de la sima. A continuación, se les unieron otros tres. Por último, Jason la cruzó volando él mismo, y su patrulla se abrió camino a través de unos telquines con expresión de gran sorpresa e hizo cundir el pánico entre las filas del enemigo.

—Nico —dijo Frank—, sigue intentando resucitar a los muertos. Necesitamos más.

—Enseguida.

Nico levantó el cetro de Diocleciano, que emitió un brillo morado todavía más oscuro. Más romanos fantasmales salieron de las paredes para unirse al combate.

Al otro lado de la sima, las empousai daban órdenes a gritos en un idioma que Frank no conocía, pero lo esencial resultaba evidente. Estaban tratando de apoyar a sus aliados y de instarlos a que siguieran cruzando el puente.

—¡Piper! —gritó Frank—. ¡Enfréntate a esas empousai! Necesitamos caos.

—Creía que no me lo ibas a pedir nunca —ella empezó a abuchear a las diablas—: ¡Se te ha corrido el maquillaje! ¡Tú amiga te ha llamado fea! ¡Esa de ahí está haciendo muecas a tus espaldas!

Pronto las vampiras estaban demasiado ocupadas peleándose entre ellas para dar más órdenes.

Los legionarios avanzaron, manteniendo la presión. Tenían que tomar el puente antes de que Jason fuera vencido.

—Es hora de dirigir desde el frente —decidió Frank. Levantó su espada prestada y ordenó atacar.