A los dieciséis años, la causa de estrés de la mayoría de los chicos era aparcar bien en las pruebas de la autoescuela, sacarse el carnet de conducir y poder comprarse un coche.
A Jason, en cambio, le provocaba estrés dominar un tiro de caballos de fuego con cuerdas de viento.
Después de asegurarse de que sus amigos estaban a salvo bajo la cubierta, ató los venti a la proa del Argo II (cosa que no entusiasmó a Festo), se montó a horcajadas en el mascarón de proa y gritó:
—¡Arre!
Los venti surcaron las olas a toda velocidad. No eran tan rápidos como el caballo de Hazel, Arión, pero irradiaban mucho más calor. Levantaron un arco de vapor tan grande que a Jason casi le resultaba imposible ver adónde iban. El barco salió disparado de la bahía. En un abrir y cerrar de ojos, África era una línea borrosa en el horizonte detrás de ellos.
Sostener las cuerdas de viento requería la máxima concentración. Los caballos se esforzaban por liberarse. Solo la fuerza de voluntad de Jason los mantenía a raya.
—Malta —ordenó—. Directos a Malta.
Cuando por fin apareció tierra a lo lejos —una isla montañosa cubierta de bajos edificios de piedra—, Jason estaba empapado en sudor. Tenía los brazos como si fueran de goma, como si hubiera estado sosteniendo unas pesas.
Esperaba que hubieran llegado al lugar correcto porque no podría mantener a los caballos juntos más tiempo. Soltó las riendas de viento. Los venti se disolvieron en partículas de arena y vapor.
Agotado, Jason bajó de la proa. Se apoyó en el cuello de Festo. El dragón se volvió y lo acarició con el mentón.
—Gracias, amigo —dijo Jason—. Un día duro, ¿eh?
Detrás de él, las tablas de la cubierta crujieron.
—Jason… —Piper le llamó—. Oh, dioses, mira tus brazos…
No se había fijado, pero tenía la piel salpicada de ampollas.
Piper desenvolvió un cuadrado de ambrosía.
—Cómete esto.
Él lo masticó. Su boca se llenó de sabor de brownie recién hecho: su dulce favorito de las pastelerías de la Nueva Roma. Las ampollas desaparecieron de sus brazos. Recobró las fuerzas, pero la ambrosía de brownie tenía un sabor más amargo de lo habitual, como si de algún modo supiera que Jason estaba volviendo la espalda al Campamento Júpiter. Ya no sabía a su hogar.
—Gracias, Pipes —murmuró—. ¿Cuánto tiempo he estado…?
—Unas seis horas.
«Caramba», pensó Jason. No le extrañaba que estuviera dolorido y hambriento.
—¿Y los demás?
—Todos bien. Cansados de estar encerrados. ¿Les digo que ya pueden subir a cubierta?
Jason se lamió los labios secos. A pesar de la ambrosía, se encontraba débil. No quería que los demás lo vieran en ese estado.
—Dame un segundo —dijo— para recobrar el aliento.
Piper se le acercó. Con su camiseta verde de tirantes, sus pantalones cortos beis y sus botas de senderismo, parecía que fuera a escalar una montaña… y a luchar contra un ejército en la cima. Llevaba la daga sujeta al cinturón y la cornucopia en bandolera. Había empezado a llevar la espada de bronce dentada que le había quitado a Zetes, el Bóreada, un arma que intimidaba casi tanto como un rifle de asalto.
Durante su estancia en el palacio de Austro, Jason había observado que Piper y Hazel pasaban horas practicando esgrima, una disciplina que nunca había interesado a Piper. Desde su encuentro con Quíone, Piper parecía más inquieta, tensa como una catapulta cargada, como si estuviera decidida a no volver a bajar la guardia jamás.
Jason entendía esa sensación, pero le preocupaba que estuviera siendo demasiado dura consigo misma. Nadie podía estar siempre preparado para todo. Él lo sabía bien. Se había pasado el último combate como una alfombra congelada.
Debía de estar mirándola fijamente, porque ella le dedicó una sonrisa cómplice.
—Oye, estoy bien. Estamos bien.
Se puso de puntillas y le dio un beso que a Jason le sentó tan bien como la ambrosía. Tenía los ojos moteados de tantos colores que Jason se habría quedado todo el día mirándolos, estudiando sus dibujos cambiantes, como la gente observaba la aurora boreal.
—Tengo mucha suerte de contar contigo —dijo.
—Sí, es verdad —ella le dio un suave empujón en el pecho—. A ver, ¿cómo llevamos este barco al puerto?
Jason miró al agua con el entrecejo fruncido. Todavía estaban a un kilómetro y medio de la isla. No tenía ni idea de si podrían poner los motores o las velas en funcionamiento…
Afortunadamente, Festo había estado escuchando. Miró al frente y escupió una columna de fuego. El motor del barco empezó a hacer estruendo y a vibrar. Sonaba como una bicicleta enorme con la cadena estropeada, pero avanzaron dando sacudidas. Poco a poco, el Argo II se acercó a la orilla.
—Buen dragón —Piper acarició el pescuezo de Festo.
Los ojos de rubíes del dragón brillaron como si estuviera satisfecho de sí mismo.
—Parece distinto desde que tú lo despertaste —dijo Jason—. Más… vivo.
—Como debería estar —Piper sonrió—. Supongo que de vez en cuando todos necesitamos que nos despierte alguien que nos quiere.
De pie a su lado, Jason se sentía tan bien que casi podía imaginarse su futuro juntos en el Campamento Mestizo cuando todo terminara… suponiendo que sobrevivieran y que hubiera un campamento al que volver.
«Cuando llegue otra vez el momento de elegir (tormenta o fuego) —había dicho Noto—, acuérdate de mí. Y no te desanimes».
Cuanto más se acercaban a Grecia, más miedo anidaba en el pecho de Jason. Estaba empezando a pensar que Piper tenía razón en lo referente al verso de la profecía con las palabras «tormenta o fuego»: uno de ellos, Jason o Leo, no volvería con vida del viaje.
Ese era el motivo por el que tenían que encontrar a Leo. A pesar de lo mucho que Jason amaba su vida, no podía permitir que su amigo muriera por su culpa. La culpabilidad no le dejaría vivir.
Por supuesto, esperaba estar equivocado. Esperaba que los dos salieran vivitos y coleando de la misión. Pero, de no ser así, Jason tenía que estar preparado. Él protegería a sus amigos y detendría a Gaia…, costara lo que costase.
«No te desanimes».
Sí. Para un dios del viento inmortal era fácil de decir.
A medida que se acercaban a la isla, Jason podía ver mejor los muelles llenos de velas. De la rocosa línea de la costa se elevaban malecones como fortalezas de quince o veinte metros de altura. Por encima de ellos se extendía una ciudad de aspecto medieval con agujas y bóvedas de iglesias y edificios apretujados, todos construidos con la misma piedra dorada. Desde donde Jason se encontraba, parecía que la ciudad cubriera por entero la isla.
Escudriñó los barcos del puerto. Cien metros más adelante, amarrada al extremo del muelle más largo, había una balsa improvisada con un sencillo mástil y una vela de lona cuadrada. En la popa vio un timón conectado a una especie de máquina. Incluso de lejos, Jason podía ver el brillo del bronce celestial.
Jason sonrió. Solo un semidiós fabricaría una embarcación como esa y la atracaría en el puerto lo más lejos posible, donde el Argo II no pudiera evitar verla.
—Llama a los demás —le dijo Jason a Piper—. Leo está aquí.