Era un día de tormenta. Austro, la versión romana del viento del sur, estaba dando audiencia.
Los dos días anteriores, Jason había tratado con Noto. Aunque la versión griega del dios era más fogosa y se enfadaba con rapidez, por lo menos era rápido. Austro… no lo era tanto.
Unas columnas blancas y rojas bordeaban la sala del trono. El áspero suelo de piedra caliza echaba humo bajo las zapatillas de Jason. En el aire había vapor flotando, como en los baños del Campamento Júpiter, solo que en los baños normalmente no había tormentas en el techo que iluminaran la sala con desconcertantes destellos.
Los venti del sur se arremolinaban a través de la estancia en nubes de polvo rojo y aire sobrecalentado. Jason tuvo cuidado de no acercarse a ellos. El primer día de su estancia había rozado sin querer a uno con la mano, y le habían salido tantas ampollas que sus dedos parecían tentáculos.
Al final de la sala se hallaba el trono más raro que Jason había visto en su vida: hecho a partes iguales de fuego y agua. El estrado era una fogata. Llamas y humo se enroscaban formando un asiento. El respaldo de la silla era un nubarrón. Los brazos chisporroteaban donde la humedad entraba en contacto con el fuego. No parecía muy cómodo, pero el dios Austro estaba repantigado en él como si se dispusiera a pasar una tarde relajada viendo un partido de fútbol.
De pie, debía de medir unos tres metros. Una corona de vapor rodeaba su greñudo cabello blanco. Su barba estaba hecha de nubes, que relampagueaban continuamente y derramaban sobre el pecho del dios una lluvia que mojaba su toga de color arena. Jason se preguntó si una barba de nubes de tormenta se podría afeitar. Debía de ser un rollo llover sobre ti mismo todo el tiempo, pero a Austro no parecía importarle. A Jason le recordaba a un Santa Claus empapado, pero más perezoso que jovial.
—Vaya… —la voz del dios retumbó como un frente próximo—. El hijo de Júpiter regresa.
Oyendo a Austro, parecía que Jason llegase tarde. Jason estuvo tentado de recordarle al estúpido dios del viento que se había pasado todos los días esperando horas a que lo llamaran, pero se limitó a hacer una reverencia.
—Mi señor —dijo—, ¿habéis recibido alguna noticia de mi amigo?
—¿Amigo?
—Leo Valdez —Jason procuró no perder la calma—. El que fue capturado por los vientos.
—Ah…, sí. O, mejor dicho, no. No tenemos ninguna noticia. No fue capturado por mis dioses. Sin duda fue obra de Bóreas o sus hijos.
—Oh, sí. Ya lo sabíamos.
—Es el único motivo por el que os he acogido —las cejas de Austro se arquearon en su corona de vapor—. ¡Hay que combatir a Bóreas! ¡Hay que hacer retroceder a los vientos del norte!
—Sí, mi señor. Pero para combatir a Bóreas, tenemos que sacar nuestro barco del puerto.
—¡El barco del puerto! —el dios se recostó y se rió entre dientes mientras le caía lluvia de la barba—. ¿Sabes cuándo fue la última vez que un barco mortal entró en mi puerto? Un rey de Libia…, se llamaba Psilo…, me culpó de los vientos calientes que quemaron sus cosechas. ¿Te lo puedes creer?
Jason apretó los dientes. Había aprendido que no se podía meter prisa a Austro. Bajo su forma lluviosa, era lento, caliente y caprichoso.
—¿Y quemasteis esas cosechas, mi señor?
—¡Por supuesto! —Austro sonrió con cordialidad—. Pero ¿qué esperaba Psilo plantando cosechas en el borde del Sáhara? El muy tonto envió toda su flota contra mí. Pretendía destruir mi fortaleza para que el viento del sur no pudiera volver a soplar. Yo destruí su flota, por supuesto.
—Por supuesto.
Austro entornó los ojos.
—No serás tú Psilo, ¿verdad?
—No, señor Austro. Soy Jason Grace, hijo de…
—¡Júpiter! Sí, claro. Me gustan los hijos de Júpiter. Pero ¿por qué seguís en mi puerto?
Jason contuvo un suspiro.
—No nos habéis dado permiso para partir, mi señor. Además, nuestro barco está dañado. Necesitamos a nuestro mecánico, Leo Valdez, para reparar el motor, a menos que vos conozcáis algún otro medio.
—Hum —Austro levantó los dedos y dejó que un remolino de polvo girara entre ellos como un bastón—. La gente me acusa de ser voluble, ¿sabes? ¡Algunos días soy el viento abrasador, el destructor de cosechas, el siroco de África! Otros soy suave, anuncio las cálidas lluvias de verano y enfrío la niebla del sur del Mediterráneo. ¡Y en temporada baja tengo una casa preciosa en Cancún! En cualquier caso, antiguamente los mortales me temían y me adoraban. Para un dios, la imprevisibilidad puede ser un punto fuerte.
—Entonces sois realmente fuerte —dijo Jason.
—¡Gracias! ¡Sí! Pero eso no es aplicable a los semidioses —Austro se inclinó hacia delante, lo bastante cerca para que Jason pudiera oler los campos empapados por la lluvia y las calurosas playas de arena—. Me recuerdas a mis hijos, Jason Grace. Has ido de un sitio a otro. Eres indeciso. Cambias de un día para otro. Si pudieras cambiar el rumbo del viento, ¿en qué dirección lo harías soplar?
A Jason le empezaron a caer gotas de sudor entre los omóplatos.
—¿Perdón?
—Dices que necesitas un oficial de navegación. Que necesitas mi permiso. Yo digo que no necesitas ninguna de las dos cosas. Ha llegado el momento de elegir una dirección. Un viento que sopla sin rumbo no es útil para nadie.
—No… no lo entiendo.
Sin embargo, al pronunciar esas mismas palabras, lo entendió. Nico había dicho que su sitio no estaba en ninguna parte. Por lo menos Nico no tenía ataduras. Podía ir adonde le diera la gana.
Durante meses, Jason había estado intentando decidir dónde estaba su sitio. Siempre le habían irritado las tradiciones del Campamento Júpiter, las maniobras de poder, las luchas internas. Pero Reyna era buena persona. Necesitaba su ayuda. Si le volvía la espalda, alguien como Octavio podría tomar el poder y arruinar todo lo que a Jason le gustaba de la Nueva Roma. ¿Podía ser tan egoísta como para marcharse del Campamento Júpiter? La sola idea le hacía sentirse culpable.
Sin embargo, en el fondo, quería estar en el Campamento Mestizo. Los meses que había pasado allí con Piper y Leo le habían parecido más satisfactorios, más agradables, que todos sus años de estancia en el Campamento Júpiter. Además, en el Campamento Mestizo por lo menos cabía la posibilidad de que un día conociera a su padre. Los dioses apenas pasaban a saludar por el Campamento Júpiter.
Jason respiró entrecortadamente.
—Sí. Sé la dirección que quiero seguir.
—¡Bien! ¿Y cuál es?
—Ejem, todavía necesitamos reparar el barco. ¿Hay…?
Austro levantó el dedo índice.
—¿Sigues esperando orientación de los señores del viento? Un hijo de Júpiter debería saber lo que le conviene.
Jason vaciló.
—Nos marchamos, señor Austro. Hoy.
El dios del viento sonrió y extendió las manos.
—¡Por lo menos anuncias tu intención! Tienes permiso para marchar, aunque no lo necesitas. ¿Y cómo navegaréis sin vuestro ingeniero ni los motores reparados?
Jason notó que los vientos del sur silbaban a su alrededor, relinchando en actitud desafiante como potros testarudos, poniendo a prueba su voluntad.
Toda la semana había estado esperando, confiando en que Austro se decidiera a ayudarle. Durante meses había estado preocupado por sus obligaciones con el Campamento Júpiter, esperando que su camino se aclarase. En ese momento comprendió que simplemente tenía que tomar lo que quería. Tenía que controlar los vientos, no al revés.
—Nos vais a ayudar —dijo Jason—. Vuestros venti pueden adoptar la forma de caballos. Nos ofreceréis un tiro para que arrastre el Argo II. Ellos nos llevarán adonde esté Leo.
—¡Maravilloso! —Austro sonrió, su barba lanzaba destellos de electricidad—. ¿Podrás cumplir esas audaces palabras? ¿Podrás controlar lo que pides, o acabarás hecho pedazos?
El dios dio una palmada. Los vientos se arremolinaron alrededor de su trono y adoptaron forma de caballos. No eran oscuros y fríos como Tempestad, el amigo de Jason. Los caballos del viento del sur estaban hechos de fuego, arena y sofocantes tormentas. Cuatro pasaron corriendo, y su calor chamuscó el vello de los brazos de Jason. Galoparon alrededor de las columnas de mármol escupiendo llamas y relinchando con un sonido parecido al de los limpiadores con chorro de arena. Cuanto más corrían, más se desbocaban. Empezaron a mirar a Jason.
Austro se acarició su barba lluviosa.
—¿Sabes que los venti pueden aparecer como caballos, muchacho? De vez en cuando los dioses del viento viajan a la tierra bajo forma equina. Hemos sido famosos por ser padres de los caballos más rápidos.
—Gracias —murmuró Jason, aunque le castañeteaban los dientes de miedo—. Demasiada información.
Uno de los venti arremetió contra Jason. Él se agachó, y le pasó tan cerca que su ropa empezó a echar humo.
—A veces —continuó Austro alegremente— los mortales reconocen nuestra sangre divina. Dicen: «Ese caballo corre como el viento». Y con razón. ¡Como los corceles más rápidos, los venti son nuestros hijos!
Los caballos de viento empezaron a dar vueltas alrededor de Jason.
—Como mi amigo Tempestad —aventuró.
—Bueno… —Austro frunció el entrecejo—. Me temo que ese es hijo de Bóreas. Nunca sabré cómo lo domaste. Esta es mi descendencia, un magnífico tiro de vientos del sur. Domínalos, Jason Grace, y sacarán tu barco del puerto.
«“Domínalos” —pensó Jason—. Sí, claro».
Los caballos corrían de un lado al otro, presas del frenesí. Al igual que su amo el viento del sur, eran contradictorios: mitad siroco caluroso y seco, mitad nubes de tormenta.
«Necesito velocidad —pensó Jason—. Necesito determinación».
Visualizó a Noto, la versión griega del viento del sur: abrasador pero muy rápido.
En ese momento, eligió la variante griega. Se decantó por el Campamento Mestizo, y los caballos cambiaron. Los nubarrones de su interior se consumieron, dejando solo polvo rojo y calor reluciente, como espejismos en el Sáhara.
—Bien hecho —dijo el dios.
En el trono apareció sentado Noto: un anciano de piel trigueña vestido con un chiton griego de fuego y tocado con una corona de cebada marchita y humeante.
—¿A qué esperas? —preguntó el dios.
Jason se volvió hacia los fogosos corceles de fuego. De repente, no les tenía miedo.
Alargó la mano. Un remolino de polvo salió disparado hacia el caballo más cercano. Un lazo —una cuerda de viento más ceñida que cualquier tornado— envolvió el cuello del caballo. El viento formó un cabestro y detuvo al animal.
Jason invocó otra cuerda de viento. Ató a otro caballo y lo sometió a su voluntad. En menos de un minuto había atado a los cuatro venti. Los refrenó, mientras seguían relinchando y corcoveando, pero los caballos no podían romper las cuerdas de Jason. Era como hacer volar cuatro cometas con un fuerte viento: difícil, sí, pero no imposible.
—Muy bien, Jason Grace —dijo Noto—. Eres hijo de Júpiter, pero has elegido tu propio camino, como hicieron todos los mejores semidioses antes que tú. No puedes tener control sobre tu familia, pero puedes elegir tu legado. Y ahora vete. Amarra el tiro a la proa y dirígelos hacia Malta.
—¿Malta?
Jason trató de concentrarse, pero el calor de los caballos le estaba mareando. No sabía nada de Malta, salvo una vaga historia sobre un halcón maltés. ¿Se había inventado allí el batido de malta?
—Cuando llegues a la ciudad de La Valeta —dijo Noto—, ya no necesitarás estos caballos.
—¿Queréis decir… que encontraremos a Leo allí?
El dios relució y desapareció poco a poco entre ondas de calor.
—Tu destino se aclara, Jason Grace. Cuando llegue otra vez el momento de elegir (tormenta o fuego), acuérdate de mí. Y no te desanimes.
Las puertas de la sala del trono se abrieron de golpe. Los caballos, oliendo la libertad, se desbocaron hacia la salida.