Annabeth nunca había tenido miedo a la oscuridad.
Pero normalmente la oscuridad no medía doce metros de altura. No tenía alas negras, un látigo hecho de estrellas y un tenebroso carro tirado por caballos vampiro.
Nix era tan excesiva que resultaba casi imposible de asimilar. Alzándose por encima del abismo, su figura de cenizas y humo era del tamaño de la Atenea Partenos, pero mucho más viva. Su vestido era de un negro vacío, mezclado con los colores de una nebulosa espacial, como si en su corpiño nacieran galaxias. Su cara resultaba difícil de ver salvo los puntos de sus ojos, que brillaban como quásares. Cuando sus alas batían, oleadas de oscuridad se extendían sobre los precipicios, y eso hacía que Annabeth se sintiera pesada y soñolienta y que su vista se nublara.
El carro de la diosa estaba hecho del mismo material que la espada de Nico di Angelo —hierro estigio— e iba tirado por dos enormes caballos totalmente negros a excepción de sus puntiagudos colmillos plateados. Las patas de los animales flotaban en el abismo, y al moverse se volvían de humo.
Los caballos gruñeron y enseñaron los colmillos a Annabeth. La diosa hizo restallar su látigo —una fina raya de estrellas como púas de diamantes—, y los caballos se encabritaron.
—No, Penumbra —dijo la diosa—. Abajo, Sombra. Esos pequeños premios no son para ti.
Percy observó el relincho de los caballos. Todavía estaba envuelto en la Niebla de la Muerte, pero parecía un cadáver desenfocado. A Annabeth se le partía el corazón cada vez que lo miraba. Tampoco debía de ser un camuflaje muy bueno, ya que era evidente que Nix podía verlos.
Annabeth no podía descifrar bien la expresión del rostro macabro de Percy. Al parecer, no le gustaba lo que estaban diciendo los caballos.
—Entonces ¿no va a dejar que nos coman? —preguntó a la diosa—. Tienen muchas ganas de comernos.
Los ojos de quásares de Nix ardían.
—Por supuesto que no. No dejaría que mis caballos os comieran, como tampoco dejaría que Aclis os matara. Sois unos premios demasiado valiosos. ¡Antes me mataría yo misma!
Annabeth no se sentía especialmente ingeniosa ni valiente, pero su instinto le decía que si no tomaba la iniciativa, la conversación sería muy breve.
—¡Oh, no se mate! —gritó—. No damos tanto miedo.
La diosa bajó su látigo.
—¿Qué? No, no me refería…
—¡Eso espero! —Annabeth miró a Percy y se rió de manera forzada—. No querríamos asustarla, ¿verdad?
—Ja, ja —dijo Percy débilmente—. No, claro que no.
Los caballos vampiro parecían confundidos. Se encabritaban y resoplaban y chocaban sus cabezas oscuras. Nix tiró de las riendas.
—¿No sabéis quién soy? —preguntó.
—Es usted la Noche, supongo —dijo Annabeth—. Lo sé porque es oscura y todo eso, aunque en el folleto no decía mucho sobre usted.
Nix guiñó los ojos por un instante.
—¿Qué folleto?
Annabeth se tocó los bolsillos.
—Teníamos uno, ¿verdad?
Percy se lamió los labios.
—Sí.
Seguía observando a los caballos mientras apretaba fuerte la empuñadura de su espada, pero tuvo la inteligencia de seguir el ejemplo de Annabeth. Por su parte, ella solo tenía que confiar en que no estuviera empeorando las cosas… aunque, sinceramente, no veía cómo podían ir peor.
—En fin —dijo—, supongo que en el folleto no ponía gran cosa porque usted no aparecía destacada en la visita. Hemos visto el río Flegetonte, el Cocito, las arai, el claro venenoso de Aclis, hasta unos titanes y gigantes, pero Nix… no, usted no figuraba.
—¿«Figuraba»? ¿«Destacada»?
—Sí —contestó Percy, a quien le estaba empezando a gustar la idea—. Hemos venido de visita al Tártaro… en plan destino exótico, ¿sabe? En el inframundo hace demasiado calor. Y el monte Olimpo es para turistas…
—¡Dioses, ya te digo! —convino Annabeth—. Así que reservamos la excursión al Tártaro, pero nadie nos dijo que nos encontraríamos a Nix. En fin, supongo que no les parecía importante.
—¿Que no les parecía importante?
Nix hizo restallar su látigo. Sus caballos corcovearon y chasquearon sus colmillos plateados. Oleadas de oscuridad brotaron del abismo, y a Annabeth se le removieron las entrañas, pero no podía mostrar su miedo.
Empujó hacia abajo el brazo con el que Percy sostenía la espada y le obligó a bajar el arma. Aquella diosa superaba a todos los adversarios a los que se habían enfrentado. Nix era mayor que cualquier dios del Olimpo, cualquier titán o cualquier gigante, incluso mayor que Gaia. Era imposible que dos semidioses la vencieran; por lo menos, usando la fuerza.
Annabeth se obligó a mirar la enorme cara oscura de la diosa.
—Bueno, ¿cuántos semidioses más han venido a visitarla? —preguntó inocentemente.
La mano de Nix aflojó las riendas.
—Ninguno. Ni uno solo. ¡Es inaceptable!
Annabeth se encogió de hombros.
—A lo mejor es porque no ha hecho nada para salir en las noticias. ¡Entiendo que Tártaro sea importante! Todo este sitio se llama como él. O si conociéramos al Día…
—Oh, sí —terció Percy—. ¿El Día? Debe de ser impresionante. Me encantaría conocerlo. Y pedirle un autógrafo.
—¡El Día! —Nix agarró la barandilla de su carro negro. Todo el vehículo tembló—. ¿Os referís a Hemera? ¡Es mi hija! ¡La Noche es mucho más poderosa que el Día!
—Eh —añadió Annabeth—. Yo prefiero a las arai, o incluso a Aclis.
—¡También son hijas mías!
Percy contuvo un bostezo.
—Tiene muchos hijos, ¿eh?
—¡Soy la madre de todos los terrores! —gritó Nix—. ¡Las mismísimas Moiras! ¡La Vejez! ¡El Dolor! ¡La Muerte! ¡Y todas las maldiciones! ¡Mirad si soy noticia!