Leo creía que había estado atareado antes, pero cuando Calipso se concentraba en algo era una máquina.
En un día había reunido suficientes provisiones para un viaje de una semana: comida, termos con agua y hierbas medicinales de su jardín. Tejió una vela lo bastante grande para un pequeño yate y confeccionó suficiente cuerda para todo el aparejo.
Hizo tantas cosas que al segundo día le preguntó a Leo si necesitaba ayuda con su proyecto.
Él levantó la cabeza de la tarjeta de circuitos, que estaba tomando forma poco a poco.
—Si no te conociera, pensaría que estás deseando librarte de mí.
—Es un plus —reconoció ella.
Iba vestida con ropa de trabajo: unos vaqueros y una camiseta de manga corta sucia. Cuando él le preguntó por su cambio de vestuario, ella dijo que se había dado cuenta de lo práctica que era esa ropa después de confeccionársela a Leo.
Con los vaqueros azules, no parecía tanto una diosa. Su camiseta estaba llena de hierba y de manchas de suciedad, como si acabara de atravesar corriendo el remolino de Gaia. Estaba descalza. Llevaba su cabello color caramelo recogido, lo que hacía que sus ojos rasgados parecieran todavía más grandes y más llamativos. Tenía callos y ampollas en las manos de trabajar con la cuerda.
Al mirarla, Leo notaba un cosquilleo en el estómago que no podía explicar.
—¿Y bien? —preguntó ella.
—Y bien, ¿qué?
Ella señaló los circuitos con la cabeza.
—¿Puedo ayudar? ¿Cómo lo llevas?
—Ah, me va bien. Supongo. Si consigo conectar este cacharro al barco, debería poder volver al mundo.
—Solo necesitas un barco.
Leo trató de descifrar su expresión. No estaba seguro de si estaba enfadada porque todavía seguía allí o si también estaba triste porque ella no se iba a ir. Entonces miró todas las provisiones que ella había amontonado: más que suficientes para abastecer a dos personas durante varios días.
—Lo que Gaia dijo… —Leo vaciló—. Lo de que salieras de la isla. ¿Te gustaría intentarlo?
Ella frunció el entrecejo.
—¿A qué te refieres?
—Bueno… no digo que fuese divertido tenerte a bordo quejándote todo el tiempo, lanzándome miradas asesinas y todo eso. Pero supongo que podría soportarlo, si quisieras intentarlo.
La expresión de ella se suavizó un poco.
—Qué noble —murmuró—. Pero no, Leo. Si intentara ir contigo, tus pocas posibilidades de escapar se irían al traste. Los dioses han depositado una magia antigua en esta isla para retenerme aquí. Los héroes pueden marcharse. Yo, no. Lo más importante es liberarte para que detengas a Gaia. No es que me importe lo que sea de ti —añadió rápidamente—. Pero el destino del mundo está en juego.
—¿Y por qué te importa eso? —preguntó él—. O sea, ¿después de estar apartada del mundo durante tanto tiempo?
Ella arqueó las cejas, como si le sorprendiera que le hiciera una pregunta tan razonable.
—Supongo que no me gusta que me digan lo que tengo que hacer: ni Gaia ni nadie. A veces odio a los dioses con toda mi alma, pero a lo largo de los últimos tres milenios he llegado a ver que son mejores que los titanes. Y desde luego son mejores que los gigantes. Por lo menos los dioses mantienen el contacto. Hermes siempre se ha portado bien conmigo. Y tu padre, Hefesto, me visita a menudo. Es una buena persona.
Leo no sabía qué pensar de su tono distraído. Parecía que estuviera sopesando su valor, no el de su padre.
Ella alargó la mano y le cerró la boca. Leo no se había dado cuenta de que la tenía abierta.
—Bueno —dijo Calipso—, ¿en qué puedo ayudar?
—Ah —él contempló su proyecto, pero al hablar, se le escapó una idea a la que había estado dando vueltas desde que Calipso le había hecho ropa nueva—. ¿Te acuerdas de la tela ignífuga? ¿Crees que podrías hacerme una bolsita de esa tela?
Describió las dimensiones. Calipso agitó la mano con impaciencia.
—Eso solo me llevará unos minutos. ¿Te servirá de ayuda en tu misión?
—Sí. Puede que salve una vida. Y, ejem, ¿podrías arrancar un trozo de cristal de tu cueva? No necesito mucho.
Ella frunció la frente.
—Es una extraña petición.
—Compláceme.
—Está bien. Dalo por hecho. Te haré el saquito ignífugo esta noche con el telar, cuando haya limpiado. Pero ¿qué puedo hacer ahora, aprovechando que tengo las manos sucias?
Levantó sus dedos mugrientos y callosos. A Leo no se le ocurría nada más sexy que una chica a la que no le importaba ensuciarse las manos. Pero, claro está, era un comentario general. No se podía aplicar a Calipso. Evidentemente.
—Bueno —dijo—, podrías enroscar unas bobinas de bronce. Aunque es un trabajo un poco técnico…
Ella se puso a su lado en el banco y empezó a trabajar, entrelazando los cables de bronce más rápido que él.
—Es como tejer —dijo—. No es tan difícil.
—Oh —dijo Leo—. Bueno, si alguna vez sales de esta isla y quieres trabajo, avísame. No eres tan torpe.
Ella sonrió burlonamente.
—Conque un trabajo, ¿eh? ¿Fabricar cosas en tu forja?
—No, podríamos abrir nuestro propio taller —dijo Leo, cosa que le sorprendió. Abrir un taller de máquinas siempre había sido uno de sus sueños, pero no se lo había confesado a nadie—. El garaje de Leo y Calipso: reparaciones de automóviles y monstruos mecánicos.
—Fruta y verdura fresca —propuso Calipso.
—Sidra y estofado —añadió Leo—. Incluso podríamos ofrecer entretenimiento. Tú podrías cantar y yo podría echar llamas.
Calipso se rió: un sonido cristalino y alegre que hizo que a Leo le diera un vuelco el corazón.
—¿Lo ves? —dijo—. Soy gracioso.
Ella borró la sonrisa de su rostro.
—No eres gracioso. Venga, a trabajar, o no habrá sidra ni estofado.
—Sí, señora —dijo él.
Trabajaron en silencio codo con codo durante el resto de la tarde.
Dos noches más tarde, el tablero de mando estaba terminado.
Leo y Calipso estaban sentados en la playa, cerca del lugar donde Leo había destrozado la mesa, cenando juntos. La luna llena teñía las olas de color plateado. Su fogata lanzaba chispas anaranjadas al cielo. Calipso llevaba una camiseta blanca y unos vaqueros nuevos, con los que al parecer había decidido quedarse.
Detrás de ellos, en las dunas, las provisiones estaban empaquetadas con cuidado y listas para el viaje.
—Lo único que necesitamos ahora es un barco —dijo Calipso.
Leo asintió con la cabeza. Trató de obviar la palabra «necesitamos». Calipso había dejado claro que no iba a ir con él.
—Mañana puedo empezar a cortar madera y hacer tablas —dijo Leo—. Dentro de unos días, tendremos suficiente para un pequeño casco.
—Ya has hecho un barco antes —recordó Calipso—. El Argo II.
Leo asintió con la cabeza. Pensó en todos los meses que había pasado creando el Argo II. De algún modo, construir un barco que partiera de Ogigia le parecía una tarea más abrumadora.
—Entonces ¿cuánto tardarás en zarpar?
Calipso empleó un tono liviano, pero no lo miró a los ojos.
—No estoy seguro. ¿Una semana más?
Por algún motivo, Leo se sintió menos agitado al decirlo. Cuando había llegado allí, no veía el momento de marcharse. Pero en ese momento se alegraba de disponer de unos días más. Qué raro.
Calipso pasó los dedos por encima de la tarjeta de circuitos terminada.
—Esto ha requerido mucho tiempo de fabricación.
—La perfección no se consigue con prisas.
Una sonrisa tiró de la comisura de la boca de Calipso.
—Sí, pero ¿funcionará?
—Marcharme no supondrá ningún problema —dijo Leo—. Pero para volver necesitaré a Festo y…
—¿Qué?
Leo parpadeó.
—Festo. Mi dragón de bronce. Cuando averigüe como reconstruirlo…
—Ya me has hablado de Festo —dijo Calipso—. Pero ¿qué quieres decir con «volver»?
Leo sonrió nervioso.
—Bueno, volver aquí. Seguro que ya lo había comentado.
—Te aseguro que no.
—¡No voy a dejarte aquí! ¿Después de lo mucho que me has ayudado y de todo lo demás? Pues claro que voy a volver. Cuando reconstruya a Festo, contaré con un sistema de guía nuevo. Tengo el astrolabio que… —se detuvo, considerando que era mejor no decir que lo había fabricado uno de los antiguos amores de Calipso— encontré en Bolonia. De todas formas, creo que con el cristal que me has dado…
—No puedes volver —insistió Calipso.
A Leo se le cayó el alma a los pies.
—¿Porque no soy bienvenido?
—Porque no puedes. Es imposible. Ningún hombre encuentra Ogigia dos veces. Es la ley.
Leo puso los ojos en blanco.
—Sí, bueno, no sé si te has dado cuenta, pero no se me da bien seguir las normas. Volveré con mi dragón y te sacaremos de aquí. Te llevaré a donde quieras. Es lo más justo.
—Justo… —la voz de Calipso apenas era audible.
A la luz del fuego, sus ojos lucían una mirada tan triste que Leo no podía soportarla. ¿Creía que le estaba mintiendo para hacerla sentir mejor? Él daba por sentado que volvería y la liberaría de esa isla. ¿Cómo podía pensar ella otra cosa?
—No pensarás que voy a abrir el garaje de Leo y Calipso sin ti, ¿verdad? —preguntó—. Yo no sé preparar sidra ni estofado, y desde luego no sé cantar.
Ella se quedó mirando la arena.
—Bueno —continuó Leo—, mañana empezaré con la madera. Y dentro de unos días…
Miró al agua. Algo se mecía en las olas. Leo observó con incredulidad como una gran balsa de madera flotaba con la marea y se deslizaba hasta detenerse en la playa.
Leo estaba demasiado perplejo para moverse, pero Calipso se levantó de un salto.
—¡Deprisa! —cruzó la playa corriendo, cogió unas bolsas con provisiones y las llevó a la balsa—. ¡No sé cuánto se quedará!
—Pero… —Leo se levantó. Parecía que las piernas se le hubieran vuelto de piedra. Acababa de convencerse de que disponía de una semana más en Ogigia, y en cambio ya no tenía tiempo para acabar la cena—. ¿Es la balsa mágica?
—¡Claro! —gritó Calipso—. Puede que funcione como debe y te lleve adonde quieras, pero no podemos estar seguros. Es evidente que la magia de la isla es inestable. Debes instalar tu aparato de guía para navegar.
Cogió el tablero de mando y corrió hacia la balsa, y Leo se puso en movimiento. La ayudó a sujetarlo a la barca y a conectar los cables al pequeño timón de la parte trasera. La embarcación estaba equipada con un mástil, de modo que Leo y Calipso subieron su vela a bordo y empezaron a instalar el aparejo.
Trabajaron codo con codo en perfecta armonía. Leo no había trabajado con nadie tan intuitivo como esa jardinera inmortal, ni siquiera con los campistas de Hefesto. En un abrir y cerrar de ojos, tenían la vela colocada y todas las provisiones a bordo. Leo pulsó los botones de la esfera de Arquímedes, murmuró una oración dedicada a su padre, Hefesto, y el tablero de bronce celestial se encendió emitiendo un zumbido.
El aparejo se tensó. La vela giró. La balsa empezó a chirriar contra la arena, afanándose por llegar a las olas.
—Vete —dijo Calipso.
Leo se dio la vuelta. Ella estaba tan cerca que no podía soportarlo. Olía a canela y a humo de madera, y pensó que no volvería a oler algo tan bueno en su vida.
—Por fin ha llegado la balsa —dijo.
Calipso resopló. Podría haber tenido los ojos enrojecidos, pero era difícil saberlo a la luz de la luna.
—¿Te acabas de dar cuenta?
—Pero si solo aparece para recoger a los chicos que te gustan…
—No tientes a la suerte, Leo Valdez —dijo ella—. Sigo odiándote.
—Vale.
—Y no quiero que vuelvas —insistió Calipso—. Así que no me hagas promesas vanas.
—¿Qué tal una promesa de verdad? —dijo él—. Porque te aseguro que voy…
Ella le cogió la cara, lo atrajo hacia sí y le dio un beso, con lo que consiguió que se callara.
A pesar de todas sus bromas y su coqueteo, Leo nunca había besado a una chica. Bueno, Piper le había dado besitos de hermana en la mejilla, pero eso no contaba. Sin embargo, ese fue un auténtico morreo. Si Leo hubiera tenido mecanismos y cables en el cerebro, se habrían cortocircuitado.
Calipso lo apartó de un empujón.
—Eso no va a pasar.
—Vale —la voz de Leo sonaba una octava más alto de lo normal.
—Lárgate.
—Vale.
Ella se volvió, enjugándose los ojos furiosamente, y se fue por la playa como un huracán, mientras la brisa le revolvía el pelo.
Leo quería llamarla, pero la vela recibió toda la fuerza del viento, y la balsa zarpó. Se esforzó por alinear el tablero de mando. Cuando Leo miró atrás, la isla de Ogigia era una línea oscura a lo lejos, y su fogata parpadeaba como un pequeño corazón naranja.
Todavía notaba un hormigueo en los labios después del beso.
«Eso no va a pasar —se dijo—. No puedo enamorarme de una chica inmortal. Seguro que ella no está enamorada de mí. No es posible».
Mientras la balsa se deslizaba sobre el agua, llevándolo de vuelta al mundo de los mortales, entendió mejor un verso de la profecía: «Un juramento que mantener con un último aliento».
Era consciente de lo peligrosos que eran los juramentos, pero le daba igual.
—Volveré a por ti, Calipso —dijo al viento nocturno—. Lo juro por la laguna Estigia.