XXXVI
Jason

Jason había viajado en el viento muchas veces, pero «ser» el viento era harina de otro costal.

Se sentía fuera de control, con los pensamientos dispersos, sin límites entre su cuerpo y el resto del mundo. Se preguntaba si así era como se sentían los monstruos cuando eran vencidos: convertidos en polvo, indefensos e informes.

Jason percibía la presencia de Nico cerca de él. El viento del oeste los llevaba volando sobre Split. Sobrevolaron las colinas a toda velocidad y dejaron atrás acueductos romanos, autopistas y viñas. A medida que se acercaban a las montañas, Jason vio las ruinas de una ciudad romana esparcidas en un valle —muros desmoronados, cimientos cuadrados y caminos agrietados, todo cubierto de hierba—, como un gigantesco tablero de juego sembrado de musgo.

Favonio los dejó en medio de las ruinas, al lado de una columna rota del tamaño de una secuoya.

El cuerpo de Jason recuperó su forma. Por un instante se sintió todavía peor que transformado en viento, como si de repente lo hubieran envuelto con un abrigo de plomo.

—Sí, los cuerpos mortales son terriblemente pesados —dijo Favonio, leyéndole el pensamiento. El dios del viento se posó en un muro cercano con su cesta de fruta y desplegó sus alas rojizas al sol—. Sinceramente, no sé cómo los soportáis un día sí y otro también.

Jason escudriñó el entorno. La ciudad debía de haber sido enorme. Distinguió los armazones de templos y baños, un anfiteatro medio enterrado y unos pedestales vacíos que debían de haber sostenido estatuas. Hileras de columnas se alejaban hacia ninguna parte. Las antiguas murallas de la ciudad zigzagueaban entre la ladera como un hilo de piedra a través de una tela verde.

Algunas zonas tenían aspecto de haber sido excavadas, pero la mayor parte de la ciudad parecía abandonada, como si la hubieran dejado a merced de los elementos durante los últimos dos mil años.

—Bienvenidos a Salona —dijo Favonio—. ¡Capital de Dalmacia! ¡Lugar de nacimiento de Diocleciano! Pero antes de eso, mucho antes de eso, fue el hogar de Cupido.

El nombre hizo eco, como si unas voces lo susurraran a través de las ruinas.

Había algo en ese lugar todavía más inquietante que el sótano del palacio de Split. Jason nunca había pensado mucho en Cupido. Desde luego no había pensado que Cupido diera tanto miedo. Incluso para los semidioses romanos, su nombre evocaba la imagen de un ridículo bebé alado con un arco y una flecha de juguete que volaba de un lado a otro en pañales el día de San Valentín.

—Oh, Él no es así —dijo Favonio.

Jason se estremeció.

—¿Puede leerme el pensamiento?

—No me hace falta —Favonio lanzó su aro al aire—. Todo el mundo tiene una impresión equivocada de Cupido… hasta que lo conocen.

Nico se apoyó en una columna; las piernas le temblaban de forma visible.

—Oye, tío… —Jason se dirigió a él, pero Nico lo rechazó con un gesto de la mano.

A los pies de Nico, la hierba se volvió marrón y se marchitó. La parcela muerta se extendió hacia fuera, como si las suelas de sus zapatillas estuvieran rezumando veneno.

—Ah… —Favonio asintió con la cabeza compasivamente—. Entiendo que estés nervioso, Nico di Angelo. ¿Sabes cómo acabé yo sirviendo a Cupido?

—Yo no sirvo a nadie —murmuró Nico—. Y menos a Cupido.

Favonio continuó como si no le hubiera oído.

—Me enamoré de un mortal llamado Jacinto. Era extraordinario.

—¿Jacinto? —Jason todavía tenía el cerebro embotado a consecuencia del viaje, de modo que tardó un segundo en asimilar ese dato—. Ah…

—Sí, Jason Grace —Favonio arqueó una ceja—. Me enamoré de un chico. ¿Te escandaliza?

Sinceramente, Jason no estaba seguro. Procuraba no pensar en los detalles de las vidas amorosas de los dioses, sin preocuparse por quién se enamoraba de quién. Después de todo, su padre Júpiter no era precisamente un modelo de conducta. Comparado con algunos escándalos amorosos del Olimpo que habían llegado a sus oídos, que el viento del oeste se enamorara de un mortal no era muy escandaloso.

—Supongo que no… Cupido le disparó una flecha, y se enamoró.

Favonio resopló.

—Haces que parezca muy sencillo. Desgraciadamente, el amor nunca es sencillo. Verás, al dios Apolo también le gustaba Jacinto. Decía que eran solo amigos. No sé. El caso es que un día me los encontré juntos jugando al tejo…

Otra vez esa extraña palabra.

—¿El tejo?

—Un juego al que se juega con esos aros —explicó Nico con voz frágil—. Como el lanzamiento de herradura.

—Más o menos —dijo Favonio—. En cualquier caso, me puse celoso. En lugar de enfrentarme a ellos y averiguar la verdad, cambié la dirección del viento y lancé un pesado aro de metal contra la cabeza de Jacinto y… En fin —el dios del viento suspiró—. Cuando Jacinto murió, Apolo lo convirtió en la flor que lleva su nombre. Estoy seguro de que Apolo se habría vengado de mí de una forma horrible, pero Cupido me ofreció su protección. Yo había hecho algo terrible, enloquecido por el amor, así que él me perdonó con la condición de que trabajara eternamente para él.

«CUPIDO».

El nombre resonó otra vez a través de las ruinas.

—Esa debe de ser mi señal —Favonio se levantó—. Piensa muy bien tu manera de obrar, Nico di Angelo. No puedes mentirle a Cupido. Si dejas que la ira te domine, tu destino será todavía más triste que el mío.

Jason se sintió como si su cerebro se estuviera transformando otra vez en el viento. No entendía de qué estaba hablando Favonio, ni por qué Nico parecía tan afectado, pero no tuvo tiempo para pensar en ello. El dios del viento desapareció en un torbellino rojo y dorado. De repente el aire veraniego se tornó opresivo. El suelo tembló, y Jason y Nico desenvainaron sus espadas.

Bien.

La voz pasó rozando la oreja de Jason como una bala. Cuando se volvió, no había nadie.

Venís a reclamar el cetro.

Nico estaba detrás de él, y por una vez Jason se alegró de estar acompañado de ese chico.

—Cupido —gritó Jason—, ¿dónde está?

La voz se rió. Desde luego no sonaba como la de un adorable querubín. Tenía un sonido grave y rotundo, pero también amenazante, como el temblor que precede a un grave terremoto.

Donde menos me esperas, contestó Cupido. Como lo está siempre el amor.

Algo chocó contra Jason y lo lanzó a través de la calle. Se cayó por una escalera y se quedó tumbado en el suelo de un sótano romano excavado.

Creía que eras más espabilado, Jason Grace. La voz de Cupido se arremolinó alrededor de él. Después de todo, has encontrado el amor verdadero. ¿O todavía tienes dudas?

Nico bajó la escalera a toda prisa.

—¿Estás bien?

Jason tomó su mano y se levantó.

—Sí. Solo ha sido un golpe a traición.

Ah, ¿esperabas que jugara limpio? Cupido se rió. Soy el dios del amor. Nunca soy justo.

Esa vez todos los sentidos de Jason se pusieron en estado de máxima alerta. Notó que el aire se rizaba justo antes de que una flecha apareciera volando hacia el pecho de Nico.

Jason la interceptó con la espada y la desvió a un lado. La flecha estalló contra la pared más cercana y los salpicó de escombros de piedra caliza.

Subieron la escalera corriendo. Jason tiró de Nico hacia un lado cuando otra ráfaga de viento desplomó una columna que lo habría aplastado.

—¿Ese tío es el dios del amor o de la muerte? —gruñó Jason.

Pregúntale a tus amigos, dijo Cupido. Frank, Hazel y Percy han conocido a mi homólogo, Tánatos. No somos muy distintos. Solo que la Muerte a veces es más dulce.

—¡Solo queremos el cetro! —gritó Nico—. Tratamos de detener a Gaia. ¿Está usted de parte de los dioses o no?

Una segunda flecha alcanzó el suelo entre los pies de Nico y emitió un brillo candente. Nico se desplomó hacia atrás cuando la flecha estalló en un géiser de llamas.

El amor está de parte de todos, dijo Cupido. Y de nadie. No preguntes lo que el amor puede hacer por ti.

—Genial —dijo Jason—. Ahora se pone a soltar frasecitas de tarjeta de felicitación.

Un movimiento detrás de él: Jason se giró y hendió el aire con su espada. La hoja se clavó en algo sólido. Oyó un gruñido y volvió a blandirla, pero el dios invisible había desaparecido. Sobre los adoquines brillaba un reguero de icor dorado: la sangre de los dioses.

Muy bien, Jason, dijo Cupido. Por lo menos percibes mi presencia. Rozar de refilón el amor verdadero es más de lo que consiguen la mayoría de los héroes.

—Entonces ¿me dará ahora el cetro? —preguntó Jason.

Cupido se rió.

Lamentablemente, no podrías empuñarlo. Solo un hijo del inframundo puede invocar a las legiones de muertos. Y solo un oficial de Roma puede dirigirlas.

—Pero…

Jason titubeó. Él era un oficial. Era un pretor. Entonces recordó todas sus dudas acerca de cuál era su sitio. En la Nueva Roma se había ofrecido a renunciar a su puesto a favor de Percy Jackson. ¿Le hacía eso indigno de dirigir una legión de fantasmas romanos?

Decidió abordar el problema cuando llegara el momento.

—Déjenos eso a nosotros —dijo—. Nico puede invocar…

La tercera flecha pasó silbando junto al hombro de Jason. Esa vez no la pudo detener. Nico gimió cuando el proyectil se clavó en el brazo con el que sostenía la espada.

—¡Nico!

El hijo de Hades tropezó. La flecha se deshizo sin dejar sangre ni herida visibles, pero Nico tenía el rostro crispado de ira y dolor.

—¡Basta de juegos! —gritó Nico—. ¡Dé la cara!

Mirar el auténtico rostro del Amor es algo costoso, dijo Cupido.

Otra columna se desplomó. Jason se apartó con dificultad.

Mi esposa Psique aprendió esa lección, dijo Cupido. La trajeron hace eones, cuando mi palacio estaba situado aquí. Solo nos veíamos a oscuras. Se le advirtió que no podría mirarme, y sin embargo no pudo resistir el misterio. Temía que yo fuera un monstruo. Una noche encendió una vela y contempló mi rostro mientras dormía.

—¿Tan feo era?

Jason creía que había localizado de dónde venía la voz de Cupido —el borde del anfiteatro, a unos veinte metros de distancia—, pero quería asegurarse.

El dios se rió.

Me temo que era demasiado bello. Un mortal no puede mirar el auténtico aspecto de un dios sin sufrir las consecuencias. Mi madre, Afrodita, maldijo a Psique por su desconfianza. Mi pobre amante fue torturada y obligada a exiliarse, y recibió unos horribles encargos para demostrar su valía. Incluso la mandaron al inframundo en una misión para demostrar su entrega. Se ganó el derecho a volver a mi lado, pero sufrió mucho.

«Ya te tengo», pensó Jason.

Levantó la espada al cielo, y un trueno sacudió el valle. Un rayo abrió un cráter donde la voz había estado hablando.

Silencio. Jason estaba pensando «Caramba, ha funcionado» cuando una fuerza invisible lo derribó al suelo. Su espada se deslizó a través del camino.

Buen intento, dijo Cupido, cuya voz sonaba lejana. Pero el Amor no se puede atrapar tan fácilmente.

A su lado, un muro se desplomó. A Jason apenas le dio tiempo a apartarse rodando por el suelo.

—¡Basta! —gritó Nico—. Soy yo al que quiere. ¡Déjelo a él en paz!

A Jason le zumbaban los oídos. Estaba aturdido a causa de los golpes. La boca le sabía a polvo de piedra caliza. No entendía por qué Nico se consideraba a sí mismo el principal objetivo, pero Cupido parecía estar de acuerdo.

Pobre Nico di Angelo. La voz del dios estaba teñida de decepción. No sabes lo que quieres, y mucho menos lo que yo quiero. Mi amada Psique lo arriesgó todo por Amor. Era la única manera de expiar su falta de fe. Y tú… ¿qué has arriesgado en mi nombre?

—He ido al Tártaro y he vuelto —gruñó Nico—. Usted no me da miedo.

Te doy mucho, mucho miedo. Enfréntate a mí. Sé sincero.

Jason se levantó.

El suelo se movió alrededor de Nico. La hierba se marchitó y las piedras se agrietaron como si algo se estuviera moviendo debajo de la tierra, tratando de abrirse paso.

—Denos el cetro de Diocleciano —dijo Nico—. No tenemos tiempo para jueguecitos.

¿Jueguecitos? Cupido atacó dando una bofetada del revés a Nico que lo lanzó contra un pedestal de granito. ¡El amor no es ningún juego! ¡No es una estupidez con florecitas! Es esfuerzo: una búsqueda que nunca termina. Lo exige todo de uno: sobre todo la verdad. Solo entonces produce gratificación.

Jason recuperó su espada. Si ese tipo invisible era el amor, Jason estaba empezando a pensar que el amor estaba sobrevalorado. Le gustaba más la versión de Piper: considerado, dulce y bonito. Podía entender a Afrodita. Cupido parecía un matón, un ejecutor.

—Nico —gritó—, ¿qué quiere de ti ese tío?

Díselo, Nico di Angelo, dijo Cupido. Dile que eres un cobarde, que tienes miedo de ti mismo y de tus sentimientos. Dile cuál es el auténtico motivo por el que huiste del Campamento Mestizo y por qué siempre estás solo.

Nico soltó un grito gutural. El suelo se abrió a sus pies y unos esqueletos salieron arrastrándose: romanos muertos con manos amputadas y cráneos hundidos, costillas resquebrajadas y mandíbulas desencajadas. Algunos estaban vestidos con restos de togas. Otros llevaban piezas brillantes de armadura colgando del pecho.

¿Vas a esconderte entre los muertos, como haces siempre?, dijo Cupido a modo de provocación.

Oleadas de oscuridad salieron despedidas del hijo de Hades. Cuando alcanzaron a Jason, estuvo a punto de quedar inconsciente, abrumado por el odio, el miedo y la vergüenza.

Unas imágenes cruzaron su mente como un relámpago. Vio a Nico y a su hermana en un precipicio nevado en Maine. Percy Jackson los protegía de una mantícora. La espada de Percy brillaba en la oscuridad. Había sido el primer semidiós al que Nico había visto en acción.

Más tarde, en el Campamento Mestizo, Percy cogió a Nico del brazo y le prometió mantener a salvo a su hermana Bianca. Nico le creyó. Nico miró sus ojos verde mar y pensó: «No puede fracasar. Es un auténtico héroe». Era el juego favorito de Nico, Myth-o-Magic, hecho realidad.

Jason vio el momento en que Percy regresó y le contó a Nico que Bianca había muerto. Nico gritó y lo llamó mentiroso. Se sentía traicionado, pero a pesar de todo, cuando los guerreros esqueleto atacaron, fue incapaz de permitir que hicieran daño a Percy. Nico había exigido a la tierra que los engullera y luego había huido, temeroso de sus poderes y de sus emociones.

Jason vio una docena de escenas más como esa desde el punto de vista de Nico… Y quedó aturdido, incapaz de moverse ni de hablar.

Mientras tanto, los esqueletos romanos de Nico avanzaban en tropel y luchaban contra algo invisible. El dios peleaba, apartando a los muertos, partiendo costillas y cráneos, pero los esqueletos seguían acercándose, inmovilizando los brazos del dios.

¡Qué interesante!, dijo Cupido. ¿Tienes la fuerza necesaria?

—Me fui del Campamento Mestizo por amor —dijo Nico—. Annabeth… ella…

Sigues escondiéndote, dijo Cupido, haciendo pedazos otro esqueleto. No tienes fuerza.

—Nico —logró decir Jason—, tranquilo. Lo entiendo.

Nico lo miró, el rostro surcado de dolor y sufrimiento.

—No, no lo entiendes —dijo—. Es imposible que lo entiendas.

Vuelves a huir, lo regañó Cupido. De tus amigos, de ti mismo.

—¡Yo no tengo amigos! —gritó Nico—. ¡Me fui del Campamento Mestizo porque no era mi sitio! ¡Nunca encontraré mi sitio!

Los esqueletos tenían sujeto a Cupido, pero el dios invisible se reía de forma tan cruel que a Jason le entraron ganas de invocar otro rayo. Lamentablemente, dudaba que tuviera las fuerzas necesarias.

—Déjalo en paz, Cupido —dijo Jason con voz ronca—. Esto no es…

Le falló la voz. Quería decir que no era asunto de Cupido, pero se dio cuenta de que era exactamente asunto del dios. Favonio había dicho una cosa que seguía zumbándole en los oídos: «¿Te escandaliza?».

La historia de Psique cobró por fin sentido para él: por qué una chica mortal tendría tanto miedo; por qué se arriesgaría a infringir las normas para mirar al dios del amor a la cara porque temía que fuera un monstruo.

Psique estaba en lo cierto. Cupido era un monstruo. El Amor era el monstruo más salvaje de todos.

La voz de Nico sonaba como el cristal roto.

—Yo… yo no estaba enamorado de Annabeth.

—Tenías celos de ella —dijo Jason—. Por eso no querías estar cerca de ella. Pero sobre todo no querías estar cerca de… él. Es muy lógico.

Toda la resistencia y la negación parecieron abandonar a Nico en el acto. Entonces los muertos romanos se desplomaron y se deshicieron en polvo.

—Me odio a mí mismo —dijo Nico—. Odio a Percy Jackson.

Cupido se hizo visible: un joven esbelto y musculoso con alas blancas como la nieve, cabello moreno liso, y un sencillo hábito blanco y unos vaqueros. El arco y el carcaj que colgaban de su hombro no eran de juguete: eran armas de guerra. Sus ojos eran rojos como la sangre, como si hubiera exprimido todos los corazones de San Valentín del mundo y los hubiera destilado en una mezcla venenosa. Tenía un rostro atractivo, pero también duro, difícil de mirar, como un foco. Miró a Nico con satisfacción, como si hubiera identificado el punto exacto al que disparar su siguiente flecha para conseguir una muerte limpia.

—Me enamoré de Percy —espetó Nico—. Esa es la verdad. Ese es el gran secreto.

Lanzó una mirada de odio a Cupido.

—¿Satisfecho?

Por primera vez, la mirada de Cupido pareció compasiva.

—Oh, yo no diría que el amor satisface siempre —su voz sonaba más débil, mucho más humana—. A veces te llena de tristeza. Pero por lo menos ya te has enfrentado a él. Esa es la única forma de conquistarme.

Cupido se deshizo en el viento.

En la zona del suelo donde él había estado vieron entonces un bastón de marfil de noventa centímetros de largo rematado con una esfera oscura de mármol pulido del tamaño de una pelota de béisbol, que se engarzaba sobre las espaldas de tres águilas romanas de oro. El cetro de Diocleciano.

Nico se arrodilló y lo recogió. Observó a Jason, como si esperara que le atacase.

—Si los demás se enterasen…

—Si los demás se enterasen —dijo Jason—, tendrías mucha más gente que te apoyaría y te ayudaría a descargar la furia de los dioses sobre cualquiera que te causara problemas.

Nico frunció el entrecejo. Jason todavía percibía el rencor y la ira que emanaban de él.

—Pero tú eliges —añadió Jason—. Tú decides si lo compartes o no. Yo solo puedo decirte…

—Ahora ya no me siento así —murmuró Nico—. Quiero decir… que he renunciado a Percy. Entonces era joven e impresionable, y yo… yo no…

La voz se le quebró, y Jason notó que los ojos del chico estaban a punto de llenarse de lágrimas. Tanto si Nico había renunciado de verdad a Percy como si no, Jason no podía imaginarse lo que había supuesto para Nico, durante todos esos años, guardar un secreto que habría sido impensable compartir en los años cuarenta del siglo XX, negando quién era, sintiéndose totalmente solo, todavía más aislado que los demás semidioses.

—Nico —dijo con delicadeza—, he visto muchas cosas valientes, pero lo que acabas de hacer tal vez se lleve la palma.

Nico levantó la mirada con aire indeciso.

—Deberíamos volver al barco.

—Sí. Podemos ir volando…

—No —anunció Nico—. Esta vez viajaremos por las sombras. Estoy harto de los vientos.