Todo olía a veneno. Dos días después de partir de Venecia, Hazel todavía no podía quitarse el ponzoñoso aroma a eau de monstruo vacuno de la nariz.
El mareo no contribuía a mejorar la situación. El Argo II navegaba por el Adriático, una preciosa y reluciente extensión azul, pero Hazel no podía apreciarlo por culpa del continuo balanceo del barco. En la cubierta trataba de mantener la vista fija en el horizonte: los acantilados blancos que siempre parecían estar a solo un kilómetro y medio hacia el este. ¿Qué país era ese, Croacia? No estaba segura. Solo deseaba volver a estar en tierra firme.
Lo que más le repugnaba era el turón.
La noche anterior, Galantis, la mascota de Hécate, había aparecido en su camarote. Hazel se despertó de una pesadilla pensando: «¿Qué es ese olor?», y encontró al roedor peludo posado sobre su pecho mirándola fijamente con sus pequeños y brillantes ojos negros.
Nada como despertarte gritando, retirar las mantas y brincar por tu camarote mientras un turón corretea entre tus pies, chillando y tirándose pedos.
Sus amigos corrieron a su camarote para ver si estaba bien. La presencia de la comadreja resultaba difícil de explicar. Hazel advirtió que Leo hacía esfuerzos para no gastar ninguna broma.
Por la mañana, cuando la excitación se hubo apaciguado, Hazel decidió visitar al entrenador Hedge, ya que él podía hablar con los animales.
Encontró la puerta de su camarote entreabierta y oyó al entrenador dentro, hablando como si estuviera manteniendo una conversación telefónica con alguien, solo que no había teléfonos a bordo. Tal vez estuviera enviando un mensaje Iris mágico. Hazel había oído que los griegos los usaban mucho.
—Claro, cielo —estaba diciendo Hedge—. Sí, lo sé, cariño. No, es una noticia estupenda, pero…
La voz se le quebró de la emoción. De repente, Hazel se sintió fatal por escuchar a escondidas.
Habría retrocedido, pero Galantis chilló a sus pies. Hazel llamó a la puerta del entrenador Hedge.
Hedge asomó la cabeza, ceñudo como siempre, pero con los ojos enrojecidos.
—¿Qué? —gruñó.
—Ejem… lo siento —dijo Hazel—. ¿Se encuentra bien?
El entrenador resopló y abrió la puerta de par en par.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
No había nadie más en el camarote.
—Me… —Hazel recordó por qué estaba allí— me preguntaba si podría hablar con mi turón.
Los ojos del entrenador se entornaron. Bajó la voz.
—¿Estamos hablando en clave? ¿Hay algún intruso a bordo?
—Bueno, más o menos.
Galantis se asomó por detrás de los pies de Hazel y empezó a parlotear.
El entrenador se mostró ofendido. Contestó parloteando a la comadreja. Parecía que estuvieran manteniendo una acalorada discusión.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Hazel.
—Muchas groserías —masculló el sátiro—. Lo esencial es que ha venido a ver cómo va.
—¿Cómo va qué?
El entrenador Hedge pateó con su pezuña.
—¿Qué se yo? ¡Es un turón! Nunca responden claramente. Y ahora, si me disculpas, tengo, ejem, cosas…
Le cerró la puerta en las narices.
Después de desayunar, Hazel se quedó ante el pasamanos de babor, esperando a que se le asentara el estómago. A su lado, Galantis corría arriba y abajo por la barandilla expulsando gases, pero el fuerte viento del Adriático ayudaba a llevárselos.
Hazel se preguntaba qué le pasaba al entrenador Hedge. Debía de estar empleando un mensaje Iris para hablar con alguien, pero si había recibido buenas noticias, ¿por qué parecía tan desolado? Ella nunca lo había visto tan afectado. Lamentablemente, dudaba que el entrenador pidiera ayuda en caso de necesitarla. No era precisamente un sátiro cordial y campechano.
Se quedó mirando los acantilados blancos a lo lejos y pensó en el motivo por el que Hécate había enviado a Galantis, la comadreja.
«Ha venido a ver cómo va».
Iba a pasar algo. Hazel sería puesta a prueba.
No entendía cómo se suponía que tenía que aprender magia sin ninguna formación. Hécate esperaba que venciera a una hechicera superpoderosa: la mujer del vestido dorado que Leo había descrito a partir de su sueño. Pero ¿cómo?
Hazel había pasado todo su tiempo libre tratando de descubrirlo. Había mirado fijamente su spatha intentando darle el aspecto de un bastón. Había intentado invocar una nube para que ocultara la luna llena. Se había concentrado hasta que se le habían puesto ojos de bizca y los oídos se le habían taponado, pero no había pasado nada. No podía manipular la Niebla.
Durante las últimas noches, sus sueños habían empeorado. Se hallaba otra vez en los Campos de Asfódelos, vagando sin rumbo entre los fantasmas. Luego estaba en la cueva de Gaia, donde Hazel y su madre habían muerto mientras el techo se desplomaba y la voz de la diosa de la tierra aullaba de ira. Se encontraba en la escalera del piso de su madre en Nueva Orleans, cara a cara con su padre, Plutón. Sus dedos fríos le agarraban el brazo. La tela de su traje de lana negro se retorcía lleno de almas recluidas. Plutón clavaba sus ojos oscuros y furiosos en ella y decía: «Los muertos ven lo que creen que van a ver. Igual que los vivos. Ese es el secreto».
Él nunca le había dicho eso en la vida real. No tenía ni idea de lo que significaba.
Las peores pesadillas parecían atisbos del futuro. Hazel recorría un túnel oscuro dando traspiés mientras la risa de una mujer resonaba en torno a ella.
«Controla esto si puedes, hija de Plutón», decía la mujer a modo de provocación.
Y siempre soñaba con las imágenes que había visto en la encrucijada de Hécate: Leo cayendo a través del cielo; Percy y Annabeth tumbados inconscientes, posiblemente muertos, delante de unas puertas metálicas negras; y una figura amortajada cerniéndose sobre ellos: el gigante Clitio envuelto en la oscuridad.
A su lado, en lo alto del pasamanos, Galantis parloteaba con impaciencia. Hazel estuvo tentada de tirar al estúpido roedor al mar de un empujón.
«Ni siquiera puedo controlar mis sueños —quería gritar—. ¿Cómo se supone que voy a controlar la Niebla?»
Estaba tan abatida que no reparó en la presencia de Frank hasta que estuvo a su lado.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó él.
Le cogió la mano y cubrió por completo con sus dedos los de ella. A Hazel le costaba creer lo mucho que había crecido. Se había transformado en tantos animales que no sabía por qué debía sorprenderle una transformación más…, pero de repente había adquirido su peso exacto. Ya nadie podría llamarlo «regordete» ni «peluchito». Ahora parecía un jugador de fútbol americano, robusto y fuerte, con un nuevo centro de gravedad. Sus hombros se habían ensanchado. Caminaba con más seguridad.
A Hazel todavía le asombraba lo que Frank había hecho en el puente de Venecia. Ninguno de ellos había presenciado la batalla, pero nadie albergaba la menor duda con respecto a ella. El porte entero de Frank había cambiado. Hasta Leo había dejado de hacer chistes a su costa.
—Estoy… estoy bien —logró decir Hazel—. ¿Y tú?
Él sonrió, y se le formaron unas arrugas en los rabillos de los ojos.
—Estoy más alto. Por lo demás, sí, estoy bien. En realidad, no he cambiado por dentro…
Su voz poseía un ápice de su antigua indecisión y su embarazo: la voz de su Frank, siempre preocupado por ser torpe y meter la pata.
Hazel se sintió aliviada. Le gustaba esa parte de él. Al principio su nueva apariencia la había sorprendido. Había temido que su personalidad también hubiera cambiado.
Pero ya estaba empezando a tranquilizarse en ese sentido. A pesar de su fuerza, Frank era el mismo chico adorable. Todavía era vulnerable. Todavía le confiaba su mayor debilidad: el trozo de leño mágico que ella llevaba en el bolsillo de su chaqueta, al lado de su corazón.
—Lo sé, y me alegro —Hazel le apretó la mano—. No… no eres tú quien me preocupa.
Frank gruñó.
—¿Qué tal le va a Nico?
Ella había estado pensando en sí misma, no en Nico, pero siguió la mirada de Frank hasta lo alto del trinquete, en cuya verga Nico se hallaba encaramado.
Nico aseguraba que le gustaba hacer guardia porque tenía buena vista. Hazel sabía que ese no era el verdadero motivo. La parte superior del mástil era uno de los pocos sitios a bordo donde Nico podía estar solo. Los demás le habían ofrecido el camarote de Percy, ya que Percy estaba… ausente. Nico se negaba rotundamente. Se pasaba la mayor parte del tiempo en las jarcias, donde no tenía que hablar con el resto de la tripulación.
Desde que se había convertido en una planta de maíz en Venecia, se había vuelto más solitario y taciturno.
—No sé —reconoció Hazel—. Ha pasado mucho. Fue capturado en el Tártaro, lo hicieron prisionero en la vasija de bronce, vio caerse a Percy y a Annabeth…
—Y prometió llevarnos a Epiro —Frank asintió con la cabeza—. Tengo la sensación de que Nico no se lleva bien con los demás.
Frank se irguió. Llevaba una camiseta de manga corta beis con un dibujo de un caballo y las palabras PALIO DI SIENA. La había comprado hacía un par de días, pero ya le quedaba demasiado pequeña. Cuando se estiraba se le veía el ombligo.
Hazel se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente. Apartó la vista rápidamente, ruborizada.
—Nico es el único familiar que tengo —dijo—. No es alguien que caiga bien a todo el mundo, pero… gracias por ser amable con él.
Frank sonrió.
—Eh, tú aguantaste a mi abuela en Vancouver. Hablando de personas que «no caen bien a todo el mundo»…
—¡Me encantó tu abuela!
Galantis, la comadreja, se acercó a ellos correteando, se tiró un pedo y huyó.
—Uf —Frank despejó el olor con la mano—. Por cierto, ¿qué hace esa cosa aquí?
Hazel se alegró de no estar en tierra firme. Con lo agitada que se sentía, estarían saliendo oro y piedras preciosas alrededor de sus pies.
—Hécate la ha enviado a observar —dijo.
—¿Observar qué?
Hazel trató de consolarse con la presencia de Frank, su nueva aura de firmeza y fuerza.
—No lo sé —dijo por fin—. Una especie de prueba.
De repente el barco dio un bandazo hacia delante.