Más tarde tomó una decisión: nunca JAMÁS dormir en el Tártaro.
Los sueños de los semidioses siempre eran malos. Incluso en la seguridad de su litera en el campamento había tenido horribles pesadillas. Pero en el Tártaro eran mil veces más vívidas.
Primero, volvía a ser una niña, subiendo con dificultad la colina mestiza. Luke Castellan la llevaba a rastras cogida de la mano. Su guía, el sátiro Grover Underwood, saltaba en la cumbre, gritando:
—¡Deprisa! ¡Deprisa!
Thalia Grace estaba detrás de ellos, conteniendo un ejército de perros del infierno con su terrorífico escudo, Égida.
Desde la cima de la colina, Annabeth vio el campamento en el valle: las cálidas luces de las cabañas, la posibilidad de refugiarse. Tropezó y se torció el tobillo, y Luke la cogió en brazos. Cuando miraron atrás, los monstruos estaban solo a varios metros de distancia: docenas de ellos rodeaban a Thalia.
—¡Marchaos! —gritó Thalia—. ¡Yo los entretendré!
La chica blandió su lanza, y un relámpago en zigzag atravesó las filas de monstruos, pero cuando los perros infernales cayeron, otros los sustituyeron.
—¡Tenemos que huir! —gritó Grover.
Enfiló hacia el campamento. Le seguía Luke, que llevaba en brazos a Annabeth; ella lloraba, le golpeaba el pecho y le gritaba que no podían dejar sola a Thalia. Pero era demasiado tarde.
La escena varió.
Annabeth era mayor y ascendía hasta la cumbre de la colina mestiza. Donde Thalia había luchado por última vez ahora se alzaba un alto pino. En el cielo bramaba una tormenta.
Un trueno sacudió el valle. Un relámpago partió el árbol hasta las raíces y abrió una grieta humeante. Abajo, en la oscuridad, estaba Reyna, la pretora de la Nueva Roma. Su capa era del color de la sangre fresca de una vena. Su armadura de oro relucía. Alzó la vista, con rostro regio y distante, y habló directamente a la mente de Annabeth.
Lo habéis hecho bien, dijo Reyna, pero hablaba con la voz de Atenea. El resto de mi viaje transcurrirá en las alas de Roma.
Los ojos oscuros de la pretora se volvieron grises como nubarrones.
Debo quedarme aquí, le dijo Reyna. Los romanos deben llevarme.
La colina se sacudió. El suelo se onduló y la hierba se convirtió en pliegues de seda: el vestido de una enorme diosa. Gaia se alzó sobre el Campamento Mestizo; su rostro soñoliento era del tamaño de una montaña.
Manadas de perros infernales treparon por las colinas. Gigantes, Nacidos de la Tierra (con seis brazos) y cíclopes salvajes arremetieron desde la playa, derribaron el pabellón comedor y prendieron fuego a las cabañas y la Casa Grande.
Deprisa, dijo la voz de Atenea. El mensaje debe ser enviado.
El suelo se partió a los pies de Annabeth y cayó en la oscuridad.
Abrió los ojos de golpe. Gritó, agarrando los brazos de Percy. Seguía en el Tártaro, en el santuario de Hermes.
—Tranquila —dijo Percy—. ¿Pesadillas?
El cuerpo de Annabeth se estremeció de miedo.
—¿Me… me toca hacer guardia?
—No, no. No hace falta. Te dejaré dormir.
—¡Percy!
—Eh, no te preocupes. Además, estoy demasiado exaltado para dormir. Mira.
Bob el titán estaba sentado con las piernas cruzadas al lado del altar, masticando alegremente un trozo de pizza.
Annabeth se frotó los ojos, preguntándose si seguía soñando.
—¿Es eso… pepperoni?
—Ofrendas dejadas en el altar —dijo Percy—. Sacrificios a Hermes del mundo de los mortales, supongo. Aparecieron en una nube de humo. Tenemos medio perrito caliente, uvas, un plato de rosbif y una bolsa de M&Ms.
—¡Los M&Ms para Bob! —dijo Bob alegremente—. Si os parece bien.
Annabeth no protestó. Percy le llevó el plato de rosbif, y ella se lo zampó. En su vida había probado algo tan rico. La carne seguía caliente, con la misma cobertura dulce y sabrosa que la de la barbacoa del Campamento Mestizo.
—Lo sé —dijo Percy, descifrando su expresión—. Creo que es del Campamento Mestizo.
A Annabeth la embargó la nostalgia. En cada comida, los campistas quemaban una parte de su comida para rendir homenaje a sus padres divinos, pero Annabeth nunca había pensado adónde iba a parar la comida cuando se quemaba. Tal vez las ofrendas volvían a aparecer en los altares de los dioses en el Olimpo… o incluso allí, en medio del Tártaro.
—M&Ms —dijo Annabeth—. Connor Stoll siempre quemaba una bolsa por su padre en la cena.
Recordó estar sentada en el pabellón comedor, contemplando la puesta de sol sobre el estrecho de Long Island. Era el primer lugar en el que ella y Percy se habían besado. Los ojos le empezaron a escocer.
Percy le posó la mano en el hombro.
—Eh, es una buena noticia. Comida de casa, ¿no?
Ella asintió con la cabeza. Terminaron de comer en silencio.
Bob masticó los últimos M&Ms.
—Debemos irnos. Llegarán dentro de unos minutos.
—¿Unos minutos?
Annabeth alargó la mano para coger su daga, pero se acordó de que no la tenía.
—Sí…, bueno, creo que minutos… —Bob se rascó su cabello plateado—. El tiempo es difícil de calcular en el Tártaro. No es igual.
Percy se acercó lentamente al borde del cráter. Miró en la dirección por la que habían venido.
—No veo nada, pero eso no significa gran cosa. Bob, ¿de qué gigantes estamos hablando? ¿De qué titanes?
Bob gruñó.
—No sé cómo se llaman. Seis, puede que siete. Puedo percibirlos.
—¿Seis o siete? —Annabeth no estaba segura de que no fuera a vomitar lo que había comido—. ¿Y ellos pueden percibirte a ti?
—No lo sé —Bob sonrió—. ¡Bob es distinto! Pero sí que huelen a los semidioses. Vosotros dos tenéis un olor muy fuerte. En el buen sentido. Como… Mmm. ¡Como pan untado con mantequilla!
—Pan untado con mantequilla —dijo Annabeth—. Genial.
Percy regresó al altar.
—¿Es posible matar a un gigante en el Tártaro? Quiero decir, sin ayuda de ningún dios.
Miró a Annabeth como si ella tuviera respuesta a la pregunta.
—No lo sé, Percy. Viajar por el Tártaro, matar monstruos aquí… Nunca antes se ha hecho. Tal vez Bob pueda ayudarnos a matar a un gigante. Tal vez un titán cuente como un dios. No lo sé.
—Sí —dijo Percy—. Vale.
Annabeth podía advertir la preocupación en los ojos de él. Durante años, Percy había dependido de ella para hallar respuestas. Y ahora, cuando más la necesitaba, ella no podía ayudarle. No soportaba estar tan perdida, pero nada de lo que había aprendido en el campamento la había preparado para el Tártaro. Solo estaba segura de una cosa: tenían que seguir avanzando. No podían dejarse atrapar por seis o siete inmortales hostiles.
Se levantó, todavía desorientada a causa de las pesadillas. Bob empezó a limpiar, recogiendo la basura en un montoncito y usando la botella con pulverizador para limpiar el altar.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Annabeth.
Percy señaló el oscuro muro tormentoso.
—Bob dice que en esa dirección. Al parecer, las Puertas de la Muerte…
—¿Se lo has dicho?
Annabeth no pretendía hablar con tanta aspereza, pero Percy hizo una mueca.
—Mientras tú dormías —reconoció él—. Bob puede ayudarnos, Annabeth. Necesitamos un guía.
—¡Bob ayuda! —convino Bob—. A las Tierras Oscuras. Las Puertas de la Muerte… Hum, no sería buena idea ir directos. Hay demasiados monstruos reunidos allí. Ni siquiera Bob podría barrer a tantos. Matarían a Percy y a Annabeth en dos segundos —el titán frunció el entrecejo—. Sí, creo que segundos. El tiempo es difícil de calcular en el Tártaro.
—Vale —masculló Annabeth—. Entonces ¿hay otro camino?
—Esconderse —dijo Bob—. La Niebla de la Muerte podría ocultaros.
—Ah… —de repente Annabeth se sintió muy pequeña a la sombra de un titán—. ¿Qué es la Niebla de la Muerte?
—Es peligrosa —contestó Bob—. Pero si la señora os concediera la Niebla de la Muerte, podría ocultaros. Si pudiéramos evitar a la Noche… La señora está muy cerca de la Noche. Eso no es bueno.
—La señora —repitió Percy.
—Sí —Bob señaló delante de ellos a la negrura—. Debemos irnos.
Percy miró a Annabeth esperando consejo, pero ella no tenía ninguno que ofrecerle. Estaba pensando en su pesadilla: el árbol de Thalia hecho astillas por un relámpago, y Gaia alzándose en la ladera y desatando a sus monstruos sobre el Campamento Mestizo.
—Vale —dijo Percy—. Supongo que hablaremos con una señora sobre una Niebla de la Muerte.
—Espera —dijo Annabeth.
Le zumbaba la cabeza. Pensó en su sueño sobre Luke y Thalia. Se acordó de las historias que Luke le había contado sobre su padre Hermes: dios de los viajeros, guía de los espíritus de los muertos y dios de la comunicación.
Se quedó mirando el altar negro.
—¿Annabeth?
Percy parecía preocupado.
Ella se acercó al montón de basura y escogió una servilleta de papel lo bastante limpia.
Se acordó de la visión de Reyna en la grieta humeante, bajo las ruinas del pino de Thalia, hablando con la voz de Atenea.
Debo quedarme aquí. Los romanos deben llevarme.
Deprisa. El mensaje debe ser enviado.
—Bob —dijo—, las ofrendas quemadas en el mundo de los mortales aparecen en este altar, ¿verdad?
Bob frunció el entrecejo, incómodo, como si no estuviera preparado para un examen sorpresa.
—¿Sí?
—Entonces ¿qué pasa si quemamos algo en este altar?
—Esto…
—Tranquilo —dijo Annabeth—. No lo sabes. Nadie lo sabe porque no se ha hecho nunca.
Existía una posibilidad, pensó ella, una remotísima posibilidad de que una ofrenda quemada en ese altar apareciera en el Campamento Mestizo.
Es poco probable, pero si funcionara…
—¿Annabeth? —repitió Percy—. Estás planeando algo. Tienes la cara que pones cuando estás planeando algo.
—No pongo ninguna cara cuando planeo algo.
—Sí, ya lo creo. Arrugas la frente y aprietas los labios y…
—¿Tienes un boli? —le preguntó ella.
—Estás de coña, ¿no?
Percy sacó a Contracorriente.
—Sí, pero ¿puedes escribir con él?
—No… no lo sé —reconoció él—. Nunca lo he intentado.
Quitó el tapón del bolígrafo. Como siempre, se convirtió en una espada de tamaño normal. Annabeth le había visto hacerlo cientos de veces. Normalmente, cuando Percy luchaba, simplemente se deshacía del tapón. Después siempre volvía a aparecer en su bolsillo más tarde, cuando lo necesitaba. Cuando colocaba el tapón en la punta de la espada, se convertía otra vez en un bolígrafo normal.
—¿Y si colocas el tapón en el otro extremo de la espada? —propuso Annabeth—. Donde lo pondrías si fueras a escribir con el bolígrafo.
—Eh…
Percy parecía indeciso, pero acercó el tapón a la empuñadura de la espada. Contracorriente encogió y se convirtió otra vez en bolígrafo, pero esa vez la punta estaba descubierta.
—¿Puedo?
Annabeth se lo quitó de la mano. Alisó la servilleta contra el altar y empezó a escribir. La tinta de Contracorriente brillaba como el bronce celestial.
—¿Qué haces? —preguntó Percy.
—Escribo un mensaje —dijo Annabeth—. Espero que Rachel lo reciba.
—¿Rachel? —preguntó Percy—. ¿Te refieres a nuestra Rachel? ¿El oráculo de Delfos?
—La misma.
Annabeth reprimió una sonrisa.
Cada vez que sacaba a colación el nombre de Rachel, Percy se ponía nervioso. En cierto momento, Rachel había estado interesada en salir con Percy, pero ya era agua pasada. Ahora Rachel y Annabeth eran buenas amigas. Sin embargo, a Annabeth no le importaba incomodar un poco a Percy. Tienes que mantener despierto a tu novio.
Annabeth terminó la nota y dobló la servilleta. En el exterior escribió:
Connor:
Dale esto a Rachel. No es una broma. No seas idiota.
Besos,
Annabeth
Respiró hondo. Estaba pidiéndole a Rachel Dare que hiciera algo increíblemente peligroso, pero era la única forma que se le ocurría de comunicarse con los romanos: la única forma de evitar una matanza.
—Ahora solo tengo que quemarla —dijo—. ¿Alguien tiene una cerilla?
La punta de la lanza de Bob salió disparada del mango de su escoba. Echó chispas contra el altar y estalló en fuego plateado.
—Ah, gracias.
Annabeth encendió la servilleta y la dejó sobre el altar. Observó como se consumía en cenizas y se preguntó si estaba loca. ¿Podría el fuego salir del Tártaro?
—Deberíamos irnos ya —advirtió Bob—. En serio. Antes de que nos maten.
Annabeth se quedó mirando el muro de oscuridad que tenían delante. Allí, en algún lugar, había una señora que ofrecía una Niebla de la Muerte que podía ocultarlos de los monstruos: un plan recomendado por un titán, uno de sus más implacables enemigos. Otra dosis de situación extraña para hacer explotar su cerebro.
—De acuerdo —dijo—. Estoy lista.