Leo había diseñado las paredes del comedor para que mostraran escenas del Campamento Mestizo que transcurrían en tiempo real. Al principio le había parecido una idea fabulosa, pero ya no estaba tan seguro.
Las escenas de su hogar —las canciones interpretadas en grupo delante de fogatas, las cenas en el pabellón, los partidos de voleibol delante de la Casa Grande— parecían entristecer a sus amigos. Cuanto más se alejaban de Long Island, peor se volvía. Las zonas horarias seguían cambiando, lo que hacía que Leo notara la distancia cada vez que miraba las paredes. En Italia acababa de salir el sol. En el Campamento Mestizo era plena noche. Las antorchas chisporroteaban en las puertas de las cabañas. La luz de la luna relucía sobre las olas del estrecho de Long Island. La playa estaba llena de huellas, como si una gran multitud se acabara de marchar.
Leo se percató sobresaltado de que el día anterior —la noche anterior, lo que fuera— había sido 4 de julio. No habían asistido a la fiesta anual del Campamento Mestizo en la playa, con increíbles fuegos artificiales preparados por los hermanos de Leo de la cabaña nueve.
Decidió no mencionar ese detalle al resto de la tripulación, pero esperaba que sus amigos del campamento hubieran celebrado una buena fiesta. Ellos también necesitaban algo que les ayudara a levantar el ánimo.
Recordó las imágenes que había visto en el sueño: el campamento en ruinas, sembrado de cadáveres; Octavio en la cancha de voleibol, hablando despreocupadamente con la voz de Gaia.
Se quedó mirando sus huevos y su beicon. Ojalá hubiera podido apagar los vídeos de la pared.
—Bueno —dijo Jason—, ahora que estamos aquí…
Estaba sentado a la cabecera de la mesa, más bien por omisión. Desde que habían perdido a Annabeth, Jason había hecho todo lo posible por comportarse como el líder del grupo. Al haber sido pretor en el Campamento Júpiter, probablemente estaba acostumbrado a hacerlo, pero Leo notaba que su amigo se encontraba tenso. Tenía los ojos más hundidos que de costumbre. Su cabello rubio estaba revuelto, algo inusual en él, como si se hubiera olvidado de peinárselo.
Leo miró a los demás sentados alrededor de la mesa. Hazel también estaba ojerosa, claro que ella había estado toda la noche levantada pilotando el barco a través de las montañas. Llevaba su cabello color canela rizado recogido con un pañuelo, lo que le daba un aire de soldado de comando que a Leo le puso bastante… y que enseguida le hizo sentirse culpable.
A su lado estaba sentado su novio Frank Zhang, vestido con unos pantalones de chándal negros y una camiseta turística de Roma en la que ponía CIAO! (¿Se podía considerar una palabra?). Llevaba su vieja insignia de centurión prendida en su camiseta, a pesar de que los semidioses del Argo II eran entonces los enemigos públicos del número 1 al 7 en el Campamento Júpiter. Su expresión adusta acentuaba su parecido con un luchador de sumo. Luego estaba el hermanastro de Hazel, Nico di Angelo. A Leo ese chico le daba muy mal rollete. Estaba recostado con su cazadora de aviador de cuero, su camiseta de manga corta negra y sus vaqueros negros, aquel horrible anillo de plata con una calavera en el dedo y la espada estigia a su lado. Los mechones de pelo moreno le sobresalían rizados como alas de cría de murciélago. Tenía unos ojos tristes y algo vacíos, como si hubiera contemplado las profundidades del Tártaro… cosa que en efecto había hecho.
El único semidiós ausente era Piper, a la que le había tocado estar al timón con el entrenador Hedge, el sátiro que los acompañaba.
Leo deseó que Piper estuviera allí. Ella tenía un don para calmar los ánimos con la capacidad de persuasión que había heredado de Afrodita. Después de los sueños que había tenido la noche anterior, a Leo no le habría ido mal un poco de calma.
Por otra parte, seguramente era bueno que ella estuviera en cubierta acompañando a su acompañante. Ahora que estaban en las tierras antiguas, tenían que estar continuamente en guardia. A Leo le daba miedo dejar que el entrenador Hedge pilotara solo. El sátiro disparaba a la mínima, y el timón tenía un montón de botones brillantes y peligrosos que podían hacer estallar los pintorescos pueblos italianos de abajo.
Leo había desconectado hasta tal punto que no se había dado cuenta de que Jason seguía hablando.
—… la Casa de Hades —estaba diciendo—. ¿Nico?
Nico se inclinó hacia delante.
—Anoche estuve en contacto con los muertos.
Soltó esa frase como quien dice que ha recibido un mensaje de texto de un colega.
—He descubierto más cosas sobre a lo que nos enfrentamos —continuó Nico—. Antiguamente, la Casa de Hades era un lugar importante para los peregrinos griegos. Iban allí a hablar con los muertos y honrar a sus antepasados.
Leo frunció el entrecejo.
—Se parece al día de los muertos. Mi tía Rosa se tomaba esas cosas en serio.
Recordó que ella lo llevaba a rastras al cementerio de su barrio en Houston, donde limpiaban las lápidas de sus familiares y dejaban limonada, galletas y caléndulas frescas a modo de ofrenda. La tía Rosa obligaba a Leo a quedarse a comer, como si alternar con los muertos fuera bueno para su apetito.
Frank gruñó.
—Los chinos también tienen una costumbre parecida: adoran a los antepasados y limpian las tumbas en primavera —lanzó una mirada a Leo—. Tu tía Rosa se habría llevado bien con mi abuela.
Leo visualizó una horripilante imagen de su tía Rosa y una vieja china con atuendo de luchador zurrándose la una a la otra con unas porras con pinchos.
—Sí —dijo Leo—. Seguro que se habrían hecho amigas del alma.
Nico se aclaró la garganta.
—Muchas culturas tienen tradiciones de temporada para honrar a los muertos, pero la Casa de Hades estaba abierta todo el año. Los peregrinos podían hablar con los muertos. En griego se llama Necromanteion, el Oráculo de los Muertos. Había que abrirse paso por distintos niveles de túneles, dejar ofrendas y beber pociones especiales…
—Pociones especiales —murmuró Leo—. Qué ricas.
Jason le lanzó una mirada en plan: «Basta ya, colega».
—Continúa, Nico.
—Los peregrinos creían que cada nivel del templo te acercaba más al inframundo, hasta que los muertos aparecían ante ti. Si estaban contentos con tus ofrendas, respondían a tus preguntas y puede que incluso te adivinaran el futuro.
Frank dio unos golpecitos en su taza de chocolate caliente.
—¿Y si no estaban contentos?
—Algunos peregrinos no encontraban nada —dijo Nico—. Otros se volvían locos o morían después de salir del templo. Otros se perdían en los túneles y nadie los volvía a ver.
—Lo importante —dijo Jason rápidamente— es que Nico ha descubierto una información que podría sernos útil.
—Sí —Nico no parecía muy entusiasmado—. El fantasma con el que hablé anoche… era un antiguo sacerdote de Hécate. Me confirmó lo que la diosa le dijo a Hazel ayer en la encrucijada. En la primera guerra contra los gigantes, Hécate luchó por los dioses. Mató a uno de los gigantes: uno que había sido concebido como el reverso de Hécate. Una criatura llamada Clitio.
—Un tío oscuro —aventuró Leo—. Rodeado de sombras.
Hazel se volvió hacia él, entornando sus ojos dorados.
—¿Cómo sabes eso, Leo?
—He tenido un sueño.
A nadie le sorprendió. La mayoría de los semidioses tenían pesadillas vívidas sobre lo que ocurría en el mundo.
Sus amigos prestaron atención mientras Leo les explicaba el sueño. Trató de no mirar las imágenes del Campamento Mestizo que aparecían en las paredes mientras describía el lugar en ruinas. Les habló del gigante oscuro y de la extraña mujer de la colina mestiza que le había ofrecido distintas formas de morir.
Jason apartó su plato de tortitas.
—Así que el gigante es Clitio. Supongo que estará esperándonos, vigilando las Puertas de la Muerte.
Frank enrolló una tortita y empezó a masticar: no era de los que dejaban que la muerte interfiriera en un saludable desayuno.
—¿Y la mujer del sueño de Leo?
—Ese es mi problema —Hazel se pasó un diamante entre los dedos haciendo un juego de manos—. Hécate me dijo que una enemiga formidable espera en la Casa de Hades: una bruja a la que solo puedo vencer yo usando la magia.
—¿Sabes magia? —preguntó Leo.
—Todavía no.
—Ah —trató de decir algo esperanzador, pero se acordó de los ojos de la mujer furiosa y de que su firme mano había hecho que su piel echara humo—. ¿Tienes idea de quién es?
Hazel negó con la cabeza.
—Solo sé que…
Miró a Nico, y entre ellos se produjo una especie de discusión silenciosa. A Leo le dio la impresión de que los dos habían mantenido conversaciones privadas sobre la Casa de Hades y de que no les estaban revelando todos los detalles.
—Solo sé que no será fácil de vencer.
—Pero hay una buena noticia —dijo Nico—. El fantasma con el que hablé me explicó cómo venció Hécate a Clitio en la primera guerra. Usó sus antorchas para prender fuego a su pelo. Lo mató quemándolo. Es decir, el fuego es su debilidad.
Todo el mundo miró a Leo.
—Ah —dijo él—. Vale.
Jason asintió de modo alentador, como si fuera una noticia estupenda; como si esperara que Leo se acercase a una imponente masa oscura, disparase unas cuantas bolas de fuego y resolviese todos sus problemas. Leo no quería decepcionarle, pero todavía podía oír la voz de Gaia: «Él es el vacío que consume toda magia, el frío que consume todo fuego, el silencio que consume toda palabra».
Leo estaba seguro de que haría falta algo más que unas cuantas cerillas para prender fuego a ese gigante.
—Es una buena pista —insistió Jason—. Por lo menos sabemos cómo matar al gigante. Y esa hechicera… Bueno, si Hécate cree que Hazel puede vencerla, entonces yo también lo creo.
Hazel bajó la vista.
—Ahora solo tenemos que llegar a la Casa de Hades, abrirnos paso entre las fuerzas de Gaia…
—Y de un montón de fantasmas —añadió Nico, muy serio—. Puede que los espíritus del templo no sean amistosos.
—… y encontrar las Puertas de la Muerte —continuó Hazel—. Suponiendo que podamos llegar al mismo tiempo que Percy y Annabeth y rescatarlos.
Frank tragó un bocado de tortita.
—Podemos conseguirlo. Tenemos que conseguirlo.
Leo admiraba el optimismo del grandullón. Ojalá él pensara lo mismo.
—Entonces, con el desvío, calculo que tardaremos cuatro o cinco días en llegar a Epiro —dijo Leo—, suponiendo que no haya retrasos por ataques de monstruos y esas cosas.
Jason sonrió con amargura.
—Sí. Esas cosas nunca pasan.
Leo miró a Hazel.
—Hécate te dijo que Gaia planea su superjuerga para el 1 de agosto, ¿verdad? La fiesta de como se llame.
—Spes —apuntó Hazel—. La diosa de la esperanza.
Jason giró su tenedor.
—En teoría, tenemos suficiente tiempo. Solo es 5 de julio. Deberíamos poder cerrar las Puertas de la Muerte, encontrar el cuartel general de los gigantes e impedir que despierten a Gaia antes del 1 de agosto.
—En teoría —convino Hazel—. Pero me gustaría saber cómo vamos a abrirnos paso en la Casa de Hades sin volvernos locos ni morirnos.
Nadie propuso ninguna idea.
Frank dejó su tortita enrollada como si de repente no le supiera tan bien.
—Hoy es 5 de julio. Dioses, no lo había pensado…
—Tranqui, tío —dijo Leo—. Eres canadiense, ¿no? No esperaba que me hicieras un regalo del día de la Independencia ni nada por el estilo… a menos que quieras, claro.
—No es eso. Mi abuela siempre me decía que el siete era un número de la mala suerte. Era un número fantasma. No le hizo gracia cuando le dije que habría siete semidioses en la misión. Y julio es el séptimo mes.
—Sí, pero… —Leo tamborileó nerviosamente con los dedos sobre la mesa. Se dio cuenta de que estaba diciendo «Te quiero» en código morse como solía hacer con su madre, y habría sido bastante embarazoso si sus amigos entendieran el código morse—. Pero solo es una casualidad, ¿no?
La expresión de Frank no lo tranquilizó.
—Antiguamente, en China, la gente llamaba al séptimo mes el «mes fantasma». Entonces el mundo de los espíritus y el mundo de los humanos estaban más cerca que nunca. Los vivos y los muertos podían ir de un lado al otro. Decidme que es una casualidad que estemos buscando las Puertas de la Muerte durante el mes fantasma.
Nadie dijo nada.
Leo quería pensar que una antigua creencia china no podía tener nada que ver con los romanos y los griegos. Eran cosas totalmente distintas, ¿no? Pero la existencia de Frank demostraba que las culturas estaban unidas. La familia Zhang se remontaba a la antigua Grecia. Habían pasado por Roma y por China para acabar en Canadá.
Además, Leo no paraba de pensar en su encuentro con Némesis, la diosa de la venganza, en el Great Salt Lake. Némesis lo había llamado la «séptima rueda», el miembro extraño de la misión. No se refería a «séptima» en el sentido de «fantasma», ¿verdad?
Jason pegó las manos a los brazos de su asiento.
—Centrémonos en las cosas de las que podemos ocuparnos. Nos estamos acercando a Bolonia. A lo mejor hallamos más respuestas cuando encontremos a esos enanos que Hécate…
El barco dio un bandazo como si hubiera chocado contra un iceberg. El plato del desayuno de Leo se deslizó a través de la mesa. Nico se cayó con la silla hacia atrás y se dio con la cabeza contra el aparador. Se desplomó en el suelo, y una docena de vasos y platos mágicos cayeron encima de él.
—¡Nico!
Hazel corrió a ayudarle.
—¿Qué…?
Frank trató de levantarse, pero el barco cabeceó en la otra dirección. Se estrelló contra la mesa y cayó de bruces contra el plato de huevos revueltos de Leo.
—¡Mirad!
Jason señaló las paredes. Las imágenes del Campamento Mestizo estaban parpadeando y alterándose.
—No es posible —murmuró Leo.
Era imposible que las paredes encantadas mostraran algo que no fueran escenas del campamento, pero de repente una enorme cara distorsionada ocupó toda la pared del lado de babor: unos dientes amarillos torcidos, una desaliñada barba pelirroja, una nariz verrugosa y dos ojos desiguales, uno mucho más grande y más alto que el otro. La cara parecía estar intentando devorar la sala.
Las otras paredes parpadearon y mostraron imágenes de la cubierta superior. Piper estaba al timón, pero algo no iba bien. Estaba envuelta en cinta adhesiva de los hombros para abajo, y tenía la boca amordazada y las piernas atadas al tablero de control.
En el palo mayor, el entrenador Hedge también estaba atado y amordazado, mientras que una criatura de extraño aspecto —una especie de cruce entre gnomo y chimpancé con mal gusto para la vestimenta— bailaba a su alrededor, recogiendo el pelo del entrenador en pequeñas coletas con gomas de color rosa.
En la pared del lado de popa, la enorme y fea cara retrocedió de tal forma que Leo pudo ver a la criatura entera: otro chimpancé gnomo con una ropa todavía más estrambótica. El extraño ser empezó a saltar por la cubierta, metiendo cosas en un saco de arpillera: la daga de Piper, los mandos de Wii de Leo… Entonces sacó la esfera de Arquímedes del tablero de mando.
—¡No! —gritó Leo.
—Ahhh —dijo Nico gimiendo en el suelo.
—¡Mono! —gritó Frank.
—No son monos —masculló Hazel—. Creo que son enanos.
—¡Están robando mis cosas! —gritó Leo, y echó a correr hacia la escalera.