VII
Annabeth

Cuando llegaron al saliente, Annabeth no sabía si había firmado sus sentencias de muerte.

El acantilado descendía más de veinticinco metros. En el fondo se extendía una versión pesadillesca del Gran Cañón del Colorado: un río de fuego que se abría camino a través de una grieta de obsidiana irregular, mientras la reluciente corriente roja proyectaba horribles sombras en las caras de los acantilados.

Incluso desde lo alto del cañón, el calor era intenso. Annabeth no se había quitado de los huesos el frío del río Cocito, pero en ese momento notaba la cara irritada y quemada. Respirar le exigía cada vez más esfuerzo, como si tuviera el pecho lleno de poliexpán. Los cortes de las manos le sangraban más. Su pie, que casi se había curado, parecía estar lesionándose de nuevo. Se había quitado la envoltura improvisada y se arrepintió de haberlo hecho. A cada paso que daba hacía una mueca de dolor.

Suponiendo que pudieran bajar hasta el río de fuego, cosa que dudaba, su plan parecía verdaderamente descabellado.

—Eh… —Percy examinó el acantilado. Señaló una diminuta fisura que avanzaba en diagonal desde el borde hasta el fondo—. Podemos probar con ese saliente. Tal vez podamos bajar.

No dijo que sería una locura intentarlo. Se las arregló para mostrarse esperanzado. Annabeth se lo agradeció, pero temía estar arrastrándolo a su perdición.

Claro que si se quedaban allí morirían de todas formas. Habían empezado a salirles ampollas en los brazos debido a la exposición al aire del Tártaro. El entorno era tan saludable como la zona de una explosión nuclear.

Percy descendió primero. El saliente apenas era lo bastante ancho para apoyar el pie. Sus manos buscaban cualquier grieta en la roca vítrea. Cada vez que Annabeth ejercía presión sobre su pie lesionado, le entraban ganas de gritar. Había arrancado las mangas de su camiseta y había usado la tela para envolverse las manos manchadas de sangre, pero sus dedos seguían resbaladizos y débiles.

Varios pasos por debajo de ella, Percy gruñó al llegar a otro asidero.

—Entonces… ¿cómo se llama ese río de fuego?

—Flegetonte —respondió ella—, deberías concentrarte en el descenso.

—¿Flegetonte? —él siguió bajando a lo largo del saliente. Habían recorrido aproximadamente un tercio del camino hasta el fondo del acantilado; todavía se encontraban lo bastante arriba para morir en caso de que se cayeran—. Suena a animal africano.

—Por favor, no me hagas reír —dijo ella.

—Solo intento quitarle hierro al asunto.

—Gracias —gruñó ella, y por poco le resbaló el pie herido en el saliente—. Moriré de la caída pero con una sonrisa en los labios.

Siguieron descendiendo, avanzando paso a paso. A Annabeth le escocían los ojos del sudor. Los brazos le temblaban. Pero, para gran asombro suyo, llegaron al fondo del acantilado.

Cuando alcanzaron el suelo, Annabeth tropezó. Percy la atrapó. Le sorprendió lo caliente que el chico tenía la piel. Le habían salido forúnculos en la cara, de modo que parecía un enfermo de viruela.

Annabeth veía borroso. Notaba la garganta como si le hubieran salido ampollas, y tenía el estómago encogido como un puño.

«Tenemos que darnos prisa», pensó.

—Solo hasta el río —le dijo a Percy, tratando de evitar que el pánico asomara a su voz—. Podemos conseguirlo.

Avanzaron tambaleándose por encima de resbaladizos salientes de cristal, rodearon enormes cantos rodados y evitaron estalagmitas que los habrían empalado si se hubieran resbalado lo más mínimo. Su ropa andrajosa echaba humo a causa del calor del río, pero siguieron adelante hasta que cayeron de rodillas en la ribera del Flegetonte.

—Tenemos que beber —dijo Annabeth.

Percy se balanceó, con los ojos entrecerrados. Tardó tres segundos en contestar.

—Eh… ¿beber fuego?

—El Flegetonte corre desde el reino de Hades hasta el Tártaro —Annabeth apenas podía hablar. Se le estaba cerrando la garganta debido al calor y al aire ácido—. El río se usa para castigar a los malvados. Pero en algunas leyendas… también lo llaman el río de Curación.

—¿Algunas leyendas?

Annabeth tragó saliva, tratando de permanecer consciente.

—El Flegetonte mantiene a los malvados intactos para que puedan soportar las torturas de los Campos de Castigo. Creo… que sería el equivalente del néctar de ambrosía en el inframundo.

Percy hizo una mueca cuando el río lo salpicó de cenizas que se arremolinaron alrededor de su cara.

—Pero es fuego. ¿Cómo podemos…?

—Así.

Annabeth metió las manos en el río.

¿Una tontería? Sí, pero estaba convencida de que no tenían otra alternativa. Si esperaban más, caerían desfallecidos y morirían. Era preferible cometer una insensatez y confiar en que diera resultado.

Al primer contacto, el fuego no resultaba doloroso. Estaba frío, lo que probablemente significaba que estaba tan caliente que había sobrecargado los nervios de Annabeth. Antes de que pudiera cambiar de opinión, recogió el ardiente líquido ahuecando las palmas de las manos y se lo acercó a la boca.

Esperaba que supiera a gasolina, pero era muchísimo peor. En un restaurante de San Francisco había cometido el error de probar una guindilla picante de un plato de comida india. Apenas la había mordisqueado cuando creyó que su sistema respiratorio iba a explotar. Beber del Flegetonte fue como tragarse un batido de guindilla picante. Sus senos nasales se llenaron de fuego líquido. La boca le sabía como si se la estuvieran friendo en abundante aceite. Sus ojos derramaron lágrimas hirvientes y todos los poros de su rostro reventaron. Se desplomó, asfixiándose entre arcadas, mientras su cuerpo entero se sacudía violentamente.

—¡Annabeth!

Percy la agarró por los brazos e impidió por los pelos que cayera al río.

Las convulsiones pasaron. Respiró ruidosamente y logró incorporarse. Se encontraba muy débil y sentía náuseas, pero le resultó más fácil respirar la siguiente vez que lo intentó. Las ampollas de sus brazos estaban empezando a desaparecer.

—Ha funcionado —dijo con voz ronca—. Percy, tienes que beber.

—Yo…

Él puso los ojos en blanco y se desplomó contra ella.

Annabeth recogió más fuego con la palma de la mano. Haciendo caso omiso del dolor, vertió el líquido en la boca de Percy. No reaccionó.

Lo intentó otra vez y le echó un puñado entero por la garganta. Esta vez Percy escupió y tosió. Annabeth lo sujetó mientras temblaba y el fuego mágico le recorría el organismo. Su fiebre desapareció. Los forúnculos se desvanecieron. Consiguió incorporarse y se lamió los labios.

—Uf —dijo—. Picante y asqueroso.

Annabeth se rió débilmente. Estaba tan aliviada que se sentía alegre.

—Sí. Lo has clavado.

—Nos has salvado.

—De momento —dijo ella—. El problema es que seguimos en el Tártaro.

Percy parpadeó. Miró a su alrededor como si acabara de asimilar dónde estaban.

—Santa Hera. Nunca pensé… Bueno, no estoy seguro de lo que pensaba. Creía que a lo mejor el Tártaro era un espacio vacío, un pozo sin fondo. Pero este sitio es real.

Annabeth recordó el paisaje que había visto mientras caían: una serie de mesetas que descendían cada vez más en la oscuridad.

—No lo hemos visto todo —advirtió ella—. Esta podría ser solo la primera parte del abismo, como los escalones de la entrada.

—El felpudo —murmuró Percy.

Los dos alzaron la vista a las nubes color sangre que se mezclaban entre la bruma gris. Era imposible que tuvieran las fuerzas para volver a trepar por el acantilado, aunque quisieran. Entonces solo tenían dos opciones: recorrer las orillas del Flegetonte río arriba o río abajo.

—Encontraremos una salida —dijo Percy—. Las Puertas de la Muerte.

Annabeth se estremeció. Recordó lo que Percy había dicho justo antes de que cayeran al Tártaro. Había hecho prometer a Nico di Angelo que llevaría el Argo II a Epiro, al lado mortal de las Puertas de la Muerte.

«Os veremos allí», había dicho Percy.

Esa idea resultaba todavía más disparatada que beber fuego. ¿Cómo podrían ellos dos deambular a través del Tártaro y encontrar las Puertas de la Muerte? Apenas habían sido capaces de andar cien metros a trompicones en ese sitio venenoso sin morirse.

—Tenemos que hacerlo —dijo Percy—. No solo por nosotros. Por todos a los que queremos. Las puertas deben cerrarse por los dos lados, o los monstruos seguirán cruzándolas. Y las fuerzas de Gaia invadirán el mundo.

Annabeth sabía que él tenía razón. Aun así, cuando intentó idear un plan que diera resultado, los problemas de logística la abrumaron. No tenían forma de localizar las puertas. No sabían cuánto tiempo les llevaría, ni si el tiempo transcurría a la misma velocidad en el Tártaro. ¿Cómo podrían sincronizar un encuentro con sus amigos? Además, Nico había dicho que una legión compuesta por los monstruos más fuertes de Gaia vigilaba las puertas en el lado del Tártaro. Annabeth y Percy no podrían lanzar un ataque frontal precisamente.

De modo que decidió no mencionar ninguno de esos detalles. Los dos sabían que las probabilidades de éxito eran escasas. Además, después de bañarse en el río Cocito, Annabeth había oído suficientes sollozos y gemidos para toda la vida. Se prometió no volver a quejarse.

—Bueno —respiró hondo, dando gracias por dejar de notar dolor en los pulmones—. Si nos quedamos cerca del río, tendremos una forma de curarnos. Si vamos río abajo…

Ocurrió tan rápido que Annabeth se habría muerto si hubiera estado sola.

Los ojos de Percy se clavaron en algo situado detrás de ella. Annabeth se dio la vuelta al mismo tiempo que una enorme forma oscura se precipitaba sobre ella: una monstruosa masa que gruñía, dotada de unas patas largas y delgadas con púas y unos ojos brillantes.

A Annabeth le dio tiempo a pensar: «Aracne». Pero estaba paralizada de terror y sus sentidos se hallaban embotados por el olor dulzón.

Entonces oyó el ruido familiar del bolígrafo de Percy al transformarse en espada. Su hoja pasó por encima de su cabeza describiendo un reluciente arco de bronce. Un horrible gemido resonó a través del cañón.

—¿Estás bien?

Percy escudriñó los acantilados y los cantos rodados y permaneció alerta por si les atacaban más monstruos, pero no apareció ninguno más. El polvo dorado de la araña se posó sobre la obsidiana.

Annabeth se quedó mirando a su novio asombrada. La hoja de bronce celestial de Contracorriente relucía todavía más en la penumbra del Tártaro. Al hendir el denso aire caliente, emitía un desafiante susurro, como una serpiente irritada.

—Me… me habría matado —dijo Annabeth tartamudeando.

Percy dio una patada al polvo de las rocas con expresión adusta e insatisfecha.

—Ha muerto demasiado rápido, considerando todo el sufrimiento que te hizo pasar. Se merecía algo peor.

Annabeth no podía discutirle ese punto, pero el tono duro de la voz de Percy la inquietaba. Nunca había visto a alguien enfadarse ni volverse tan vengativo por ella. Casi le alegraba que Aracne hubiera muerto tan rápido.

—¿Cómo te has movido tan rápido?

Percy se encogió de hombros.

—Tenemos que cubrirnos las espaldas, ¿no? A ver, ¿qué estabas diciendo… río abajo?

Annabeth asintió, todavía aturdida. El polvo amarillo se disipó sobre la orilla rocosa y se convirtió en vapor. Por lo menos ahora sabían que se podía matar a los monstruos en el Tártaro… aunque Annabeth no tenía ni idea de cuánto tiempo permanecería muerta Aracne. Ella no tenía pensado quedarse a averiguarlo.

—Sí, río abajo —logró decir—. Si el río viene de los niveles superiores del inframundo, debería irse adentrando en el Tártaro…

—Entonces lleva a un territorio más peligroso —concluyó Percy—. Probablemente allí es donde estén las puertas. Estamos de suerte.