Os aseguro que aquella fue una noche muy larga. Incluso los hork-bajir estaban agotados al despuntar el alba.
Durante todo el recorrido había temido que nos tropezáramos de frente con un puñado de taxxonitas, escoltados por un ejército de hork-bajir armados, o con Visser Tres en una de sus horripilantes formas. Cada sombra era motivo de alarma.
Pero, además, en mi caso, a esos posibles enemigos debía añadir un buen número de pájaros y mamíferos hambrientos a los que imaginaba relamiéndose al percatarse de mi sabrosa presencia. Claro que a caballo de aquel hork-bajir nadie se atrevería a acercarse porque no sabrían cómo enfrentarse a aquella extraña criatura sobre la que yo me había posado. Hubo un momento en el que una pareja de lobos, probablemente en busca de la manada, se detuvo a unos cuantos metros de nosotros y nos observó con detenimiento.
Los lobos son inteligentes. No reconocieron a aquellas criaturas, pero tenían muy claro que no querían tener nada que ver con ellas.
Los ciervos huían a nuestro paso. Los búhos nos descartaban. Era evidente que no éramos ratones, los únicos animales que despiertan interés en los búhos. Los zorros se escabullían y los mapaches se quedaban petrificados. Sólo las criaturas más valientes del bosque nos ignoraban y hacían la vida normal. En una ocasión tuve que impedir que Ket Halpak pisara una de ellas.
<¡Detente! ¡Parad! ¡Que nadie se mueva!>, grité al ver unas rayas muy características en el lomo de una de esas valientes criaturas.
—¿Yeerks? —preguntó Jara Hamee.
—¿Taxxonitas? —preguntó Ket Halpak alarmada.
<No. Peor. Una mofeta. Dejad que siga su camino. Que nadie mueva un solo músculo hasta que haya desaparecido.>
—¡Ja! ¡Animal pequeño! ¡No mata a Jara Hamee!
<No, no te matará, pero te hará desear la muerte.>
No estaba seguro del trecho que habíamos recorrido cuando paramos por primera vez a descansar. Desde el suelo me resultaba difícil calcular las distancias. Todo cuanto sabía era que el cielo había adquirido un tono más claro. Los hork-bajir estaban exhaustos y tropezaban cada dos por tres. En cuanto a mí, estaba muerto de hambre.
<¿No tenéis hambre?>, les pregunté.
—Comemos —convino Jara Hamee. Y sin más dilación, se acercó a un árbol, una especie de pino, se retiró hacia atrás y lo embistió ayudándose de la cuchilla del codo.
¡CCCRRRAAACCC!, la corteza cedió y provocó un corte en el tronco de unos noventa centímetros. A continuación, con la cuchilla de la muñeca empezó a despedazar la corteza en trozos de distintos tamaños, los había desde pocos centímetros hasta casi medio metros de largos. Acto seguido, le pasó algunos de los trozos a su compañera y los otros se los zampó él mismo.
<¿Así que esto es lo que coméis?>
—Sí.
<¿Es así como coméis en vuestro planeta?>
—Cuando Jara Hamee pequeño —explicó con una expresión nostálgica sin dejar de masticar la corteza—, Jara Hamee come del Kanver. Come del Lewhak. Come del alto Fit Fit.
<¿Qué son? ¿Árboles? ¿Árboles como estos?>
—Mejor —contestó Ket Halpak.
—Mejor —convino Jara Hamee—. Árboles de la Tierra buenos —añadió. Creo que pensó que su comentario me había ofendido.
—Árboles de la Tierra buenos —convino también Ket Halpak.
Sonreí por dentro. Había veces en que mi vida era tan extraña que lo único que podía hacer era reírme. A aquel par de criaturas venidas de un lejano planeta le preocupaba la posibilidad de haber herido mis sentimientos al reconocer que no les gustaba la corteza de los pinos terrestres.
De repente, lo vi todo claro.
<Jara, Ket, las cuchillas de vuestros cuerpos son para arrancar la corteza de los árboles, ¿verdad?>
Ket Halpak se puso en pie. Yo estaba posado sobre un tronco podrido y, al levantarse, me vino a la cabeza la imagen de un rascacielos.
—Para un corte recto —explicó señalando la cuchilla del codo—. Para separar —continuó mientras señalaba la cuchilla de la muñeca—. Para cortar hacia abajo —dijo apuntando a la rodilla.
<Es decir, para la parte inferior de los árboles —confirmé—. Cada cuchilla tiene una función especial y todas tienen que ver con la corteza de los árboles>
—Sí —respondió Ket al tiempo que se sentaba y devoraba otro pedazo de corteza.
<¿No son armas? ¿No las utilizáis para defenderos de vuestros enemigos o para matar presas?>
—Hork-bajir no tienen enemigos —replicó Jara Hamee mirándome fijamente a los ojos—. No tienen presas. Hork-bajir no matan. Yeerks matan. Yeerks matan andalitas. Andalitas matan yeerks. Hork-bajir mueren.
<Os encontráis en medio de esta guerra estúpida sin saber cómo. Y precisamente han sido las cuchillas el motivo fundamental por el que los yeerks esclavizaron a vuestra raza. Cuando el demonio yeerk se coló en vuestras cabezas, vuestra especie se volvió agresiva. Os han convertido en soldados asesinos. Y todo porque vuestro cuerpo está adaptado a comer corteza de árbol.>
Los hork-bajir no tenían nada más que añadir y siguieron comiendo.
<Escucha, yo también tengo que comer. Os voy a dejar solos un momento.>
—Nuestra comida es tuya —declaró Ket ofreciéndome un pedazo de corteza.
<Gracias, pero yo como otra cosa.>
No les dije lo que comía ni como lo conseguía.
Qué extraño. Entre humanos no me sentía culpable por ser un depredador. Al fin y al cabo, el bueno del Homo Sapiens es el mayor depredador de todos.
Sin embargo, aquellos monstruos no eran depredadores, y, a pesar de su apariencia amenazadora, no resultaban más peligrosos que un ciervo con su enorme cornamenta. Tan sólo eran víctimas de la situación. Por su aspecto temible se habían visto atrapados en la guerra que los yeerks mantenían con el resto de las especies libres de la galaxia.
Recordé las batallas anteriores contra los hork-bajir. Más de una vez habían estado a punto de matarme. Había sentido verdadero odio y miedo hacia ellos, y ahora me daban lástima.
Y me entristecía aún más pensar que mis amigos y yo seguiríamos enfrentándonos a ellos en el futuro.
<Volveré en media hora más o menos —prometí al levantar el vuelo—. No os preocupéis, no pienso abandonaros.>