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Di un giro brusco a la derecha y me arañé el vientre con una rama. Sorteé como pude las hojas y ramillas que interceptaban mi vuelo.

<Menos mal que he desayunado bien>, murmuré.

<¡Tobías! ¡No sigas! ¡Te vas a dar de frente con las camionetas! ¡Hay hombres armados en la parte de atrás!>

<¡No me queda más remedio! —repliqué—. ¡Estoy al límite de mis fuerzas, y si paro ahora el helicóptero caerá sobre mí!>

<Bien, en ese caso habrá que deshacerse de los francotiradores>, añadió Rachel sin inmutarse, como si lanzarse en picado contra un tipo armado fuese pan comido.

<Rachel, ¿te he dicho alguna vez que eres genial? —dije a Rachel y a continuación me dirigí a los hork-bajir—: Continuad corriendo en esa dirección. ¡No os detengáis por nada del mundo!>

Me alejé y empleé toda mi energía en ganar altitud hasta que conseguí remontar por encima de las copas de los árboles, donde Rachel planeaba con sus majestuosas alas de águila. Si quería ganar velocidad en la caída, debía subir muy alto. A lo lejos, entre los huecos de los árboles, asomaban de tanto en tanto las dos camionetas, pegando botes y levantando polvo en su carrera desquiciada por detener a los fugitivos. Con tantos baches, los dos hombres, armados cada uno con una pistola y apostados en la parte trasera de las camionetas, se tambaleaban sin cesar y tenían que sujetarse con fuerza para no caer. Quizás eso les impidiera dispararnos, al menos por el momento. Era nuestra oportunidad.

<Tú a por el de la izquierda. ¿Lista?>, le pregunté a Rachel.

<¡Adelante!>, exclamó.

Nos lanzamos directos hacia los vehículos, al igual que los misiles de crucero, calculamos el punto exacto en el que la camioneta estaría en cinco segundos…, cuatro…, tres… Mi objetivo era un humano de mediana edad que bien podría trabajar en una ferretería o algo por el estilo. Aunque, en realidad, quien apuntaba el arma era el yeerk de su cerebro.

¡Dos segundos! El controlador me vio y frunció el entrecejo. Entonces se dio cuenta…

¡Un segundo! Alzó la pistola. ¡Dios mío! Aquellos dos cañones eran enormes. Saqué mis garras y las extendí por completo.

¡BAM! La bala me pasó rozando la cabeza. Por suerte sólo sentí la ráfaga de aire.

—¡Chhhiiieeerrr! —exclamé al atacar. El hombre cayó al suelo al tiempo que se tapaba la cara con las manos y gritaba fuera de sí.

Al instante, Rachel se abalanzó sobre el otro.

Y un segundo después aparecían los hork-bajir. Iban a chocar contra las veloces camionetas. Uno de ellos saltó y aterrizó de bruces en un lado del camino. El otro hork-bajir no reaccionó con la rapidez necesaria.

¡BUM!, la camioneta golpeó al hork-bajir que salió volando por los aires y aterrizó en una zanja llena de matorrales. ¡BAM! ¡BAM!, el tipo del que Rachel se había encargado disparaba a ciegas.

El primer hork-bajir se puso de pie, pero no echó a correr. Yo me encontraba muy cerca de él, lo suficiente para oírle repetir una palabra desesperado.

—¡Kalashi! ¡Kalashi!

<¡Muévete idiota!>, le grité al hork-bajir.

Las camionetas frenaron y levantaron una gran nube de polvo a su alrededor y, tras recorrer unos cuantos metros haciendo eses, lograron detenerse del todo. Entonces, de los dos vehículos empezaron a salir hombres armados hasta los dientes. Para colmo, aparecieron las motos.

¡BAM! ¡BAM! ¡BAM! ¡BAMBAMBAM!

El hork-bajir se quedó inmóvil. Levantó la vista para mirarme y dijo.

—¡No! ¡Mi kalashi! ¡Mi mujer!

<¿Mujer?>, repetí.

<¿Mujer?>, preguntó Rachel.

Creo que aquella era la última palabra que esperaba oír de boca de un hork-bajir.

<Dos segundos más y te habrán frito a balazos —le espeté tras recuperarme del shock—. ¡Corre, escapa, o estás perdido!>

Echó a correr.

Lo guié hasta un río que se encuentra medio escondido detrás de un grupo de árboles. Se metió al agua sin salpicar demasiado, para mi sorpresa, y se sumergió.

<Ha dicho «mujer» ¿verdad?>, le pregunté a Rachel.

<Sí, mujer>, confirmó mi amiga.