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<No vamos muy lejos. De hecho, sólo hasta el túnel de lavado de coches.>

<¿No me digas que están utilizando el túnel de lavado? Es increíble —se rió Rachel—. Hay que admitir que son ingeniosos.>

Volamos dejando un margen de separación entre los dos con el fin de alejar sospechas. Los ratoneros y las águilas, por regla general, no vuelan en manada como los gansos, por ejemplo. Por esa razón, nos manteníamos a unos noventa metros de distancia, aunque con nuestra poderosa visión y la capacidad de comunicarnos por telepatía nos parecía estar uno al lado del otro. Fuimos ganando altura, aprovechando las corrientes térmicas de la zona, y deslizándonos de una a otra. Bastaba con dejarse llevar hasta lo más alto de la columna de aire para después planear hasta la siguiente. Y así sucesivamente. Es una forma muy cómoda de volar. No avanzas muy rápido, pero tampoco te agotas.

Volar con Rachel bajo las panzas de las nubes resulta una experiencia fantástica. Sí, había perdido mi cuerpo humano, pero tenía alas. Y volar es…, bueno, estoy seguro de que también vosotros habéis fantaseado alguna vez con la posibilidad de hacerlo. Yo, desde luego, sí. Me veo sentado en clase, mirando por la ventana hasta el cielo azul, o tumbado sobre la hierba con la vista fija en lo alto y preguntándome cómo sería eso de tener alas y flotar entre las nubes, alejarse para siempre de los problemas de este mundo.

Volar es tan maravilloso como os imagináis. También cuenta con algunas desventajas, claro, es como todo. Sin embargo, si hace un día espléndido, y las hileras de nubes esponjosas dejan vía libre a las corrientes térmicas, no hay nada que lo supere.

<Oye, ¿dónde vamos? Creí que nos dirigíamos al túnel de lavado>, me recordó Rachel.

Me desperté de golpe. Miré hacia abajo y enseguida reconocí las carreteras y los edificios. Nos encontrábamos cerca del bosque, no muy lejos de la granja de Cassie.

<¿Cómo he llegado hasta aquí? —me pregunté—. Debo de haberme distraído. Lo siento. Es por aquí.>

Di un giro brusco a la izquierda y batí las alas con fuerza para ganar velocidad. Rachel no podía sobrepasar el límite de las dos horas, y ya habíamos perdido mucho tiempo. No podía creer que me hubiera despistado de aquella manera.

Durante un buen rato aleteamos sin parar.

<Um… Tobías, ¿soy yo que me estoy volviendo loca, o hemos vuelto al mismo sitio?>

Miré hacia el suelo. Tenía razón, habíamos vuelto al mismo lugar de antes, en el margen del bosque.

<Es imposible>, exclamé al tiempo que un escalofrío me recorría el cuerpo.

<¿Te has perdido?>

<¿Perderme? Pues claro que no —contesté—. Yo nunca me pierdo. Vamos hacia el sudeste y sé exactamente dónde estamos, pero yo no quería venir aquí.>

<¿Crees que ocurre algo raro aquí?>, me preguntó Rachel.

<Esto no tiene sentido —añadí—, yo me dirigía hacia…>

Y fue entonces cuando lo vi.

Sobrevolábamos la zona limítrofe del bosque, que separa la zona de cultivos, verde y bien recortada en cuadrados, de la zona forestal de olmos, robles y pinos de distintas clases. La frontera entre ambas zonas la marca una hilera de maleza que corre paralela a una valla de alambre caída.

Los árboles se extienden hacia la derecha desde la zona de cultivos hasta las montañas que se ven en el horizonte. Con mi visión de ratonero alcanzaba a ver la nieve en los picos de aquellas lejanas montañas.

Pero no fue eso lo que me llamó mi atención, sino un enorme roble que se deslizaba hacia un lado. Tal y como os cuento, se deslizaba, como si no tuviera raíces y lo hubieran puesto sobre un monopatín.

Y debajo de aquel enorme árbol se veía un agujero gigantesco.

<¿Qué demonios es eso?>, preguntó Rachel.

<No tengo la menor idea>, reconocí.

<El árbol entero… se está desplazando.>

<Y el agujero de debajo no es obra de la naturaleza —señalé—. Demasiado redondo. Parece hecho por el hombre.>

<Puede que no>, añadió Rachel en tono de misterio.

<¡Mira! ¡Hay algo debajo! Lo he visto moverse. ¡Va a salir! ¡Mira! ¡Está saliendo a la superficie!>

<Ya lo veo —replicó Rachel—. Pero ¿qué es? ¿Lo ves?>

Mi ángulo de visión era mejor que el de Rachel. Lo primero que vi fue una cabeza parecida a la de una serpiente con unos enormes cuernos apuntando hacia delante. A continuación, aparecieron unos hombros vigorosos y unos brazos con cuchillas en los codos y las muñecas. Los pies parecían de tiranosaurio y, para completar el cuadro, tenía una cola corta y llena de púas y más cuchillas en las rodillas.

Lo que salió de allí era una segadora asesina de dos metros.

<Hork-bajir>, contesté.