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Me llamo Tobías. Los otros animorphs no pueden hablar demasiado de su vida, yo sí, y es que, como no tengo una dirección fija, no pueden encontrarme. Vivo en el bosque, cerca de una pradera. Ése es mi territorio.

En él, la pradera, rodeada de árboles, debe de medir una hectárea de largo y la mitad aproximadamente de ancho y hacia la zona norte se extiende una hectárea de bosque.

Mi territorio, claro está, es también el hogar de otros animales: búhos, arrendajos, zorros, mapaches, y sin olvidar las hormigas y arañas, pero de ningún otro ratonero de cola roja aparte de mí.

Me llamo Tobías y soy humano, al menos en parte. Mi cerebro es humano casi en su totalidad, eso creo. Recuerdo cosas de los humanos, sé leer y utilizo el lenguaje humano para comunicarme. Además, casi todos mis mejores amigos son humanos, y vine a este mundo en forma de bebé humano, es decir, con brazos, piernas, pelo y boca.

Sin embargo, ahora tengo alas, garras, plumas y, en lugar de boca, un pico curvado con el que emito sonidos salvajes. Con los humanos, hablo por telepatía.

Aquella mañana, y sobre todo a aquella hora tan temprana, no vi a nadie cerca, mientras esperaba paciente, posado en la rama de un olmo seco.

Mantenía la mirada fija sobre la pradera. Conocía al milímetro las rutas y madrigueras de los ratones, ratas y conejos que habitaban en los alrededores y lo que podía suponer el más leve movimiento de una brizna de hierba.

Mis ojos de ratonero alcanzaban a ver lo que para un humano resultaría imposible de imaginar. Era capaz de distinguir la vibración, por mínima que fuera, de un tallo de hierba que al pasar producía un ratón.

Mi oído también era prodigioso. Captaba el ruido casi imperceptible que hacía el roedor al masticar una semilla.

El roedor se hallaba a unos veinte metros, un blanco fácil.

Extendí las alas muy despacio para que no me oyera. Aflojé las garras que me sujetaban a la rama y levanté el vuelo. Mis alas se prendieron en el colchón que formaba el aire y me deslicé en silencio hacia mi presa.

La hierba se agitó y vi un destello marrón que se movió con rapidez, aunque no lo suficiente. El ratón trataba de escapar.

Proyecté mis garras hacia delante y desplegué las alas para amortiguar el descenso, moví una ala para girar y caí sobre mi presa como una roca. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando me elevé para transportar mi presa a un lugar más seguro, choqué contra una revista descolorida que alguien había arrojado allí. El viento pasaba las hojas una a una. Anuncios, gráficos, fotografías del presidente con el dirigente de un país extranjero.

Entonces el viento cesó y la revista permaneció abierta por una página que mostraba la fotografía de una clase de chicos de mi edad. Algunos estaban aburridos y la mayoría prestaba mayor o menor atención al profesor. Sólo tres levantaban la mano, deseosos de contestar. Todo eso inmovilizado en una fotografía.

Era una clase como otra cualquiera. De hecho, me recordaba a las que yo había asistido. Yo sería uno de los que prestan atención, pero soy demasiado tímido para levantar la mano. Nunca he sido descarado, y menos todavía, agresivo. Para ser sincero, era el blanco preferido de los gamberros de mi clase, el que siempre recibe. En casa las cosas no eran mucho mejores, mi familia era un desastre. Siempre me habían tenido de aquí par allá, de casa de unos tíos a otros que ni siquiera tenían el detalle de acordarse de mi nombre la mitad de las veces.

Pero ese capítulo de mi vida había terminado.