27

De repente divisé a los tiburones merodeando por el recinto. No sé cómo, pero de alguna manera alguien los había alterado, o quizá la destrucción del recinto los había puesto nerviosos.

<¡Aquí vienen!>, advirtió Cassie.

Si alguna vez os habéis preguntado cómo es el miedo, os lo puedo describir: es una docena de tiburones martillo mirándote con esa mueca demoníaca que los caracteriza.

Se acercaban, pero lo mejor de todo era que no me importaba, quería pelearme, quería sentir dolor y quería infligir dolor. No era un tiburón tranquilo y sin sentimientos, sino un chico que había visto morir a su madre por segunda vez.

No esperé a que los tiburones se acercaran. Me impulsé con mi elegante cola y me lancé contra uno de ellos. Parecíamos dos coches a punto de chocar de frente.

Torcí mi cabeza de martillo y nadé un poco de lado, para después enderezarme. Mi enemigo intentó reaccionar, pero fue demasiado tarde. Cerré la mandíbula sobre su cuerpo con una fuerza capaz de cortar una pierna por la mitad, y le arranqué un trozo.

<¡Sí! ¡Sí! Ven a por más>, le incité eufórico.

<Marco, ¡para!>, me gritó Jake.

Me volví hasta quedarme con el vientre hacia arriba, me impulsé, volví la cabeza y le hinqué los dientes hasta arrancarle la parte superior de la cola.

<¡Marco! ¡He dicho que pares!>

De repente otro tiburón me golpeó como si quisiera apartarme de mi enemigo, que huyó despavorido. No creo que le quedaran muchas ganas de repetir.

Me volví hacia el tiburón que me había empujado.

<Soy yo, Marco —dijo Jake—, soy yo: se marchan, huyen, han perdido la señal que les mandaban desde el recinto.>

Me quedé allí mirándolo como embobado.

<Todo ha terminado, Marco, vámonos de aquí.>

Las ansias de sangre desaparecieron. Miré a mi alrededor y vi que se marchaban los últimos tiburones manipulados.

Del recinto sumergido salían enormes burbujas, y pequeñas explosiones sacudían el mar, como el eco de los golpes de martillo en el agua.

El holograma que escondía el recinto emitió un resplandor y desapareció al tiempo que escapábamos del horror más absoluto.

Vimos a Visser Tres, una cinta amarilla, que se alejaba zigzagueando.

Sentí un cosquilleo en el cerebro; estaba desapareciendo el chip de control. Ax había dicho que ocurriría cuando el ordenador del recinto decidiera que el juego había terminado.

Los yeerks eran buenos a la hora de destruir pruebas. Los chips de todos los tiburones se estaban deshaciendo. Ningún pescador encontraría jamás un tiburón con tecnología alienígena en la cabeza.

<Hemos terminado con ellos>, comentó Cassie.

<Espero que por lo menos Visser Uno no escape —añadió Tobías—, me gustaría pensar que se encuentra allí abajo ahora mismo, intentando averiguar cómo mantener la respiración.>

Era el tipo de comentario que yo habría hecho. Jake y Ax guardaron silencio. Sabía que Jake se lo diría a Cassie, y si no lo hacía él, lo haría Rachel. Todos lo sabrían, Jake, Rachel y Ax ya estaban al tanto.

Tenía el corazón destrozado y estaba llorando, a la manera que puede hacerlo un tiburón. Mis amigos lo sabían. Había perdido a mi madre una vez, y ahora la perdía de nuevo, a menos que…

Me vino la imagen del leeran nadando hacia ella. ¿Lo habría conseguido? No, era mejor no hacerse ilusiones. Nadamos hacia la playa, donde nos convertiríamos en humanos otra vez y regresaríamos a nuestras vidas; de vuelta a casa, a los deberes; de vuelta a decirle buenas noches a la foto de mi madre.

Pero nada volvería a ser ya lo mismo. ¿Cómo podría serlo? Todos lo sabrían.

Sentí que se me iba la fuerza. Me sentía exhausto y fracasado. Esperaba que alguien dijera algo bonito, algo tierno y reconfortante, algo que nadie le hubiera dicho al viejo Marco.

<Eh, he oído algo —dijo Rachel—, es mecánico, como… ¡eh! Es el sonido del submarino, el submarino transparente, oigo el motor.>

<Yo no oigo nada>, añadió Tobías.

<Viene de aquella dirección —indicó Rachel—, se acerca hacia mí.>

Yo tampoco oía nada, quizá Rachel se lo estaba inventando. Quizás estaba intentando darme una pequeña esperanza a la que agarrarme; no parecía algo que Rachel se pudiera inventar, pero hay cosas ocultas en ella que a veces nos sorprenden.

<Gracias, Xena>, le dije.

Si hubiera respondido «De nada» sabría que era una mentira, que no había escuchado nada, que sólo estaba intentando ser amable conmigo.

<¿Gracias por qué? ¿Por oír el submarino? ¿Por prestar más atención que tú, Marco? —replicó Rachel con ese tono burlón típico de ella—. ¿Sabes? Quizá la razón por la que yo oigo más que tú, Marco, es que yo no utilizo la mitad de mi cerebro para hacer chistes tontos y la otra mitad para reírme de ellos.>

Fue un buen golpe que me hizo reír un poco. No me importa que hagan chistes a mis expensas, siempre que sean divertidos.

¿Era cierto? ¿Habría conseguido mi madre llegar al submarino y escapar? No lo sé, y supongo que no estaba completamente seguro de querer que fuera verdad.

Si se había marchado… de verdad, marchado de verdad, entonces podría ser una persona normal de nuevo. Podía estar triste, y después de olvidarlo, podría ser libre; pero si ella estaba viva todavía y atrapada, entonces yo también lo estaba. Tendría que intentar salvarla, y seguiría estando prisionero de la esperanza.

<Te preguntaré esto sólo una vez más, y después se acabó, porque sé cómo te sientes cuando la gente siente pena por ti —me susurró Jake en privado para que nadie lo pudiera oír—. ¿Estás bien, Marco?>

Como siempre digo, creo que en la vida hay que tomar la decisión de vivirla como una tragedia o como una comedia, y yo hace tiempo que decidí elegir las bromas.

Y en aquel momento tenía que decidir si, en mi cerebro, mi madre estaba viva o muerta. De repente me vino una imagen a la cabeza, una imagen del futuro: yo estaba con mi madre, que era libre. Quizá falte mucho todavía pero podía verme con mi padre y mi madre, sentados juntos, hablando de lo que había ocurrido, de todos los secretos y la desesperación, del miedo, la rabia y la desesperanza. Lo recordaríamos todo.

Con el tiempo, poco a poco, dejaríamos de hablar de lo horrible que había sido y empezaríamos a hablar de cosas extrañas, raras: cosas de las que nos reiríamos y que para entonces habrían terminado.

Veréis, fue mi madre la que me enseñó que el mundo era divertido y, si está viva, quizá todavía llegue ese día en el que nos sentaremos juntos y nos reiremos de nuevo.

<Estoy bien, Jake —contesté—, y estaré mucho mejor cuando ella esté libre otra vez.>