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Con los implantes en la cabeza, Ax, Tobías y yo no podíamos transformarnos en algo pequeño, por lo menos no en insectos. ¿Cómo se supone que íbamos a pasearnos por el recinto sumergido sin que nadie se diera cuenta?

—Creo que nunca pasaríamos inadvertidos con forma de lobos —comenté—, necesitamos convertirnos en algo que vuele. La cabeza de pájaro es sin duda lo bastante grande para los aparatos de control. Después de todo, Tobías no ha experimentado ningún problema al recuperar su cuerpo de ratonero. Además la gente no suele mirar hacia arriba.

Unos minutos más tarde, me había transformado en águila pescadora, Ax era un aguilucho y Tobías era Tobías. Estábamos empapados y un pájaro mojado no es feliz, os lo puedo asegurar.

Levantamos el vuelo, sin que nadie nos viera, hasta llegar al techo del recinto. Estaba hecho de amplios travesaños de acero, como el techo de la tienda Toys «Я» us. Tenía una pequeña curvatura, probablemente para ayudar a mantener el peso de la presión del agua.

Desde allí arriba veíamos todo el recinto. Había tres muelles idénticos a aquel en el que habíamos estado. Uno cobijaba al submarino transparente; no había nadie dentro, sólo un par de taxxonitas limpiándolo.

Vimos dos edificios separados por el muelle central. Los edificios era idénticos: rectángulos sin ventanas y pintados de blanco, como almacenes. Había otros edificios más pequeños alrededor. Parecidos a los que se utilizaban como aulas prefabricadas.

<Craso error —apuntó Tobías—, no tienen ventanas. Supongo que nunca pensaron en vigilar; las únicas ventanas que tienen dan al agua.>

<Lo que nunca pensaron es que los enemigos llegarían hasta aquí; se supone que nadie escapa de los tiburones>, replicó Ax.

<Sea lo que sea lo que esté pasando, ocurre dentro de esos edificios —añadió Tobías—. Así que, ¿a cuál vamos? ¿Izquierda o derecha?>

<A la derecha>, respondí al instante.

<¿Por qué?>

No podía decirle que era el edificio que conectaba con la oficina grande y vacía que habíamos visto por la ventana, ni que ésta era la oficina de mi madre.

<Porque Jake atacará al otro —contesté—, y no podemos estar en el sitio donde él y los demás van a estar armando escándalo.>

<Vale, siguiente pregunta: ¿cómo entramos?>

<Con una precisión increíble>, afirmé.

Mientras calculábamos la situación, un taxxonita salió por una de las puertas retorciéndose y arrastrándose. Iba dándose con las paredes.

<Cuando se vaya el próximo taxxonita, entramos>, indiqué.

<¿Y qué hacemos si no se va?>, preguntó Ax.

<¿Los andalitas no creéis en la buena suerte?>

<No.>

<Yo tampoco. ¿Y en la esperanza?>

<Sí, en eso sí.>

<Bien, pues yo creo en Jake. ¿Lo veis por detrás del edificio de la izquierda? ¿El tigre? Creo que está a punto de…>

—¡Grrrroooooaaaarrrrr!

<… atacar.>

Era el rugido de un tigre, un estruendo que podía hacer a los adultos desear meterse en la cama con sus ositos de peluche y taparse la cabeza con la manta.

La reacción del taxxonita que estaba en la puerta fue instantánea. Decidió ir a echar una mano.

<Venga tíos, ¡es nuestra oportunidad!>, exclamé. Liberé la presión de mis garras sobre el travesaño de acero, plegué las alas para ganar velocidad y me dirigí hacia la puerta. Abrí las alas, ajusté la cola y me lancé por encima del taxxonita que avanzaba con dificultad, pasándole a unos setenta kilómetros por hora.

Yuu-huuu! ¡Si es hasta divertido!>

Un aguilucho y un ratonero me seguían a pocos centímetros por detrás. Pasamos al distraído taxxonita sin que nos viera. Flanqueamos la entrada a una velocidad de vértigo y fuimos a dar a un largo pasillo cuyo extremo final se acercaba muy deprisa, ¡demasiado deprisa!

<¡Cuidado!>

<¡Tuerce!>

<¿Dónde?>

<¡La puerta! ¡Ahora!>, chilló Tobías.

Plegué las alas y me metí por una puerta abierta en un lateral, raspándome el lomo y el ala derecha con el marco de la puerta.

Una habitación, un escritorio, una silla y ¡paredes! Abría las alas para aminorar la velocidad, pero no fue suficiente.

<¡A la izquierda!>, gritó Tobías.

Di un brusco giro a la izquierda y me colé por una segunda puerta que daba a otra habitación casi por completo oscura. Ya no iba a setenta kilómetros por hora, sino a unos veinticinco, pero os lo aseguro, volar a veinticinco kilómetros por hora en una habitación oscura donde no puedes ver las paredes es toda una experiencia.

<Tratad de volar en círculo —sugirió Tobías—, en un círculo más pequeño, bajad en espiral, ¡preparaos para aterrizar!>

¡PAAFFF!

¡PAAFFF!

¡CRASH! Golpazo…

Ax cayó contra el escritorio, Tobías en el suelo y yo en una papelera de metal que había salido rodando conmigo dentro.

<¿Estamos todos bien?>

<Me he golpeado todo el cuerpo —respondió Ax con calma—, pero estoy vivo.>

<Yo también —añadí, sopesando la cola dolorida—. Creo que me he roto la cola.>

<¡Dios mío! Es la última vez que vuelo por un edificio con dos novatos como vosotros>, replicó Tobías.

<Será mejor que recuperemos nuestras formas naturales —sugerí—, no hay nadie alrededor y ni Ax ni yo podremos seguir volando con este cuerpo de pájaro tan destrozado.>

Con mi excelente oído de águila pescadora, podía reconocer ruidos de destrucción y estropicio, que venían de algún lugar de fuera.

<¿En qué creéis que se ha transformado Rachel? —preguntó Tobías—. ¿En un elefante o en un oso?>

<Se convertiría en los dos a la vez si supiera cómo hacerlo>, contesté.

Me transformé en humano lo más rápido que pude. Con tantas metamorfosis en un espacio de tiempo tan breve, me empezaba a sentir agotado. Tobías se transformó en su forma humana y Ax recuperó su cuerpo de andalita.

—¿Sabéis? A veces pienso que somos como los tres payasos de la tele —comenté.

<¿Qué es un payaso?>, preguntó Ax.

—Es un tipo lo bastante idiota para adentrarse en una fortaleza de los yeerks, que viste pantalones de ciclista y se hace acompañar por un hombre ciervo que viene del espacio y un niño pájaro que come ratones. Eso es un payaso.

Guié al grupo hasta salir de la habitación oscura. Ax venía detrás, con la cola en guardia y Tobías caminaba de forma extraña cerrando el grupo. Le cuesta acostumbrarse a ser humano otra vez.

—No me puedo creer que haya pasado casi toda mi vida con estos ojos de humano tan débiles —gruñó—. Los humanos estáis ciegos.

—¡Shhhh!

Llegamos hasta un pasillo muy iluminado. Me llevó un segundo averiguar qué dirección tomar. Al final había una puerta diferente de las demás, con un símbolo dorado, como un sello presidencial.

—Por ahí. ¿Ax? Si alguien se asoma por cualquiera de estas puertas… —dejé la frase a medias; Ax sabía muy bien lo que tenía que hacer. Giró la cola por la parte de la cuchilla, dejándola en alto.

Avanzamos deprisa por el pasillo y al llegar a la puerta, giré el picaporte y la abrí.

—Entra —me invitó una voz.

Me quedé helado. Asomé la cabeza por la puerta abierta mientras mis amigos se agazapaban detrás de mí.

—He dicho que entres —ordenó la siniestra voz—. Nunca me hagas repetir una orden, no vivirás para oírla por tercera vez.

Obedecí, cerré la puerta enseguida detrás de mí, para que no pudiera ver a Tobías ni a Ax. Me dirigí despacio hacia el escritorio que había en el centro de la habitación y cuando llegué, me paré delante, enfrente de ella, de mi madre.