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Al día siguiente había un titular enorme en el periódico sobre un terrible accidente en el Acuario Mundo Oceánico. Habían desaparecido dos vigilantes y varios peces.

El único vigilante que quedaba contó una historia extraña sobre una criatura medio ciervo medio humano. El portavoz del acuario había dado a entender más o menos que los vigilantes se habían emborrachado y que habían disparado sin control, provocando así la ruptura del túnel.

Salió hasta en las noticias de la tele. La CNN mandó incluso un equipo para cubrir el accidente.

El lunes le entregué a la profesora un trabajo de cinco páginas de tonterías superficiales sobre el libro. Lo escribí en el autobús. El jueves me lo devolvió con un suficiente bajo. La profesora había escrito: «Vale, Marco, ¿y si intentas leerte el libro?».

¿Qué puedo decir? Algunos profesores se lo tragan.

Habíamos decidido no volver a la isla Royan hasta el fin de semana. Escaparse por la noche implicaba demasiado riesgo y si nos pillaban y castigaban, tendríamos que dejar todo el asunto por un tiempo.

Ya no me preocupaba lo que pensaran los otros sobre mi vergonzosa huida. Me parecía que con lo que había hecho en el acuario estábamos en paz y, de alguna forma, sentía que había perdido un poco el miedo a los tiburones. Más o menos, porque sigo pensando que no hay que descuidarse con esos animales.

Lo que me obsesionaba entonces era su ADN en mi cuerpo. Quería transformarme en tiburón, quería ser él y saber qué se sentía siendo tan implacable y tan frío.

Soñé con ello dos veces. En ambos sueños era un tiburón, sólo que con mi propia cara, y siempre había alguien haciendo algo horrible, no recuerdo qué, sólo recuerdo pensar: «¡Qué horror!». Pero, en mi sueño yo era un tiburón, así que por muy horrible que fuera, yo estaba a salvo.

Ojalá pudiera recordar qué era aquello tan terrible. Quizás era alguien a quien estaban matando. Una voz de mujer decía continuamente: «Ayúdame, ayúdame». Eso es todo lo que recuerdo, pero era un lío, porque a veces la voz empezaba a gritar: «Ayúdale, ayúdale».

El jueves, después del colegio, estuve dando vueltas. Fui al gimnasio, a la piscina, y no había nadie. El equipo de natación debía de haber ido a otro sitio, o quizá se estarían afeitando las piernas y las cabezas, a saber.

Es una piscina cubierta, huele a cloro y a moho; es uno de esos lugares que te hace temer lo del pie de atleta. Las paredes del interior de la piscina son de baldosas blancas y el fondo de baldosas azul oscuro. Hay dos trampolines, uno más alto que el otro. En una de las paredes hay unas ventanas altas, pero casi toda la luz que tiene es artificial. Hay luces como los faros de un coche dentro de la piscina, pero aun así siempre parece oscura.

Sabía lo que iba a hacer, y sabía que era una tontería, pero también sabía que si no lo hacía aquí lo haría en algún otro lugar estúpido, como mi bañera, por ejemplo.

Fui a mi taquilla del gimnasio y me puse los pantalones cortos. Después eché otro vistazo a la piscina. Nadie. Nadie en las gradas, nadie en el agua, ni un alma.

—Esto es de locos, Marco —me dije al tiempo que me tiraba al agua, en la zona de más profundidad—. Así que ten cuidado —me respondí.

»Estás hablando contigo mismo, Marco, ¿te das cuenta? —me contesté a mí mismo.

Empecé a hacer aquello que tanto había deseado desde el domingo. Me concentré en el tiburón, me hice una imagen mental, lo vi persiguiéndome por el túnel de plástico. Recordé el momento en el que toqué su piel áspera para adquirirlo. Y entonces, muy despacio empecé a notar los cambios.

Veréis, los tiburones no tienen huesos, sólo cartílagos, y por eso mis huesos empezaron a disolverse, todos, los de los brazos, los de las piernas, las caderas e incluso la columna vertebral.

Podía ver a través del agua, hasta los pies, que resaltaban contra el azul intenso del entorno. Empezaron a estirarse, los dedos se alargaban más y más, hasta que cada uno era un pie en sí mismo. Después, les tocó el turno a las pantorrillas, que se estiraron como el chicle. Me llevé un shock tremendo cuando toqué el suelo de la piscina.

Algo le estaba ocurriendo a mi espalda, sentía que algo me crecía allí, y se hacía cada vez más grande; se estaba formando a partir de los huesos disueltos.

Me pude tocar la espalda con los dedos todavía humanos de la mano y toqué algo triangular, ¡la aleta dorsal! Entonces noté un picor en la boca, que cada vez se iba haciendo más intenso, era casi como un dolor de muelas. Se me estaba llenando la boca de dientes de tiburón. Entonces…

—¡Eh, tú, sal pitando de la piscina, tío!

Oí el ruido de un chapuzón, después otro. Me di la vuelta, había dos cabezas que venían hacia mí. Dos pares de fornidos brazos batían el agua. Drake y Woo, dos completos idiotas, dos bravucones redomados. Lo peor de todo es que además eran excelentes nadadores del equipo del colegio, por lo menos Drake. Woo ni siquiera eso; tenía el coeficiente de inteligencia de un mosquito.

—Sal de la piscina, chaval —me soltó Woo.

—No hagas que te saquemos a patadas, Marco-rrones —secundó Drake.

Debería haberles tenido miedo a ellos, pero lo que me preocupaba realmente era que se pusieran a bucear. Si lo hacían verían que no era lo que se dice normal. Supongo que desde la superficie probablemente pensarían que mis piernas y dedos demasiado largos eran fruto de la distorsión del agua.

Detuve la transformación para recuperar mi forma humana. ¡Había sido un idiota!, aquello era lo menos que me podía pasar. Jake me mataría si se enterara. Quería terminar el proceso lo antes posible, ya había perdido el contacto con el suelo de la piscina.

Entonces Woo se tumbó de espaldas en el agua, levantó una pierna y me dio una patada justo en el pecho. Yo no lo había visto venir, así que no pude parar el golpe.

—Te dijimos que te salieras —exclamó Drake—, ahora vamos a tener que machacarte por chulo, a menos que saques tu pobre culo del agua ya.

Drake me estaba dando una oportunidad para que me saliera, todo lo que tenía que hacer era darme la vuelta y largarme, nada más.

—Sí, corre a casa con tu mamaíta, Marco-rrones —añadió Woo.

—No puede —dijo Drake con gesto compungido—. Su madre está muerta.

—¡Oh, pobrecito, qué pena me das! —empezó a hacer como si estuviera secándose las lágrimas—. Seguro que tu madre se fugó con algún tío.

Todo lo que tenía que hacer era largarme, pero no podía apartar la mirada del cuello de Woo. Veía sus arterias latir a los lados de su nuez.

—¿Qué miras? —me pregunto Woo—. Te mato como me sigas mirando así.

Pero Woo no se movió, y yo me quedé con las ganas.

—¿Qué le pasa en los ojos? —inquirió Drake—, mira qué ojos tiene, tío.

—¿Marco? —era la voz de Jake.

La expresión de Woo cambió, miró por encima de mi cabeza. Acto seguido escuché unos pasos sobre las baldosas.

—¿Qué pasa, Marco? —preguntó Jake como si no pasara nada.

—¡Oh! ¿No es precioso? —interrumpió Drake—. Papá Jake ha venido para rescatar a nuestro pequeño Marco-rrones.

—No becesito tuh abuda —comenté dándome la vuelta para mirar a Jake con furia, a la vez que hacía una mueca tratando de esconder los dientes, que todavía me llenaban la boca y no me dejaban hablar bien. Noté un brillo de sorpresa en sus ojos. Mi amigo estaba preocupado.

—Déjalo, Marco —me pidió Jake.

Me di la vuelta de nuevo hacia Woo, todavía veía sus venas latiendo bajo la piel de su cuello. Sería tan fácil…

—Se ha metido con mi madre —repliqué.

—Él no es responsable de lo de tu madre —contestó Jake—. No le hagas pagar las culpas de otros.

No sé qué pensarían los dos bravucones de esta conversación, pero el caso es que estaban callados. Los ojos de Woo se movían de Jake a mí, y viceversa. Se le notaba confundido y preocupado. Los bravucones no están acostumbrados a que sus víctimas hablen y actúen como si fueran los fuertes. O quizás no le gustaba la forma en que seguía mirándole el cuello.

—Guarda tu venganza para los malos de verdad, Marco —sentenció Jake.

Recuperé mi cuerpo humano por completo; me picaba la boca a medida que aparecían mis dientes.

Salí de la piscina.

—¿Qué narices te pasa? —me recriminó Jake una vez fuera de allí.

—Nada de nada, Jake. Supongo que Woo era para mí sólo un pececillo. ¿A ti no te parece un pez? Porque a mí, sí —respondí encogiéndome de hombros y forzando una sonrisa.

No tenía ni pizca de gracia, pero era lo mejor que podía decir en ese momento. Jake me miró durante un buen rato.

—Quizá no deberías participar en esta misión, Marco.

—Jake, me tendrás que matar si quieres que no me acerque a la isla —contesté riéndome.