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<Vamos a dar una vuelta alrededor de la isla a ver qué encontramos>, sugirió Jake.

<Supongo que encontraremos peces —murmuré—. Cuanto más pienso en todo esto, más me pregunto si Erek no se habrá equivocado. En esta isla reina la tranquilidad.>

<No creo que un chee se equivoque mucho, la verdad —añadió Cassie—. Pero bueno, ¿por qué tenemos que preocuparnos por eso ahora? Vamos a nadar.>

Cassie salió disparada por el agua, y no pude evitar ponerme a perseguirla. Nadábamos a toda velocidad, saltábamos por encima de las olas, buceábamos hasta tocar el fondo y salíamos a la superficie. Nos comportábamos como niños de cinco años.

El agua era una fiesta, y a medida que avanzaba, la notaba cada vez más cortante. Me sumergí hasta lo más profundo, manteniendo la respiración durante varios minutos; me deslicé a ras del fondo arenoso, y miré hacia arriba. Desde allá abajo se vislumbraba el sol como una pelota lejana y saltarina, producto de la distorsión del agua.

Lancé una ráfaga de ondas de ultrasonido desde mi cerebro y me llegó de vuelta un increíble eco. Mis ondas habían rebotado en los peces, la playa, en las rocas que se apilaban en el fondo; también habían rebotado en Ax, y su forma de tiburón inquietó la tremenda felicidad de la que gozaba hasta entonces mi mente de delfín.

«Tienes que superarlo —me dije a mí mismo—. Es Ax, no un tiburón de verdad. Olvídate de los tiburones, como si no existiesen».

<Bueno, vamos a centrarnos un poco —intervino Jake, intentando poner un poco de orden en nuestro juego alocado—. Mantened la playa a vuestra izquierda y demos una vuelta rápida alrededor de la isla.>

<¿Una carrera? —preguntó Tobías—. ¡Eso estaría muy bien!>

En mi cerebro escuché a Cassie reírse.

<Ya veo, Tobías, que has perdido el miedo al agua, ¿eh?>

<Es un poco difícil temer algo en este estado de felicidad —respondió—. Ha merecido la pena, es genial, como si estuviéramos volando pero en un aire más espeso. Venga, ¡os echo una carrera!>

Salió disparado y el resto lo seguimos. Ax venía detrás, más despacio. Quizás a su cerebro de tiburón no le gustan los delfines, igual que a los delfines no les gustan los tiburones. No sé. No me importaba, ¡estábamos echando una carrera!

Nos sumergíamos hasta el fondo, después cambiábamos de dirección y salíamos de golpe a la superficie para tomar aire. Así una y otra vez, impulsándonos con la poderosa cola para conseguir la máxima velocidad posible.

Íbamos disparados por el agua, a ver quién era el más rápido.

No había emitido las vibraciones en bastante rato así que, al virar lancé unas sondas; la imagen que me fue devuelta me hizo pararme en seco en el agua.

<¿Qué es eso?>

<¿El qué?>, preguntó Jake.

<Envía unas ondas>, le murmuré.

Escuché como todos lanzaban ráfagas de ondas, como una pistola.

<¡Guau!>

<¿Qué pasa? —preguntó Ax—. ¿Sentís algo?>

<¿Qué es eso?>, intervino Cassie.

<No tengo ni idea, pero no es normal, te lo aseguro>, respondió Tobías.

<Vamos a ver —sugerí—, esto de los ultrasonidos tiene sus límites.>

Nos dimos la vuelta y nos dirigimos mar adentro, alejándonos de la isla. Lo que habíamos detectado tenía superficies duras y bordes afilados, y era gigante.

De nuevo era nuestro cerebro de humano el que tomaba las riendas, por lo menos el mío, porque supongo que sabía que aquello era a lo que Erek se refería y, si esa parte de la historia era cierta, quizá también lo era el resto. Quizá mi madre se encontraba allí, en aquel lugar de superficies duras y bordes afilados.

Habíamos descubierto el lugar que buscábamos y allí, a sesenta metros de profundidad, no había más que algas marinas, rocas punzantes y bancos de peces plateados.

Lancé otra ráfaga de ondas y según mi posición, tenía que haber una estructura gigante de algún tipo bajo el agua delante de mis narices.

<Es el truco de Erek —comenté—. Están usando el mismo truco de los chee, el holograma, en este caso uno del fondo marino, para que los buceadores que pasen por aquí no lo vean, ni tampoco los aviones, aunque sea un día soleado.>

<Sí, pero ¿es sólo un holograma o un campo de fuerza como el que tiene Erek?>, preguntó Jake.

<Se necesita un montón de energía para mantener un holograma de este tamaño —observó Ax—. Para conservar un campo de fuerza en el agua es necesario un nivel de energía como el de una nave cúpula.>

<Sólo hay una forma de averiguarlo —profirió Rachel—. Vamos.>

Nos dirigimos hacia el sitio donde aparentemente no había nada más que un fondo marino normal y corriente. Nadamos unos quince metros y de repente todo cambió. Era como si estuviéramos metiendo la cabeza en una pantalla de cine y viéramos el escenario por detrás. Allí, a menos de quinientos metros de la mansión de la isla Royan, y a unos sesenta bajo el agua, había una estructura de tonos rosados, construida a un lado de una colina submarina.

Tenía tres grandes entradas, cada una lo bastante grande para que pudiera pasar por ella un camión de la basura. Dos estaban cerradas con puertas de acero, la tercera estaba abierta, y daba paso a un túnel oscuro.

Entre las entradas había dos ventanas circulares cubiertas de cristal convexo o de plástico. A través de una de las aperturas transparentes se veía con absoluta claridad un grupo de humanos trabajando en una sala de ordenadores. Todo parecía normal, como una oficina de ingenieros al estilo de Dilbert, salvo por el pequeño detalle de que se encontraba bajo el agua y porque había varios hork-bajir montando guardia.

Había un par de esos alienígenas, de unos dos metros de alto, con sus cuchillas saliéndoles de las muñecas, codos y rodillas, pies de tiranosaurio, cabeza de reptil coronada por dos o tres cuernos con cuchillas afiladísimas y una cola plagada de púas, y en cuya mente habitaba un yeerk.

Yo había conocido antes a hork-bajir libres y eran bastante tiernos, a pesar de que su físico daba miedo. Pero aquéllos de allá abajo eran controladores, igual de despreciables que los controladores humanos.

Por la segunda ventana no vi nada más que una habitación con una mesa y un par de sillas.

<Bueno, pues hemos llegado —observó Rachel—. Ahora todo lo que tenemos que hacer es averiguar qué es lo que se traen entre manos.>

<Necesito aire.> Subí a la superficie para llenar mis pulmones; los demás hicieron lo mismo, excepto Ax, cuyas branquias le dejaban respirar bajo el agua.

Nos quedamos un momento en la superficie; quería mirar alrededor y ver el mundo normal, supongo, sentir el aire.

<Está claro que se trata de una instalación de los yeerks —comentó Jake—. Vi a los hork-bajir.>

<Si tuviera mis ojos —añadió Tobías— podría ver lo que hay en los monitores.>

<Bueno, quizá podamos dar unas cuantas vueltas alrededor —sugirió Cassie—. Esas tres entradas gigantes están allí por alguna razón, tiene que haber algo que salga y entre de ese lugar.>

<Perdonad.> Era Ax, estaba todavía allá abajo.

<Sí, Ax, ¿qué pasa?>, preguntó Jake.

<Hay unos peces que parece que se dirigen hacia vosotros.>

<Vale, estoy seguro de que no hay por qué preocuparse —sin embargo, algo me decía que preguntara más detalles—. ¿Son grandes, Ax-man?>

<Sí, tan grandes como yo, y tienen una forma extraña.>

<¿Cómo de extraña?>

<La cabeza… la tienen plana por delante, pero se extiende hacia los lados. Y tienen ojos al final de cada extensión lateral y aletas como las mías.>

Me llevó unos segundos procesar la imagen que me había dado en palabras. Un pez grande con una aleta dorsal y una cabeza que… Se me paró el corazón de delfín.

<¡Peces martillo! —grité—. ¡Peces martillo!>