8

Salimos de Los Jardines en dirección al mar. Todos estábamos de buen humor, a excepción quizá de Tobías.

<Parece que no le ha pasado nada al delfín —señaló Cassie—. Tenía cortes superficiales, así que el veterinario le hará una cura y le dará un antibiótico preventivo, supongo, por si acaso.>

<Bueno, mientras el delfín se encuentre bien… —añadió Tobías—. Es lo único que cuenta.>

<¿Vas a seguir tan sarcástico todo el día?>

<Pues sí, voy a seguir tan sarcástico todo el día, casi me ahogo y ahora estoy a punto de convertirme en aquello que casi me ahoga. Sí, voy a seguir siendo sarcástico hasta nuevo aviso.>

Supongo que es estúpido, pero volví a sentirme bien por el mal humor de Tobías, me distraía de mis propias preocupaciones. Meterme con Tobías me ayudaba a no tener que pensar en que me iba acercando al lugar en el que se encontraba mi madre.

<¿Sabes? —comenté pensativo—, podías hacer ese espectáculo regularmente en Los Jardines. Imagínate, el ratonero y el delfín, una especie de rodeo de delfines. Deberías pensártelo.>

<Oye, Marco, no olvides que eres una simple gaviota, que es casi como ser una paloma, y yo soy un ratonero —replicó Tobías—. Si vas a seguir pinchándome, estaré encantado de mostrarte la diferencia en una pelea aérea.>

<Un rodeo de delfines, sólo digo que tiene posibilidades.>

Sobrevolamos la playa con su espuma blanca, hasta meternos de lleno a volar en las azules y brillantes aguas. Era un día cálido y el mar estaba tranquilo. No habíamos encontrado ninguna de esas enormes corrientes térmicas que tanto le gustaban a Tobías, pero tampoco era un aire muy débil.

Casi de inmediato avistamos la silueta desigual de la isla Royan, pero todavía nos quedaban unos treinta minutos más de duro vuelo hasta alcanzarla.

No tenía mucha playa, supongo que por eso la isla nunca se ha convertido en un destino turístico. Era un lugar lleno de pinos atados, quizá debido a los vientos del océano, y de hierba salpicada de flores silvestres. En uno de los extremos de la isla se encontraba una mansión rodeada de pequeños edificios. Había un muelle en una zona pequeña y protegida, donde se podía ver amarrado un flamante yate a motor.

<Así que ésa debe de ser la casa del señor Royan, ¿no?>, predijo Rachel.

<No, el Royan original fue un contrabandista de licores allá por los años veinte. Según la guía turística, esa casa pertenece ahora a la familia Márquez, quienquiera que sea.>

<Aterricemos lo más lejos posible de la casa>, sugirió Jake.

Nos posamos en un grupo de árboles que protegían una playa llena de troncos a la deriva. Había un par de latas de cerveza y Coca-Cola semisepultadas por la hierba, como si nadie hubiese pasado por allí en mucho tiempo.

Todos cambiamos de forma, excepto Tobías, que se mantuvo como estaba para cubrimos por el aire.

<Hay gente en la casa —nos informó—. Un vigilante apostado en el tejado, otro en el muelle, y ambos llevan armas escondidas.>

Volvió volando hasta alcanzamos, se posó en un tronco medio podrido y comenzó a retocarse el plumaje.

<Menos mal que contamos con tu vista de ratonero>, comenté.

<No trates de arreglarlo —respondió de mejor humor—. Con que un rodeo para delfines, ¿eh?>

—El que haya vigilantes no quiere decir nada —opinó Rachel—. Quienquiera que sea el dueño de esa casa posee tanto dinero que se puede permitir el lujo de tener vigilantes.

—Según Erek, lo que estamos buscando está debajo del agua —observó Jake—. Deberíamos empezar a movemos y averiguar qué hay allí abajo, si es que hay algo.

»Sí, venga, hay que transformarse en delfín. Ax, tú, ya sabes, en tiburón —Jake miró a Ax, y después bajó los ojos a sus pezuñas—. Tenemos que borrar las huellas de las pezuñas en la arena, puede que un yeerk las reconozca.

—Por supuesto, príncipe Jake.

—Con Jake a secas vale —aclaró éste con toda la paciencia del mundo.

Nos metimos en el agua hasta que nos llegó por la cintura. Sentía la arena entre mis dedos, agitada por la corriente. Tobías bajó y se posó en el hombro de Rachel.

—Venga, vamos a convertimos de una vez —dijo Rachel con impaciencia.

Let’s get fishical, fishical[1] ——canturreé, haciendo un juego de palabras.

—¿Esa música no es de Olivia Newton-John? —preguntó Rachel—. Ya veo que has vuelto a escuchar la emisora de radio de nuestros abuelos.

—Pues anda que tú, que te sabes quién la canta…

—Mi madre es la que controla la radio en el coche —se defendió Rachel sintiendo un pequeño escalofrío— y aún se pregunta por qué nunca quiero salir con ella.

—¿Y si nos concentramos y nos ponemos manos a la obra? —preguntó Jake perdiendo la paciencia.

—En cualquier caso, los delfines no son peces, son mamíferos —explicó Cassie.

<Jo, ¿por qué no os calláis todos y empezamos de una vez?>, protestó Tobías.

—Está tenso, muy tenso, toma demasiados ratones altos en cafeína —comenté al tiempo que le guiñaba un ojo a Cassie.

Yo ya me había transformado en delfín antes, así que sabía lo que me esperaba. Sin embargo, no hay nada que le quite a uno la extraña sensación que se produce en cada transformación.

Me concentré en el delfín y, casi al instante, perdí las piernas, que parecían haberse juntado en una sola, como si alguien las hubiera pegado rabiosamente con Super-Glue. Agité los brazos a toda velocidad para no perder el equilibrio, y fue entonces cuando mis pies empezaron a transformarse y a moverse muy deprisa.

¡SPLASH! Caí de bruces al agua. Abrí los ojos y observé mi cuerpo; lo que os había dicho, cada transformación es diferente y, por alguna razón, aquella vez me estaba transformando empezando por los pies hacia arriba. La mitad inferior de mi cuerpo era ya casi puro delfín.

—¡Dios mío! ¡Soy una sirena! —exclamé, pero como me encontraba bajo el agua, todo lo que oyeron los demás fue—: Glub, glub, glub, glub.

Mis pies se convirtieron en un rollo de goma gris. Mientras lo miraba, el rollo se desenroscó y adquirió forma de cola. La goma gris se extendía por mi cuerpo como la marea, pero todo ocurría demasiado despacio y no podía aguantar más sin tomar aire.

Empecé a mover mis torpes brazos humanos, como si fueran aspas de un molino, para poder sacar la cabeza del agua y, cuando lo conseguí, contemplé el insólito espectáculo de la mutación de Tobías. Sus plumas de ratonero fueron reemplazadas por una piel gris y su pico se alargó hacia fuera de golpe, convirtiéndose en el morro sonriente de un delfín. En ese momento volví a sumergirme sin querer. Mis brazos se estaban arrugando y se me pegaban todos los dedos, hasta que me creció una funda de la misma goma gris y se me formaron las aletas.

Un cosquilleo en la nuca me advirtió de que, aunque estaba boca abajo en el agua, podía respirar a través del orificio que se me acababa de formar.

De repente, me cambiaron los ojos y el agua salada, que antes me escocía y no me dejaba ver con claridad, se hizo mucho más transparente, casi como la de la piscina, y pude entonces reconocer a los demás, que ya eran delfines por completo, aunque todavía quedaba algún indicio humano. Las aletas de Jake todavía tenían unos dedos rosados sobresaliendo y Cassie conservaba la boca humana. Mientras la estaba observando se le formó una protuberancia y apareció la sonrisa dentuda típica de los delfines.

Como podéis imaginar, Tobías no mostraba características de ser humano. Lo último que le quedaba por convertir era su roja extremidad: tenía plumas rojizas saliendo de la cola de delfín, pero en cuestión de segundos aquellos últimos rasgos de pájaro desaparecieron y pasamos a formar una manada de delfines como está mandado. Todos menos Ax.

A Ax lo habíamos rescatado de una nave-cúpula hundida en el fondo del mar tras un ataque sorpresa de los yeerks. Había pasado allí bastante tiempo, así que había adquirido una forma que le había parecido útil en aquel momento, la forma de un tiburón.

Entonces empecé a notar el cerebro de delfín. Los delfines poseen el cerebro de animal más divertido que conozco; la juerga es parte de su naturaleza y la vida es un juego permanente para ellos. Sólo les gusta comer pescado y jugar, y detestan a los tiburones, como yo. Veréis, la primera vez que me convertí en delfín, un tiburón casi me parte en dos, y eso es algo que no se olvida con facilidad.

«Es Ax —me repetía a mí mismo—, no un tiburón salvaje, sólo es Ax».

Pero aquella fiera me miraba con esos ojos muertos, como vacíos, que poseen los tiburones, y no pude evitar sentir un escalofrío, a pesar de mi carácter juguetón.