Si queréis volar alto y lejos, lo mejor es transformarse en ave de rapiña, pero si queréis ser capaces de llegar a cualquier sitio sin que nadie se dé cuenta, lo ideal es convertirse en gaviota. Como las gaviotas y las palomas están por todas partes, a nadie le llaman la atención, mientras que si aparece un águila de cabeza blanca todo el mundo levanta la cabeza.
Todos habíamos sido gaviotas en algún momento del pasado, excepto Tobías y Ax. Decidimos que Tobías ya tenía suficiente con convertirse en delfín, así que nadie le sugirió lo de transformarse además en gaviota, pero en el caso de Ax no había problema; Cassie tenía una gaviota herida en el granero, por lo que Ax pudo adquirir su ADN enseguida.
Volamos hacia Los Jardines, moviéndonos y comportándonos como las gaviotas. Reconocimos todos y cada uno de los restos de comida que nos encontramos por el camino: patatas fritas, cortezas de pan, trozos de hamburguesas o envoltorios de caramelos; las gaviotas son tan buenas detectando basura comestible como los ratoneros avistando roedores.
<No me puedo creer que esté volando con gaviotas —se quejó Tobías—. Si los otros ratoneros me vieran volar con esta panda de animaluchos mediocres, me expulsarían de la hermandad de los ratoneros.>
La verdad es que Tobías no volaba exactamente con nosotros, sino mucho más alto, unos sesenta metros por encima, pero llevaba tanto tiempo siendo un ratonero que se sentía tan identificado con los pájaros de su especie como con los humanos. Tobías respeta y teme a las águilas doradas y a los halcones, porque ambas especies atacan a los ratoneros de vez en cuando, pero desprecia por completo a las palomas, las gaviotas y, sobre todo, a los cuervos.
Creo que tiene que ver con la tendencia natural de esos animales a agruparse; Tobías es un solitario, no lo puede evitar.
Divisé Los Jardines un poco más adelante. Era fácil ya que la montaña rusa mide unos diez pisos, y vi otras gaviotas volando en círculos sobre el parque de atracciones y el zoo.
<Eh, nuestros hermanitos y hermanitas nos esperan>, comenté.
<Seguramente ya se han acabado toda la comida aceptable>, protestó Rachel.
Estaba bromeando, espero.
Seguimos la brisa y empezamos a descender sobre el aparcamiento y las vallas. Pasamos la entrada, en donde hubiéramos tenido que pagar de haber sido humanos.
<¡Por aquí!>, grité emocionado, siempre he alucinado con los parques de atracciones.
Me encantan las montañas rusas o, por lo menos, así era antes de convertirme en animorph y descubrir emociones más fuertes.
<¿Por dónde?>, preguntó Jake.
<¡Por aquí!>, incliné las alas y giré hacia la izquierda, directo a la montaña rusa de madera. Los vagones estaban subiendo torpe y ruidosamente la primera gran cuesta.
Agité las alas y me lancé en esa dirección. En el primer vagón había dos chicos no muy diferentes de Jake y de mí, supongo.
Tenían los brazos levantados y se les veía preparados para la bajada. Volé hacia ellos y me posé en el pasamanos delantero, al tiempo que llegaban a la cima de la montaña.
—¡Guau! ¡Pájaros!
<Marco, ¿qué haces? —preguntó Jake—. No hemos venido a divertimos.>
Acto seguido se posó justo a mi lado; Jake se ha vuelto de un responsable insoportable últimamente, pero a veces sigue comportándose como mi viejo amigo.
—¡Fuera de aquí, pájaros! —gritó uno de los chicos.
Lo ignoramos y justo en ese momento el vagón inició la bajada y aumentó la velocidad por segundos. Me aferré al pasamanos con toda la fuerza de mis patas de gaviota.
<¡Yaaahhh!>, grité.
—¡Guaaaaaaaaaa! —chillaron los chicos.
Llegamos al final de la primera colina a toda velocidad y entonces otra vez a subir, más y más alto a doscientos kilómetros por hora y, justo cuando alcanzábamos la máxima velocidad, abrí las alas, el vagón siguió adelante y me lancé al vacío.
<¡Yupi!>, grité.
<¡Estás loco!>, me reprochó Jake, pero aun así me siguió. Los dos salimos disparados como si nos hubiera lanzado un cañón.
<¡Cuidado!> Había unos travesaños de madera blanqueada justo enfrente. Eran los soportes de la montaña rusa. Plegué las alas, giré ligeramente y me colé por un pequeño hueco entre los palos, justo para no estamparme contra ellos.
<Venga, ha sido estupendo, admítelo>, exclamé.
<Sí, ha sido genial.>
<Seguimos siendo los mismos de siempre, ¿verdad? Quiero decir que, a pesar de todo, no hemos cambiado, aunque haya ocurrido todo esto, ¿no?>
<Claro, Marco>, respondió Jake.
<No, quiero decir… —me di cuenta de que me había puesto serio, no sé por qué, pero quería que Jake me dijera que tenía razón. Era muy importante para mí—. Seguimos siendo los mismos de siempre y nada de lo que pase puede cambiar lo que uno es, ¿verdad?>
Volábamos uno al lado del otro hacia donde se encontraban los demás.
<Mira, Marco —contestó Jake agobiado—, yo no soy ningún filósofo, ¿vale?>
<Ya, bueno, pues yo soy yo, pase lo que pase —repliqué desafiante—. No importa cuántas veces me haya transformado ni cuántas batallas haya librado; pase lo que pase, seguiré siendo yo, y será mejor que todo el mundo lo acepte.>
<Marco —añadió Jake riéndose un poco— si eso te hace sentir mejor, para mí siempre serás un chalado.>
Tuve que reírme también.
<Gracias>, añadí.
Sobrevolamos la piscina de los delfines. Eran como suaves y grises torpedos formando estelas sobre el fondo azul.
<Esto va a ser interesante —apunté—. ¿Un ratonero en contacto físico con un delfín?>
No imaginaba cuánta razón tenía.