26

Supongo que alguien le contaría a Rachel y a Ax lo que aconteció en aquel lugar. Desde luego, no fui yo.

Llegué a casa y subí a mi habitación. Me quedé mirando al vacío un buen rato, hasta que mi madre nos llamó para bajar a cenar. Recuerdo que aquella noche no me entraba la comida.

Después de cenar, salí al patio, me senté en el viejo columpio oxidado de cuando tenía cuatro años y miré al cielo. Anochecía. Salieron las primeras estrellas. Me parecieron horribles; ellas tenían toda la culpa de mis problemas.

Al cabo de un rato salió mi madre. Se puso a mirar si el césped necesitaba agua, pero en realidad quería comprobar que yo me encontraba bien.

—¿Qué haces aquí fuera? ¿Filosofando, quizá?

—No. Nada.

Se rodeó el pecho con los brazos y levantó la vista hacia el cielo como yo.

—¡Qué noche tan bonita! Mira las estrellas.

—Ya.

—¿Te preocupa algo, hijo?

—Qué va.

—Bueno, espero que no te dé vergüenza contármelo, si es que hay algo que te preocupa.

—Sí, mamá. No pasa nada.

—Bueno —dejó escapar un suspiro—, supongo que tarde o temprano tenía que pasar. Ya eres mayor, y tu madre ya no está en la onda.

No lo dijo en tono de protesta, si no más bien como una broma.

—Debe de ser eso —añadí con una sonrisa—. Sí, será que me he hecho mayor.

—Sabes —continuó al tiempo que se encogía de hombros—, cuando tenía tu edad y estaba triste, mi madre, tu abuela, solía decir: «No sabes lo que es la infelicidad, sólo eres una niña». Como si los sentimientos de un chico fueran menos serios o menos dolorosos que los de un adulto.

—Probablemente es cierto —repliqué sin prestar demasiada atención.

—Te equivocas. No lo es —dijo mi madre convencida—. En bastantes aspectos, ser un chico es mucho más difícil que ser adulto. Tienes que enfrentarte con los mismos problemas: amigos, tentaciones, amor, odio… Sólo que un adolescente no dispone de las dos grandes armas que posee el adulto.

—¿A qué te refieres? —pregunté arqueando una ceja.

—Primero, la experiencia. No es que te haga más inteligente, pero al menos te permite pensar que ya has pasado por ésta y que has sobrevivido.

—Está bien, y ¿la segunda?

Mi madre me miró fijamente.

—Tú, Jake. Porque cuando estoy triste te miro y me consuela pensar que al menos no soy un adolescente.

Solté una carcajada, aunque sonó cansada y floja, pero algo era algo.

—En la tele están haciendo Expediente X. Antes te encantaba.

Al día siguiente, en el colegio, todavía me sentía mal. Me alegraba de que mis padres se preocuparan por mí, y de que trataran de comprenderme, pero no sirve de mucho porque para ellos todo es un problema de la edad.

¿Cómo me pueden ayudar a tomar decisiones de vida o muerte? ¿Cómo van a ayudarme si ellos mismos cometen errores?

¿Cómo van a ayudarme a tomar decisiones que ningún ser humano puede tomar sin equivocarse? ¿Cómo decidir qué hacer con Fenestre?

Busqué a Cassie. La cosa no había quedado muy bien entre los dos.

Al cabo de un rato comprendí que aquel día no había ido al colegio y, de repente, caí en la cuenta de dónde podía estar.

Me subí al tejado del edificio del colegio a la vez que maldecía entre dientes por faltar a la segunda hora. Presentía que aquello me traería consecuencias. Me transformé en halcón y salí de allí.

Fui hasta la casa de Gump, que resultó una pérdida de tiempo y una estupidez por mi parte, porque Cassie no se habría acercado al niño en las inmediaciones de la casa. Así que busqué el colegio más cercano y me dirigí hacia allí.

Los niños estaban en el patio. Uno de ellos se encontraba en la otra punta junto a un perro, o al menos eso pensaría todo el mundo, pero yo sabía que se trataba de un lobo.

El niño acarició al lobo y después se marchó junto a sus compañeros.

El animal lo siguió con la vista, saltó la valla y se encaminó hacia una zona de árboles.

<Cassie>, llamé.

Miró hacia arriba sorprendida. Me posé en el suelo y recuperé mi cuerpo de humano. Cassie también recuperó el suyo.

—Ése era Gump, ¿no?

—Sí.

—¿Qué le has dicho?

—Le he dicho que era un lobo parlante mágico, pero no se lo ha tragado, claro. Supongo que por la edad que tiene ya ha pasado esa etapa en la que creen en la magia.

—Sí, supongo que sí.

—Le dije que no volviera a ese foro nunca más. Le dije que… —le tembló la voz—. Le dije que nunca hablara de los yeerks con su padre. Le dije que no… —le falló la voz y a duras penas le salieron las últimas palabras—. Le dije que no se fiara de su padre.

Le rodaban higueras de lágrimas por la mejilla. Supongo que a mí también. Una de las cosas que Cassie y yo compartimos es que confiamos en nuestros padres, no como mucha gente.

—Lo que acabo de hacer es terrible —alcanzó a decir Cassie—. Es algo horroroso.

—Es lo mejor que podías hacer —la consolé—, y todo lo que estaba en tu mano. Supongo que es difícil luchar contra el mal sin hacer mal en el camino —tal vez en mi tono había algo de «ya te lo había dicho».

Cassie se marchó sin más. Dejé que se marchara. No siempre es posible arreglar las cosas.

Unos días más tarde se habló mucho en las noticias del incendio de una casa, no de una casa cualquiera, sino de la lujosa mansión de un multimillonario. Como podéis imaginar, se trataba de Fenestre, que resultó ileso. De hecho, no hubo heridos.

Me acordé entonces de mi advertencia. Sólo estaría a salvo dentro de esa casa, y ahora que se había quedado sin ella, las cosas cambiaban.

¿Habría sido fortuito el incendio? ¿O tal vez provocado? ¿Habría intentado alguien expulsar a esa criatura malvada de su santuario? De ser así, la lista de nombres era muy larga. Visser Tres, Cassie, uno de los otros o quizá yo.

Nunca lo sabréis.

He cometido muchos errores. A veces, he fallado; otras, he sido tonto. En ocasiones no hay una respuesta adecuada a los problemas que se presentan, pero ¿qué otra cosa puedes hacer sino seguir intentándolo? ¿Qué otra opción te queda?

Pasó una semana desde el incendio de la casa y entonces decidí acercarme a casa de Cassie.

Mi amiga estaba en el granero ocupándose de los animales heridos.

No le hice ninguna pregunta ni ella a mí tampoco. Le ayudé a entablillar la pata rota de un ciervo. Disfruté haciéndolo porque en aquella operación no había que pensar, no había dudas.

Al cabo de un rato, empezamos a hablar e incluso a reírnos. Después aparecieron los otros y pensamos en que podíamos ir a volar. Pero en lugar de eso acabamos ayudando a Cassie a sacar el estiércol del granero.

Los seis nos pusimos con la pala. Marco nos contó algún que otro chiste de los suyos. Ax intentó comerse un tierno pastel de vaca, y Rachel criticó el mal gusto de Cassie vistiendo.

Todo volvía a la normalidad.

De momento.