20

Aquella mole se movía con sorprendente facilidad. Me sentía como un gigante avanzando de puntillas.

Salí de detrás de los árboles. Intuía que la entrada al complejo de Fenestre estaba al otro lado de la carretera, pero no alcanzaba a ver la puerta. No veía nada que estuviera a más de quince metros de distancia, y sólo si se movía. Además, primero tenía que mirar con un ojo y después con el otro porque estaban separados por la descomunal mandíbula, aquel hocico kilométrico y el gran cuerno. Era como si mis ojos estuvieran en habitaciones separadas.

<Me vais a tener que guiar>, informé a mis amigos.

<Vete un poco a la izquierda —indicó Marco—. Eso es. Ahora sigue recto.>

Empecé a trotar y poco después a correr. Sentía la superficie dura del asfalto bajo mis pezuñas sorprendentemente sensibles.

<¡Puerta!>, gritó Marco.

Agaché la cabeza para colocar el cuerno en posición de ataque y aumenté la velocidad. La puerta era de barras metálicas, pero sólo las distinguí con claridad dos segundos antes de embestir.

Más de mil kilos de rinoceronte golpearon el acero templado.

¡BUUUM! Noté el impacto en mi enorme y huesuda cabezota y en mi espalda. Fue como si me hubieran golpeado con un martillo en la cabeza y no me importara lo más mínimo. Sentí el trompazo, pero el cuerpo del animal estaba acostumbrado a los golpes. Había sido diseñado para ello.

<¿Qué ha pasado con la puerta?>, pregunté porque apenas veía.

<¿Qué puerta? —contestó Marco—. Muy bien, sigue recto, muévete un poco a la derecha, grandullón.>

Me puse al trote moviendo con rapidez las cuatro columnas griegas que tenía por patas y pasando por encima de lo que había quedado de la puerta.

¡ScriiIIIIIIIIIT! ¡ScriiIIIIIIIIIT!

<Pero este tío ¿tiene todas las alarmas del mercado o qué?>, exclamó Tobías.

<Prepárate, alambrada número dos>, anunció Marco.

No aminoré la marcha. Lo siguiente era una simple alambrada hecha de uniones de cadenas. Todo lo que sentí fue un tirón en el cuerno.

<¿Dónde está la alambrada?>, pregunté.

<Acabas de atravesarla>, dijo Cassie.

<Impresionante. Vamos a conseguirlo>, exclamó Marco.

—¡Gourrrourrrowrr! —oí gruñir a los perros y los olí con claridad.

<¡Los perros!>, avisó Tobías.

Vi dos formas oscuras y difusas acercarse a toda velocidad hacia mí. Creo que intentaron morderme, no estoy seguro, pero el caso es que noté una pequeña rascadura en un lado.

—¡Auu! ¡Auu! ¡Auu! ¡Auu! ¡Auu! ¡Auuuuuuu!

<¿Y los perros?>, pregunté.

<Ah, los perros se marchan —me informó Marco entre risas—, y con el rabo entre las piernas.>

<Creo que me gusta este bicho —comenté—. ¿Qué viene ahora?>

<La última alambrada y después la puerta.>

<¡Cuidado! ¡Guardias! ¡Van a disparar!>

—¡Santo Dios! —oí que uno de ellos decía—. ¿Qué demonios es eso?

—¡Disparad!

Capté sus movimientos. Era como ver una película vieja en blanco y negro en una televisión mala. Parecían sombras, fantasmas moviéndose por un fondo borroso, pero sus movimientos me servían de blanco.

Me volví hacia ellos. El rinoceronte estaba furioso ante el posible peligro. Se sentía amenazado por aquellas sombras, y eso era un error.

¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!

El hombre ha disparado a los rinocerontes desde el principio de los tiempos. Desgraciadamente, hay gente lo bastante estúpida para creer que el cuerno del rinoceronte es medicinal, y gente sin escrúpulos para asesinar sin remordimientos a una especie en extinción. Pero no basta una pistola para matar a una bestia de ese volumen; se necesita un rifle de mucha potencia y alto calibre, no una pistola con un puñado de perdigones.

¡BANG! ¡BANG! Sentí una punzada en la cara y otra en el lomo. Aquello me puso más furioso que nunca y me lancé contra el enemigo, cabeza gacha y cuerno en posición.

—¡Corred!

Huyeron y yo salí corriendo tras ellos. En tres segundos alcancé al primero. Lo embestí con todas mis fuerzas, sentí el contacto de su cuerpo blando y suave, bajé la cabeza y… digamos que ése en concreto no se podrá volver a sentar en largo período de tiempo.

El otro guardia había desaparecido. No importaba. Mi objetivo era otro.

<¿Dónde está la puerta?>, les grité a mis amigos.

<Izquierda… bien, ahora a la derecha… vale, ahora… pero ¿estás ciego o qué? Izquierda, derecha, vale. ¡Adelante!>

Embestí.

¡BUAMMMM! Parecía que hubiese chocado contra un camión. Retrocedí y volví a embestir.

¡BUAMMMM! ¡Craac!

<¡Esta puerta sí que está dura!>, exclamé.

<Hum, Jake, no era la puerta. Era la pared. ¿Te encuentras bien?>, preguntó Cassie.

<Sí, estoy bien. Un empujón más y estaré dentro.>

Retrocedí y volví a embestir. Sentí que algo me rozaba el lomo y después noté aire fresco.

<Estamos dentro, ¿verdad?>, pregunté.

<Sí —contestó Tobías tenso—, y se nos ha acabado el tiempo.>